—¡Ahí están! —dijo Máximo en voz alta.
—¿Dónde? —le preguntó José Ottavis.
—Ahí— se entusiasmó el hijo mayor de los Kirchner, mientras señalaba un punto exacto del televisor.
—¿Y qué hacemos? —siguió su interlocutor de La Cámpora, aguardando alguna directiva.
—¡Vamos!— le respondió con una palabra que se repitió como un eco en el despacho, acaso para insuflar mayor ánimo a la tropa.
La tele quedó prendida con la trasmisión en vivo del velatorio de Néstor Kirchner. Máximo había estado viendo unos tramos de pie, junto a una mesa, en la que depositaba los puños cerrados y tensos.
Esa dependencia del Ministerio del Interior se había reservado para la familia presidencial. Estaba justo detrás de la Galería de los Patriotas Latinoamericanos del Bicentenario, el salón que se utilizó para las exequias del ex mandatario.
—¡Dale, vamos! ¡Hay que darle fuerza a Cristina! —indicó una vez más Máximo, ya en la puerta, antes de dejar hablando solo a Reynaldo Sietecase, quien desde la pantalla de Telefe ofrecía información y analizaba la conmovedora jornada.
La abrupta salida era para ir al encuentro de otros militantes y amigos que estaban concentrando en las puertas de la Casa Rosada y que el noticiero había enfocado en un par de oportunidades con el paneo de sus cámaras.
No fueron muchos los testigos de aquel episodio que tuvo al joven dirigente de protagonista. Su mamá, Cristina, y su hermana, Florencia, habían pasado por el lugar en búsqueda de privacidad pero ya se habían retirado. Lo mismo su tía Alicia. Sólo quedaba una ristra de jóvenes, Rudy Ulloa Igor, la entonces diputada Juliana Di Tullio y Juan Bontempo.
De manera intermitente aparecía el fotógrafo presidencial, Víctor Bugge, quien ingresaba al lugar para bajar el material en una computadora y se retiraba raudo para seguir haciendo las tomas que se convirtieron en tapas de diarios nacionales e internacionales.
En el velatorio se confundían las escenas de recogimiento con las de un mitin político. Hasta entonces los catafalcos de los ex presidentes se habían montado en el Congreso, nunca en la Casa de Gobierno. Todo un símbolo del poder omnímodo kirchnerista.
Algunos analistas adjudicaron a ese momento histórico, en las postrimerías de Kirchner, el reverdecer de las juventudes políticas y el empoderamiento de Máximo, acaso por el vacío que producía en el PJ la muerte de su conductor.
La Cámpora se convirtió así en el principal legado de Néstor, todo un contrasentido ya que el hermetismo de la organización nada tenía que ver con la apertura de fronteras que Kirchner propició en los albores de su presidencia, tanto con la llamada "transversalidad" como con la "concertación plural".
Máximo no se volcó hacia el "pejotismo", un corset que siempre incomodó a Néstor, pero alumbró el "cristinismo", otro corset más ceñido, que produjo la ruptura con sectores que la cintura del ex mandatario había logrado hasta entonces mantener encolumnados.
Si para esa fecha ya estaba quebrado el pacto con Clarín, y se habían dinamitados todos los puentes con el campo —ley de medios y resolución 125 mediante—, después del fallecimiento de Kirchner se fracturó la relación con aliados estratégicos de la burocracia sindical y del peronismo.
Con un esquema de poder donde Cristina no dejaba levantar cabeza a nadie, Máximo asomó en la fantasía popular como el heredero natural, como el que ocuparía el lugar de Néstor en aquel plan originario que alternaba los mandatos de sus padres hasta completar 16 años de gobierno.
Ese mismo rol imaginario le asignaron al hijo primogénito oficialistas y opositores, aunque estos últimos con el afán de torcer el rumbo político. Creyeron que, sin Kirchner, Máximo podría corregir o rectificar el proyecto que enarbolaba Cristina, una manera poco elegante de decir que la ex presidenta había sido un títere de su marido.
Los medios fueron paradojales. Reducían a Máximo a la figura de un adolescente alienado que pasaba sus días jugando a la PlayStation y, paralelamente, lo erigían como un ávido estratega que lograba colar camporistas en el poder, como un hacedor del relato.
A esa inconsistente teoría pendular se rindió la CGT. Mientras Hugo Moyano lo devaluó con el apodo "Mínimo", por una supuesta insignificancia y carencia de peso político, Pablo, camionero y dirigente de Independiente como su padre, lo responsabilizó de presionar a la AFA para que el Rojo se fuera a la B. ¿No era nadie o estaba en todo?
Casi que no importaba si era un apocado e intrascendente pibe ("medio tonto", "drogadicto", "que no abre la boca más que para festejar un gol de PlayStation", según tres textuales del diputado del PRO, Pablo Tonelli) o un maquiavélico estratega camuflado de agente inmobiliario. Lo que buscaban sus detractores era castigarlo. Y así castigar, por elevación, al gobierno de su madre.
El silencio de Máximo alimentó numerosa literatura en torno a su figura. En 2012 algunos descubrieron su voz, y una gestualidad sorprendentemente igual a la de su padre, gracias al documental de la directora de cine Paula de Luque.
Ya entonces era un líder en las sombras que impartía órdenes a los militantes de La Cámpora. La agrupación que canonizó a Néstor fue creciendo como una bola de nieve en medio de un aura de misterio.
El recelo interno que se generó cuando muchos invocaban al hijo presidencial para escalar políticamente consolidó un verticalismo a ultranza. Por eso tras la muerte de Kirchner, y sobre todo después de la reelección de Cristina, ningún camporista pudo salir en los medios de comunicación sin un salvoconducto de Máximo.
En definitiva, La Cámpora fue la expresión del kirchnerismo –la más pura y conspirativa– que logró diseminarse en puestos clave ya no sólo de la administración pública sino del poder en general.
Ottavis, omnipresente en el velatorio de Néstor, fue vicepresidente de la Cámara de Diputados bonaerense; Juan Cabandié, jefe de la bancada kirchnerista de la Legislatura porteña; Eduardo "Wado" De Pedro y Andrés Larroque, diputados nacionales; y Mariano Recalde, presidente de Aerolíneas Argentinas.
De todos los referentes de la agrupación, los que ocuparon los cargos de mayor jerarquía dentro del gabinete fueron Axel Kicillof, quien tomó las riendas del Ministerio de Economía, y Julián Álvarez, convertido en viceministro de Justicia. Los "soldados del pingüino" también tuvieron presencia en secretarías, empresas de servicios estatizadas, y en los medios de comunicación públicos.
A nadie sorprendió entonces el retrato que muchos de ellos se tomaron años después con el Papa, habiendo sido La Cámpora la representación más importante de la misión presidencial que aterrizó en el Vaticano. Esa foto nada tuvo que ver con un souvenir religioso: hilvanó una jugada que comenzó en el acto de Argentinos Juniors para blindar el poder de Cristina.
—Esto es un sueño cumplido —gritó Máximo en el estadio de La Paternal ante 40 mil almas.
El mensaje fue crudo y directo: aquellos que se iban a presentar en el 2015 bajo el sello del Frente para la Victoria no sólo debían bendecir las políticas oficiales sino aceptar la conducción de la entonces presidenta.
La Cámpora se transformó en el regente del proyecto desde fuera y dentro de los armados electorales. Siendo la única organización a la que Cristina le tuvo confianza ciega, no extrañó que sus representantes también ocuparan lugares estratégicos en las boletas.
—Ella es la que tiene toda la fuerza, no afloja, va para adelante, y con el pueblo como bandera —arengó Máximo en la despedida del multitudinario acto, seguro de que aquel respaldo que se había manifestado en el día más doloroso de la ex presidenta, el de la muerte de Kirchner, se iba a mantener incólume.
El paso del tiempo lo contradijo. Su madre fue derrotada en las urnas y la causa "Los Sauces", en la que toda la familia está acusado de asociación ilícita y lavado de dinero, avanza a pasos agigantados.
Para colmo, la inercia que produjo la reciente detención de Julio De Vido amenaza con alcanzarlo: ayer mismo el diputado massista Julio Raffo presentó un proyecto en el Congreso para desplazarlo de su banca de diputado.
¿Qué dijo Máximo? Ni se inquietó. Está seguro de que nada alterará su misión, la de custodiar a Cristina, la que surgió en aquella jornada en la que, sin que nadie los convocara, comenzaron a llegar miles y miles de jóvenes a la capilla ardiente de la Casa Rosada para darle el último adiós a Kirchner.