Las dudas sobre lo sucedido con David Graiver, el banquero al que la organización Montoneros confió una buena parte del millonario rescate cobrado por el secuestro de los hermanos Juan y Jorge Born, dueños de una de las cinco grandes cerealeras del mundo, no son nuevas. Pero un flamante libro de Miguel Bonasso –El hombre que sabía morir (Sudamericana)- acaba de reflotar la tesis de que Graiver no murió, sino que vive o vivió otra vida, bajo otra identidad y con otro rostro.
Bonasso escuchó esta teoría, en el año 2011, en la embajada de México en Buenos Aires, de boca del diplomático Juan Miguel Ponce Edmondson, que había sido jefe de Interpol en su país, con quien tuvo el siguiente diálogo:
— ¿Qué piensa, don Miguel, del tema Graiver? ¿Cree que murió?
— No lo sé, dígamelo usted que era jefe de Interpol México…
— Mire, Graiver está vivo, no murió, se bajó en la escala de Houston.
"Así, tal cual, me lo dijo el ex jefe de Interpol México", contó Bonasso a Infobae.
En realidad, la frase le sonó como el eco de algo que ya lo había impactado mucho tiempo antes, cuando, "dos años después del avionazo (sic) en Guerrero", el New York Times publicó declaraciones del célebre fiscal de Manhattan, Robert Morgenthau, afirmando que Graiver estaba vivo. Lo del funcionario mexicano reavivó aquella vieja inquietud y terminó gestando este libro, explica.
"La peripecia de alguien que aparentemente había muerto, pero no había muerto, me parece fascinante", dijo el escritor, que ya ha incursionado en este tipo de novelización de hechos del pasado de los que en muchos casos fue protagonista o testigo durante su larga trayectoria periodística y como integrante de la organización Montoneros en los años 70 (Recuerdos de la muerte y Diario de un clandestino, entre otros).
Apenas producido el accidente aéreo en el que Graiver –vivo o muerto- desapareció de la luz pública, el 7 de agosto de 1976, durante un vuelo de Nueva York a Acapulco que no llegó a destino, surgieron las primeras hipótesis sobre una desaparición voluntaria.
La trama del estafador multimillonario que se esfuma simulando su muerte para reciclarse en alguna isla paradisíaca y disfrutar de su botín es cinematográficamente atractiva pero, aunque no imposible, difícil de imaginar. Como un testigo protegido, debe soltar todas las amarras del pasado y, en el caso de Graiver, de su familia, ya que el accidente sólo le ocurrió a él. Ser un muerto para todo su entorno pero seguir viviendo.
"Yo sostengo la hipótesis del atentado", responde categórico Juan Gasparini, autor de David Graiver, el banquero de los Montoneros (editado por primera vez en 1990, y reeditado en 2007 y 2010), ante la consulta de Infobae. En su opinión, ya vertida en aquel libro, las versiones sobre una muerte fingida fueron fogoneadas desde el comienzo por los autores de lo que para él fue en realidad un asesinato. "El contraespionaje norteamericano sabría echarle arena en los ojos a la opinión pública", escribe y enumera las maniobras: el cráneo de Graiver fue separado del torso para generar duda sobre su presencia en el vuelo, se insinuó que el avión pudo ser abatido por un rayo, que viajaban más de tres personas… Y ya por entonces se dijo que el banquero "habría aprovechado la escala en Houston para evaporarse, siendo visto en días posteriores en Miami, España, Cuba, Bolivia, Guatemala, Israel o detrás de la Cortina de Hierro".
No es que David Graiver no tuviera motivos para una fuga de este estilo, como se verá, pero sus apuros no eran todavía críticos y su personalidad no encuadraba con una fácil rendición. Puede decirse que la muerte o la desaparición voluntaria de Graiver desencadenó la quiebra de su grupo y no al revés.
Cuando el avión privado en el que viajaba como único pasajero junto a dos pilotos estadounidenses se estrelló contra una ladera en serranías del estado de Guerrero, David Graiver tenía tan sólo 35 años, pero ya había construido una multinacional de 200 millones de dólares, con base en Argentina y ramificaciones en Suiza, Bélgica, Israel y Estados Unidos.
En 1969, a los 28 años, había comprado su primer banco, el Banco Comercial de La Plata, con el fin de salvar de la quiebra a la inmobiliaria de su padre, Juan Graiver. Desde ese momento, no se detuvo. Con el tiempo, el Comercial de La Plata sería el primer corresponsal del Banco Nacional de Cuba. Luego adquirió el Banco de Hurlingham que se convertiría en el banco de la colectividad judía.
Graiver no sólo salvó el negocio de su padre sino que lo expandió hasta convertirlo en un grupo con acciones en una treintena de empresas y con una gran diversidad de negocios. Que llegarán a incluir medios, como el canal 2 de televisión y, más tarde, el diario La Opinión de Jacobo Timmerman. Y, en 1973, Papel Prensa, de reciente polémica. La red bancaria de los Graiver incluso se internacionalizará, con bancos en Israel, Bélgica y Nueva York.
Al talento natural para los negocios, David Graiver le sumaba una personalidad cautivante y siempre optimista –fundamental para generar confianza- y vocación por la política. O por el poder. Pragmático, pasó de ser funcionario del ministerio de Bienestar Social bajo Francisco Manrique a acercarse al peronismo, a medida que se vislumbraba que el presidente de facto, el general Alejandro Lanusse, perdería la pulseada que había encarado con Juan Perón.
Este tránsito lo hizo Graiver de la mano de José Ber Gelbard, el titurlar de la Confederación General Económica que agrupaba a cerca de un millón de pequeñosy medianos empresarios, y que era dueño de FATE (neumáticos) y de ALUAR (aluminio), y que más tarde sería ministro de Economía de Héctor Cámpora y de Juan Perón.
Según Bonasso, Gelbard ("agente doble, triple o cuádruple") era el verdadero jefe de Graiver. El líder de la CGE hasta mandó a su discípulo a Puerta de Hierro a conocer a Perón, lo que no le impediría a éste traicionar a Gelbard, como a cualquier otro cliente.
Es que el joven Graiver era una suerte de Bernard Madoff, hiperactivo, con una inteligencia especial para los negocios, uno de esos personajes del mundo de las finanzas a los que no les tiembla el pulso ni la conciencia a la hora de "trabajar" con el dinero de otros y a los que, mientras sus audaces apuestas van generando ganancias fáciles, mucha gente les confía su fortuna personal para un día descubrir que la estaban depositando en un castillo de naipes cuyas paredes, al derrumbarse, dejan un interior vacío.
Como el Bobby Axelrod de la serie Billions, también Graiver tenía a su "Wendy Rhoades": en este caso, su propia esposa, la psicóloga Lidia Papaleo, en quien confiaba para que le hiciera la "evaluación" de sus colaboradores o le dijera en quién podía confiar y en quién no.
El libro de Gasparini es muy instructivo en cuanto a los manejos de esta clase de personajes del planeta bancario en general y de los de Graiver en particular. "Mi OPM es la 'Other People's Money'… ¡hacerse rico con la 'mosca' de los demás!", dice Gasparini que les decía Graiver a los jefes guerrilleros, ironizando sobre la sigla OPM (organización político militar, en la jerga, un sinónimo de Montoneros).
También explica mucho sobre la clase de vínculo que se había establecido entre el banquero y Montoneros. "Graiver –escribe Gasparini- se veía como un Rockefeller económico revestido con la ideología de Carter y acondicionado a la Argentina, en las puertas de una gran revolución nacional y popular. Si ERP y Montoneros insurreccionaban a las masas y capturaban el poder, Graiver no perdería el tren de la historia. Los guerrilleros, por su lado, lo consideraban como el único interlocutor de la burguesía."
El vínculo con la organización Montoneros se estableció al parecer por iniciativa del propio David Graiver, y por contactos de Lidia. "Los busqué por la política, no por la guita. Cuando empezamos a reunirnos, ustedes eran unos secos": es otra frase que Gasparini pone en la boca del banquero.
Más allá de una personalidad aventurera, provenía Graiver de la misma constelación que su mentor, José Ber Gelbard, por lo que ese acercamiento a la guerrilla bien pudo ser una misión –esto no lo dice Gasparini, vale aclarar-, en los tiempos en que nuestro país era uno de los tantos escenarios donde las potencias libraban la guerra que no podían hacerse directamente, a riesgo de una mutua destrucción.
Lo cierto es que se establece un vínculo de confianza –Graiver se reúne en más de una ocasión con Roberto "el Negro" Quieto, de la conducción de Montoneros- que llevará a que, en 1975, la organización decida confiarle el manejo de 14 millones de dólares. Era la última cuota del rescate acordado con los Born.
La historia de ese traspaso del botín es de película (y así la cuenta Gasparini). Con Ginebra (Suiza) como locación. Valijas repletas de billetes pasaron de manos de los representantes de la multinacional Bunge & Born a las de dos cuadros montoneros que, bajo nombres falsos, las depositaron en dos cuentas de bancos diferentes.
Cuando se presentó una dificultad en el "trámite" –los bancos se negaban a transferir luego los fondos a otras cuentas-, David Graiver llamó al delegado del Mossad en la embajada de Israel en Argentina y ese servicio de inteligencia se encargó de resolver el problema: los 14 millones fueron transportados por vía aérea a Nueva York, la ciudad en la cual en mayo del 75 David Graiver había decidido instalarse a medida que la renuncia de Gelbard –unos tres meses después de la muerte de Perón- y otros acontecimientos le hicieron presentir que el ambiente se enturbiaría en la Argentina. Allí había comprado el Century National Bank; la expansión no se detenía.
Pero los verdaderos problemas para Graiver empezaron cuando intenta adquirir un segundo banco estadounidense, el American Bank and Trust (ABT), y la Reserva Federal pone entonces la lupa en él y en sus negocios.
De hecho, cuando se produce el accidente, Graiver llevaba once meses en ese trámite. Algo inhabitual. Por un lado, la vigilancia del Tesoro americano no le daba la luz verde para la adquisición pese a los infinitos avales y llamados de recomendación –de pesos pesados como Nelson Rockefeller o Cyrus Vance– por el otro, en la Argentina, el cerco se cerraba sobre sus amigos clandestinos con y podía trascender de un momento al otro que había estado moviendo dinero mal habido.
De los 28.500.000 dólares que costaron inicialmente los títulos de los bancos –explica Gasparini- 16.825.000 de los CNB y ABT provenían de los fondos que Montoneros había obtenido del secuestro de los Born y de Henrich Franz Metz, de la Mercedes Benz y que luego había "invertido" en el grupo Graiver.
Según Gasparini, la CIA vetaba a Graiver, pero sin dar razones. Inclusive, dice, la Reserva Federal había puesto plazo a la Compañía: septiembre de 1976. Si para entonces no aparecían las pruebas contra Graiver, "con balances del ABT y del CNB en regla, iba a dar luz verde".
Al parecer, ya el coronel Roberto Rualdes, del batallón 601, Servicio de Inteligencia del Ejército Argentino, había pasado el dato a la Inteligencia estadounidense: Graiver administraba fondos de la "subversión".
Todo esto abona la teoría de que la CIA decidió cortar la carrera meteórica de Graiver ante lo que consideró un desafío, una burla en sus propias narices.
"La CIA decidió la ejecución, tomando los recaudos de realizarla fuera de los Estados Unidos. Y disfrazarla de accidente", sostiene Gasparini.
Graiver acostumbraba viajar a México todos los fines de semana donde estaban instaladas su esposa y su pequeña hija, a la espera de que se le otorgase a la familia la residencia en USA. Cuando su jornada de trabajo se extendía demasiado y no llegaba a tomar el vuelo de línea, contrataba un avión de la empresa Hansa, de Houston, Texas. Aquel viernes de agosto del 76, voló en un Falcon birreactor, matrícula N-888-AR, piloteado por el capitán Michael Bann y el copiloto Kevin Barnes, que también murieron en el accidente.
La tesis de Gasparini es que el sabotaje se produjo en la famosa escala de Houston, en la cual según algunos Graiver se habría bajado. El avión permaneció 47 minutos en el aeropuerto y hasta fue llevado a hangares, previo descenso de la tripulación y del único pasajero, para una supuesta revisión. Allí se habrían remplazado los altímetros por otros, saboteados, para confundir al piloto e impedir un descenso seguro.
Intereses millonarios
Graiver aplicó a los montoneros el mismo método que a todos sus clientes –o víctimas-: los convencía de entregarles sus fondos y se aseguraba de que no pudiesen recuperarlos. Pagaba los intereses, mientras las cosas marchaban bien. Pero si algo salía mal, sería imposible para los damnificados resarcirse de las pérdidas. "Graiver era un financista, si cedía plata era para ganar más", dice Gasparini.
Por varios meses, la organización político militar cobró mensualmente 196.300 dólares mensuales de intereses por su "inversión" de casi 17 millones. Caído Graiver, se hizo evidente que el grupo –o, mejor dicho, el sistema- no sobreviviría sin él. Su estilo de conducción era muy centralizado, pero además el tipo de tejemanejes que hacía requería discreción; tanta, que pocos conocían el dispositivo completo.
Vale un paréntesis para preguntarse por qué una organización millonaria como Montoneros enviaba a sus militantes a operaciones suicidas como el copamiento del cuartel de Formosa para recuperar un puñado de fusiles que podían haber comprado o por qué dejaron a tantos "camaradas" a la intemperie durante lo más duro de la represión cuando la clandestinidad forzaba a muchos a dejar casa y trabajo…
La bicicleta de Graiver consistía en prestarse a sí mismo, haciendo que el ABT otorgase créditos a empresas de su propio grupo. Así se apropiaba de los fondos de los clientes que se ponían en sus manos.
Cuando en Wall Street cayeron en la cuenta era algo tarde y los bancos de Graiver protagonizaron una quiebra cuyo costo fue de 40 millones.
El antes citado fiscal del distrito de Manhattan, Robert Morgenthau, fue quien inició la investigación para descubrir que casi al 90 por ciento de los créditos del ABT tenían por destino trece sociedades ficticias de Graiver. El ABT quebró el 16 de septiembre de 1976.
La viuda de Graiver, Lidia Papaleo, su hermano Isidoro, sus propios padres y varios de sus más cercanos colaboradores serían otras víctimas de esta caída cuando, tras la muerte del banquero, regresaron a Buenos Aires con la intención de salvar lo más posible de su patrimonio. Una decisión temeraria, sobre todo por parte de quien, como la viuda, conocía el secreto más comprometedor de Graiver.
Pero el deal con Montoneros no fue el único ni el primer obstáculo: primero, la dictadura –según Gasparini, a instancias de Alfredo Martínez de Hoz- había decidido que le convenía controlar Papel Prensa para mejorar, a través de una prensa amiga, su imagen en los medios. Forzaron entonces a los Graiver –negándoles el apoyo estatal que necesitaban para salvar la empresa- a ceder sus acciones a los diarios Clarín, La Nación y La Razón.
Gasparini recuerda que esto no era nuevo: Martínez de Hoz reeditaba el método por el cual Gelbard había favorecido la compra de Papel Prensa en 1973 por su protegido David Graiver, tras quitársela al Grupo Civita.
Por otro lado, los militares habían capturado a algunos de los miembros de la organización que conocían el secreto de la relación con Graiver. Vieron una oportunidad para capturar un botín –o lo que quedara de él- denunciando la conexión Gelbard-Graiver-Montoneros. Lidia Papaleo, los demás miembros de la familia, incluyendo los padres de David Graiver, y varios empleados del grupo, una veintena en total, fueron detenidos ilegalmente y llevados a Pozo de Banfield, un centro clandestino de detención, donde fueron sometidos a tormentos para obligarlos a revelar, entre otras cosas, el destino del dinero de Montoneros.
Para evitar problemas futuros, Graiver había puesto un "cortafuego" legal entre él y Montoneros, mediante una ingeniería de empresas y prestanombres para no quedar vinculado él mismo a la maniobra.
Todavía Montoneros era una organización poderosa pero no por mucho tiempo más. La dictadura ponía en marcha su plan de aniquilamiento, muy bien servido por la propia conducción nacional que no tomó ninguna medida preventiva sino que puso el cuerpo –el de sus militantes- en una lucha desigual y suicida.
La hipótesis de Gasparini es que la CIA decidió eliminar a Graiver a instancias de la dictadura argentina. Es posible que sectores del establishment norteamericano hayan querido escarmentar en la persona del banquero argentino a futuros osados. En todo caso, si esto fue así, lo habrán hecho por sus razones y no por las de terceros.
Graiver jugaba con fuego y desafiaba a interlocutores que no estaban para bromas. Gente que no puede permitir que se la tome por tonta.
Para su viuda, la muerte de Graiver fue un asesinato. Desde los conflictos presentes, Lidia Papaleo dice que fue por lo de Papel Prensa. Pero el repaso de los acontecimientos no respaldaría esa versión.
Su hermano, Osvaldo Papaleo, que estaba en prisión cuando se produjo el accidente aéreo de su cuñado, dice, ante la consulta de Infobae, que se encuentra "más cerca ahora de la tesis del atentado", aunque advierte que "charlar de algo que pasó hace 40 años es más de opinólogo que otra cosa". No leyó el libro de Bonasso, aunque sabe de qué se trata. Sobre la trama, concede que, "para vender libros, es lícito el argumento".
En efecto, una vida y una desaparición dignas de un thriller político. De hecho, siendo de no ficción, el libro de Juan Gasparini también se lee como una atrapante novela de intriga.
¿Quiso Bonasso poner solamente un anzuelo para el lector o verdaderamente cree que Graiver vive y que, como postula en el libro, fue reciclado por uno de los poderes a los cuales sirvió en su vida anterior?
"En principio está logrando tener mucho suceso como novela –se congratula el autor-. Lo cual no significa que no haya cosas terribles que prefiguraban incluso, en 1989, el horror al que está llegando México hoy".
"A diferencia del 'Graiver' de mi novela, Morgenthau decía que estaba vivo en sentido acusatorio. Se fugó porque hizo un desfalco, se quedó con la guita. Está vivo. Pero lo dijo muy categórico. Morgenthau no era cualquiera, tenía peso político, era un fiscal de relieve. Hay notas de aquella época, en Siete Días por ejemplo, que lo ubicaban en Cuba, en Israel… Más o menos como en el caso de Yabrán. Pero de Yabrán estoy categóricamente seguro de que murió. De Graiver, no".
"Gasparini, dice Bonasso, que ha escrito ya dos versiones de Graiver, con buena información, me critica por falsear datos de personajes reales. No es así, es tomar hechos reales para contar otra cosa, para hacer una novela. Hay cosas que el novelista cambia; si no, no sería una novela, sería una biografía no autorizada. Categóricamente es una novela. Por eso el personajes se llama Goldberg y no Graiver".
—Pero, en definitiva, ¿usted tiene sospecha, íntima convicción o certeza de que está vivo?
— Yo no tengo ninguna manera de probar que lo dice Ponce Edmondson es cierto o no es cierto, o es un invento de Ponce por razones que ignoro. Pero estoy cumpliendo un poco el paradigma de esa charla que está en el libro cuando El hombre que sabía morir, dice "hay que tratar de que lo verdadero parezca falso y lo falso parezca verdadero". Y agrega groseramente, perdón, "así los jodemos a todos". Hay una intención irónica, de despiste y de generar una intriga.
— La tesis sobre quiénes lo protegieron y en qué se convirtió después, que es la trama de su libro, ¿es lo que usted cree que pudo haber pasado?
— Sí. Bueno, es un poco el fin de Gelbard, por eso aparece como personaje en el libro. Gelbard es un personaje importante en el libro.
— ¿Gelbard era un hombre de los soviéticos?
— Sí, sí. Pero era más complejo que eso. A mí la organización (Montoneros) me mandó a tomar contacto con Gelbard y yo me hice amigo de él. Fuimos a Moscú en el viaje famoso del 74, y me contó muchas cosas en el avón y yo dije bueno, no hay duda. Pero Juan Carlos Argañaraz, corresponsal de Clarín en Madrid, me dijo "es curioso porque es un tipo pro ruso pero es un patriota". Y sí, su participación en el gobierno peronista es muy clara y muy correcta. Fue leal a su clase. Fue un gran constructor de la burguesía nacional. Por eso sospecho que no murió de muerte natural.
— En el caso de Graiver, esté o no vivo, ¿tiene la convicción de que fue un atentado?
— Ah, eso sí, categóricamente.
— ¿Usted conoció a David Graiver?
— Sí, por supuesto. Entre otras cosas porque Graiver fue avalista de Timerman, en La Opinión y yo estuve entre los primeros secretarios de redacción del diario. Jacobo me lo presentó personalmente. Después lo vi varias otras veces. (…) Lo hago quedar bien en mi libro.
— ¿Cómo era?
— Un tipo muy audaz y con datos también oscuros, obviamente. No se llega a hacer 300 millones de dólares bajo la luz de un poderoso reflector… Y siendo tan joven.
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