Los 70, revisitados: la homofobia de la guerrilla, por qué Walsh es un improbable héroe y las brutales torturas

En su nuevo libro "Diccionario crítico de los 70", el periodista Gustavo Noriega reflexiona, de la A la Z, sobre algunos de los temas mas polémicos de una época convulsionada con su característica lucidez. Infobae publica un adelanto

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HOMOFOBIA: La década del 70 y sus disputas políticas no fueron un buen momento para los homosexuales. Fueron discriminados por la derecha conservadora y especialmente perseguidos por la Dictadura pero los militantes de izquierda, a tono con lo que sucedía en Cuba y en la Unión Soviética, también los miraban con desconfianza y veían en ellos síntomas de individualismo pequeñoburgués.

Osvaldo Bazán, en su "Historia de la homosexualidad en la Argentina", cuenta del rechazo que en distintas organizaciones de izquierda provocaban los homosexuales que buscaban organizarse e integrar su lucha en la que daban los militantes de izquierda por la liberación. Se constituyó un Frente de Liberación Homosexual (FLH), que se hizo presente con sus carteles en la asunción de Héctor Cámpora y en la llegada a Ezeiza del General Perón. Según Bazán: "En ninguna de las dos oportunidades los jóvenes del FLH lograron integrarse verdaderamente con las columnas. Hasta hablaban en broma sobre el vacío de poder, ya que a izquierda y derecha, adelante y atrás de los carteles del FLH, se abría un espacio de unos cuantos metros". La derecha peronista, en su órgano El Caudillo, publicó una nota en febrero de 1975 que se titulaba "Acabar con los homosexuales", donde se proponía que se los internara en campos de reeducación y trabajo, cosa que, paradójicamente, estaba sucediendo en la Cuba socialista. Los militantes de la JP, lejos de diferenciarse de esa tendencia homofóbica, cantaban en las calles: "No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de Evita y Montoneros".

En las organizaciones marxistas la situación no era mejor. El PRT, brazo político del ERP, distribuía entre sus militantes un documento titulado "Moral y proletarización", donde se condenaba en general a la sexualidad libre, aunque se la presumía normalmente heterosexual.

 

La llegada de la Dictadura no hizo más que envolver a todo el país en un tono represivo, no solo en términos políticos sino también en su clima moral, fuertemente marcado por la influencia de la Iglesia Católica. Los homosexuales vieron cerrados varios de los bares en los que se daban cita y la idea de mostrarse abiertamente en público se presentó más remota que nunca, replegando las actividades amorosas a ámbitos totalmente privados.

Consecuentemente, y como era de esperar, la represión fue especialmente cruel con los homosexuales. Significativamente, no hay en el Nunca más —a diferencia, por ejemplo, de la especificidad del maltrato a los judíos por su condición— información sobre las torturas particulares infligidas a los secuestrados gay, presumiblemente por la influencia de la Iglesia en la Asamblea permanente por los Derechos Humanos

WALSH, RODOLFO: Una de las transformaciones más asombrosas de los últimos años fue la del escritor y militante montonero Rodolfo Walsh en santo patrono del periodismo y estricto defensor de la libertad de prensa: él habría sido el primer sorprendido. Dueño de una inteligencia muy por encima del promedio de sus compañeros de militancia, Walsh eligió el camino revolucionario por sobre su carrera de escritor y periodista. Al hacerlo, sacrificó las nociones de verdad e independencia poniendo toda su brillantez al servicio de la militancia política.

Abandonó la literatura y puso su talento como periodista a disposición de publicaciones con fines políticos, como el periódico de la CGT de los Argentinos o Noticias, el diario de Montoneros. Más aún, su gran capacidad lógica y su pasión por mapas, claves y sistemas de codificación, herencia quizás de sus gustos literarios, lo convirtieron en una pieza clave de la Inteligencia montonera. Nunca terminó de convertirse en un cuadro: mantuvo cierto aire de orgullosa independencia que le permitió en los días del desastre no solo desafiar a la Junta Militar sino también cuestionar a la conducción de la guerrilla que integraba. Ese fue, seguramente, la fuente del malentendido que consagra hoy a Walsh como un demócrata y un firme defensor de la libertad de prensa.

Cuando en 1957 escribió la novela testimonial que lo consagraría, Operación masacre, sus sentimientos políticos oscilaban entre un vago antiperonismo y la preocupación por los sectores populares. Ya había abandonado el coqueteo con la Alianza Libertadora Nacionalista aunque mantenía contactos con publicaciones nacionalistas. Escribió sobre los fusilamientos de los basurales de José León Suárez con las técnicas austeras del policial. Con el tiempo, renegaría de la falta de contexto político e historicidad de ese relato y en las sucesivas ediciones iría modificando el prólogo hasta llegar a la reivindicación del asesinato de Aramburu. Una parábola significativa: escribir la novela que denuncia unos fusilamientos para terminar justificando otro en el prólogo. Walsh no era el humanista imaginado en el tercer milenio sino un revolucionario que distinguía la bondad de las ejecuciones según quién fuera la víctima.

TORTURA: La historia argentina conocía la tortura largamente antes del 24 de marzo de 1976 pero ese día algo cambió de manera radical. En los anteriores gobiernos militares las detenciones de militantes tenían un período ilegal, no reconocido públicamente. Al cabo de unos días, el hecho se oficializaba y el preso pasaba a una dependencia oficial. En general el detenido sufría la tortura en aquel primer momento en la cual la detención no era admitida. El militante sabía que tenía unos días para tolerar el dolor y el sufrimiento y que luego la situación mejoraría, al menos con la intervención de abogados y en un lugar reconocido.

Con el golpe llegó la decisión de que la represión iba a ser clandestina y nunca iba a ser reconocida públicamente. La tortura pasó a ser administrada de manera indefinida. No solo eso: la vida del detenido carecía de toda garantía y más temprano que tarde se fue comprendiendo que la intención era asesinar a su inmensa mayoría. Como dice Pilar Calveiro: "Los campos daban una nueva posibilidad: usarla de manera irrestricta e ilimitada. Es decir, no importaba dejar huellas, no importaba dejar secuelas o producir lesiones; no importaba siquiera matar al prisionero". Las consecuencias fueron devastadoras: la información recogida en esas sesiones de tormento irresistible ayudaron a desarmar a las organizaciones armadas de una manera exponencial.

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Los grupos insurgentes, por su parte, continuaron con sus análisis ideológicos imaginando que los combatientes que tuvieran sus convicciones políticas firmes resistirían los tormentos y no entregarían información, al menos durante el lapso establecido para desarmar los lugares que el caído conocía. La idea de que la resistencia al dolor dependía de la integridad política no estaba basada en ningún estudio de fisiología humana sino en la imaginación alucinada de los revolucionarios argentinos. Luis Mattini, dirigente del ERP, cuenta que dijo en una conversación sobre la tortura con cubanos en La Habana que "los revolucionarios mueren sin hablar". La respuesta del interlocutor fue: "Oiga, compañero, los soviéticos nos enseñaron que todo el que tiene lengua habla, es cuestión de tiempo y de método". Y la dictadura argentina disponía de tiempo y de métodos sin ningún tipo de restricciones.

El caso de Pablo González Langarica, "Tonio", integrante de la columna Norte de Montoneros, es demostrativo, por otra parte, de las posibilidades infinitas que poseían los torturadores al actuar de manera totalmente descontrolada. Según cuentan Larraquy y Caballero en Galimberti, "Tonio", durante la dictadura de 1966-1973, había soportado sin entregar información ser arrojado desde un helicóptero atado a una soga, balanceándose durante un tiempo en el vacío. Fue secuestrado en 1977 y nuevamente fue sujeto a terribles tormentos físicos y otra vez se negó a hablar. En ese momento, le llevaron a la sala de torturas a su hija de cinco años. Ante la posibilidad de que la niña fuera sujeta a tormentos, "Tonio" contó el destino del dinero del secuestro de los Born, las cuentas a su nombre en Suiza, operaciones, nombres y direcciones.

La otra reacción, específicamente en Montoneros, fue totalmente contradictoria con la idea voluntarista de que a mayor compromiso militante menor riesgo de entregar información. A partir de la caída de Roberto Quieto y su aparente delación, los miembros de la conducción de Montoneros fueron provistos con pastillas de cianuro para suicidarse, dando por sentada la posibilidad de delación. El uso de pastillas posteriormente se extendió a todos los militantes. Su utilización, en la práctica, no fue generalizada, y en muchos casos, los propios militares hacían esfuerzos para rescatar a los guerrilleros del efecto del veneno para después disponer de sus vidas a su voluntad.

En cuanto a los métodos, la Dictadura utilizó los tradicionales, como la picana y el sofocamiento, más los golpes brutales administrados a mansalva. En su minucioso y analítico Poder y desaparición, Pilar Calveiro, que transitó personalmente esos territorios del horror, luego de describir la utilización de electricidad en el cuerpo para infligir dolor, enumera otras formas de tortura que se desarrollaron en los campos: para obtener la información necesaria, los interrogadores "se vieron obligados" a usar técnicas de asfixia, ya fuera por inmersión en agua o por carencia de aire.

Aplicaron golpes con todo tipo de objetos, palos, látigos, varillas, golpes de karate y práctica sobre los prisioneros, de golpes mortales, así como palizas colectivas. Practicaron el colgamiento de los seres humanos por las extremidades dentro de los campos y también desde helicópteros. Hicieron atacar gente con perros entrenados. Quemaron a las personas con agua hirviendo, alambres al rojo, cigarros y les practicaron cortaduras de todo tipo. También despellejaron personas, como Norberto Liwsky en la Brigada de Investigaciones de San justo. En muchos campos, en particular en los que dependían de la Fuerza Aérea y la policía, los interrogadores se valieron de todo tipo de abuso sexual. Desde violaciones múltiples a mujeres y a hombres, hasta más de 20 veces consecutivas, así como vejámenes de todo tipo combinados con los método ya mencionados de tortura, como la introducción en el ano y la vagina de objetos metálicos y la posterior aplicación de descargas eléctricas a través de los mismos.

En estos lugares también era frecuente que a una prisionera "le dieran a elegir" entre la violación y la picana. De ahí en más hicieron todo lo que una imaginación perversa y sádica pueda urdir sobre cuerpos totalmente inermes y sin posibilidad de defensa. Lo hicieron sistemáticamente hasta provocar la muerte o la destrucción del hombre, amoldándolo al universo concentracionario, aunque no siempre lo lograron. El abuso con fines informativos, el abuso para modelar y producir sujetos, el abuso arbitrario, todos atributos principales del poder pretendidamente total: saber todo, modelar todo, incluso la vida y la muerte, ser inapelable.

Este artículo reproduce en versiones condensadas las entradas "Homofobia", "Walsh, Rodolfo" y "Tortura", pertenecientes al libro "Diccionario crítico de los 70", de Gustavo Noriega

 
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