En un país donde se respira fútbol, se juega al fútbol en los baldíos, en las plazas, en la calle, se come hablando de fútbol, se duerme vestido de fútbol, somos todos Sampaolis, los seguidores de una banda de rock arengan con cantitos de cancha y la AFA es un tema de Estado, la política no puede estar ajena al único fenómeno transversal que cruza todos los estratos sociales. Los simpatizantes de un partido político se creen hinchas, discuten con pasión en sus casas, en los bares, en las oficinas, en las redes sociales y toman partido por uno u otro con la misma vehemencia que lo hacen por los colores de su camiseta.
En ese orden de pensamiento, el peronismo es lo más parecido a Boca Juniors por eso de lo popular, por la liturgia de la mitad más uno -aunque hay que reconocer que Boca le dio muchas más alegrías a sus seguidores que las que el Justicialismo en ha dado toda su historia a los suyos-. Siguiendo esa línea conceptual, la UCR vendría a ser River Plate. Un equipo centenario respetado por su calidad de juego, aunque tildado por muchos otros de gallina al no haber tenido la valentía de definir los partidos importantes. El radicalismo, al igual que el millonario, se fue a la B. La diferencia es que River volvió de la peor derrota de su historia mucho más competitivo, ganador tanto mental como en el campo de juego, convencido de que el futuro pasa por un esquema de juego moderno. River volvió transformado en el PRO, que es la base troncal de Cambiemos.
Aunque le duela en el alma a los peronistas de pura cepa, aquellos que entienden que se gana o se pierde, el kirchnerismo usurpó su partido y a partir de ahí tomó vida propia. Es la facción de la barrabrava que durante 12 años se adueñó de la institución, se peleó con la historia, le faltó el respeto a la mayoría de sus referentes, quiso imponer algunas promesas que entienden el futbol desde la comodidad de una Playstation, mientras tomó el control de la comisión directiva, de la venta de jugadores, de los puestos de Paty, de los trapitos que acomodan los autos afuera del estadio, a la par que sembraba el terror en el vestuario, en los pasillos e incluso, para dirimir internas, llegó a entrar a los tiros en la confitería del club mientras los socios que no tenían nada que ver salían corriendo asustados.
A partir de diciembre de 2015 todo cambió. Pero cambió más allá de una elección. Cambió porque la gente que mira el partido desde la popular se cansó de que le digan que el país va a salir campeón mientras las calles no están asfaltadas, las rutas destruídas, el agua potable no llega hasta la puerta, el gas lo tienen que comprar al doble en garrafa, los dirigentes circulan en autos importados, mientras ellos viven en la misma casa de chapa de siempre, van al trabajo en tres colectivos y llegan a fin de mes con lo justo. Peor aun, vieron cómo en los últimos tiempos otros países cercanos, que históricamente estaban en la mitad de la tabla, empezaron a pelear campeonatos.
Más allá de las chicanas, del folclore de las hinchadas, el peronismo no sería la mejor expresión del peronismo si no existiera Cambiemos. De la misma manera que Cambiemos no llegará nunca a ser campeón si no existe un peronismo que le pelee la punta siempre. Pero no cualquier peronismo. Estamos hablando de un peronismo que se anime a hacer una profunda autocrítica. Uno que entienda que no puede vivir de la gloria de torneos pasados, del bombo, del chori, de los trapos. En la era del gol grabado con un celular y reenviado al instante por WhatsApp, el hincha exige buen juego y resultados. Por eso la defensa es a la institución, a lo que significa un partido con más de 70 años de historia. El que debería seguir existiendo cuando nosotros no estemos, siempre y cuando entienda que debe convivir en un nuevo mundo, el de la política transparente y responsable.
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El kirchnerismo no conoce de grises. Es el entretiempo del Panadero. Si sabe que no va a ganar, quema las naves. Una práctica descontrolada que no debería ocupar lugar alguno en la historia que comenzó a escribirse un año y medio atrás. La nueva era de la que hablamos está habitada por gente inteligente que no tiene problema en reconocer cuando se equivoca y, sobre todo, entiende que culpar a los demás y a las circunstancias es una forma fácil de no asumir la propia responsabilidad.
Máximo negando que no puede pisar Santa Cruz porque lo linchan. Su hermana negando la fortuna que acumuló vendiendo productos por catálogo. Su tía negando el fracaso de 25 años de desidia en una provincia con menos habitantes que Vicente López. La Cámpora negando su enorme vocación de piantar votos. Aníbal Fernández negando que defendió a Duhalde y a Menem con la misma vehemencia que presidió el club de fans de Néstor y Cristina. Guillermo Moreno negando hasta el último día de su vida los índices del INDEC. Axel Kiciloff negando el cepo cambiario. Hebe negando a Schoklender. D'Elía negando a Irán. Boudou negando a Ciccone. Baradel negando a cientos de miles de alumnos. Scioli negando a sus hijas. Massa negando su pasado. Alberto Fernández negando a Massa. Randazzo negando a Cristina. En fin.
El muchacho que ilustra esta nota debería ser juzgado solamente por haber manchado la historia del partido que dice que representa, aunque no reconozca que alquiló el logo como marco de contención de sus propias aspiraciones. Si es él quien arengó durante los últimos tiempos a sus compañeros a que sigan jugando cuando el resto no podía abrir los ojos irritados por el desastre en el que habían transformado el país. Es el mismo que aplaudió de manera cómplice a la barrabrava antes de irse del campo de juego. Por tipos como él, el peronismo cayó tan bajo. Pero en lo que a nosotros respecta, no deberíamos darle el gusto de que manche a su club. Porque Boca sin River y River sin Boca, son una versión que no le sirve a la pelota. Vamos a jugar en serio.