Eran los primeros días de marzo de 1978 en París cuando Rubén, un ex preso político, salía de una reunión del COBA (Comité de Boicot al Mundial de Fútbol en la Argentina) junto a un compañero. En ese momento, fueron abordados por "un rubio, de cara gordita" -así lo recuerda Rubén- que había participado del encuentro, en el que alguien, al final, anunció una peña en el CAIS, el Comité Argentino de Información y Solidaridad que agrupaba al exilio argentino. El desconocido le preguntó a Rubén si él iba al CAIS. Él le contestó que sí e intercambiaron algunas pocas palabras más, pero suficientes para que el hombre averiguara su nombre de pila y le diese a cambio bastante información -demasiada para el nivel de paranoia que reinaba entre los exiliados argentinos en ese tiempo-: que se llamaba Alberto Escudero, que venía de Holanda, que tenía un familiar preso…
Para entender lo que sigue, hay que tener en cuenta el clima que se vivía en la comunidad de exiliados argentinos. Por empezar, nadie llegaba de motu propio al CAIS, porque aunque su funcionamiento era público -en los salones de la Iglesia Saint-Eustache, generosamente cedidos a los refugiados sudamericanos para sus reuniones, en el barrio de Les Halles, en el corazón de París- no se podía asistir a una reunión si no se llegaba de la mano de alguien, recomendado por un integrante del Centro que pudiera dar fe de que la persona nueva era quien decía ser.
Por otra parte, el lema de la clandestinidad -"no preguntes, no cuentes, no dejes que te cuenten"- seguía operando en el exilio, aunque lógicamente flexibilizado. Pero a nadie se le ocurría preguntar nombre y apellido de nadie o direcciones u otros datos personales. Bastaba con un nombre de pila o un sobrenombre: Cacho, Pancho, Cali, Chuchi…
Otro elemento que jugó en contra de "Escudero" fue el caso Valenzuela: un integrante de Montoneros secuestrado por el Ejército en Rosario y llevado en enero de 1978 a México para un operativo de infiltración que fracasó por el coraje del prisionero. No vamos a detallar aquí toda la historia; basta decir que gracias a Tulio Valenzuela se supo que existían los llamados "chupados": así designaban los militares a personas cuya condición de secuestrados ellos ocultaban para volverlos a poner en contacto con sus compañeros y así capturar a más gente.
Rodolfo Galimberti llegó en esos días a París con su esposa, Julieta Bullrich. Venía de México, donde había hablado con Valenzuela. Desde hacía un año, estaba reorganizando a los exiliados vinculados a la Juventud Peronista y a Montoneros dispersos por el mundo. Reunió a los que había en París y les advirtió de la posibilidad de que los militares intentaran infiltrar a los exiliados con sus propios camaradas "quebrados".
Un compañero al que llamaremos Lucho estaba en esos días participando de la organización de la peña en el CAIS. Imbuido de las advertencias de Galimberti, sugirió armar un servicio de orden, para controlar quién entraba, evitar provocaciones, etcétera. Vale aclarar que el CAIS era "apartidario" o plural si se quiere. Allí convivían Montoneros, ERP y varias corrientes trotskistas, pero los participantes lo hacían a título personal. La tarea principal era la denuncia de la represión ilegal en la Argentina. Todavía no se tenía dimensión de todo lo que estaba pasando y, además, en el caso de nuestro país, debíamos lidiar con la cerrada negativa de los Partidos Comunistas -que en Europa eran muy poderosos- a admitir lo que estaba pasando en Argentina: como la dictadura militar era socia comercial de Moscú, desde la URSS les bajaban la línea de "cuidar" a Videla…
Volvamos a la historia. En ese contexto de mayor alerta, llega "Escudero" al CAIS, aquella noche de la peña, pocos días antes del segundo aniversario del golpe. Como buen militar, llegó temprano, demasiado temprano, y por eso se topó con Lucho, que estaba en la puerta, atento. Astuto, Escudero mencionó a Rubén, como referencia. Él lo había invitado a la peña, dijo.
Esa noche, nuevamente incurrió en el error de hablar demasiado. A Lucho le dijo que venía de Holanda, donde tenía un tío que trabajaba en un astillero, en Leyden. (Allí llevaba la Marina sus buques para repararlos). Que había militado en zona norte, y ahora quería volver a conectarse con la organización. Escudero no lo sabía, pero también Lucho era de esa zona. Otra casualidad que le jugó en contra. ¿A quién conociste de zona norte? A Julio Urien (justamente un marino que había dejado la fuerza para sumarse a Montoneros). A ese lo conoce todo el mundo, pensó Lucho.
Desconfió de entrada. Pensó que podía estar frente a uno de esos "chupados" de los que le había hablado Galimberti, a quien informó de esta sospechosa aparición en el CAIS. "Parece un militante de la JUP", dijo. "Describímelo", le pidió Galimberti. "Debe ser de la Marina", sentenció. ¿Por qué? Son clase media los marinos. ¿Mocasines marrones? Sí. Es un militar. Ellos siempre, cuando están de civil, usan calzado marrón… El atuendo se completaba con vaqueros y una campera liviana, azul. "Un niño bien", recuerda Lucho.
Alejandra Molfino, una ex presa política que tras su liberación en el 77 vivía en París, estaba a cargo de la comisión de organización del CAIS. "Escudero" lo percibió y, como su objetivo era llegar a algún pez gordo, se le pegó como una estampilla. A ella le causaba gracia porque el tipo quería a toda costa engancharse con la "orga", como se la llamaba, y ella no tenía nada que ver con Montoneros; había militado en la Juventud Guevarista. Obviamente, no se lo dijo. De esas cosas no se hablaba.
La "gorda Alicia", que era la responsable de la "orga" en París, convocó a Rubén: "¿Vos trajiste a este compañero (sic)? ¿Lo conocés?".
No, para nada, replicó él y contó cómo había sido el encuentro. Las sospechas crecieron.
De todos modos, por el momento, la directiva fue hacerle "el entre", dejarlo avanzar, mientras se trataba de averiguar algo.
Así llegó el día del acto de conmemoración -y condena, claro- al golpe del 76. Participaban algunos referentes franceses, de los partidos y organizaciones sindicales que respaldaban las denuncias de violaciones de los derechos humanos en Argentina. Fue en una sala prestada por una de esas agrupaciones. Para entonces, Escudero había participado de varias reuniones de la comisión de organización del CAIS y hasta había repulgado empanadas en la casa de una compañera, la Colorada, que casi se desmaya al enterarse más tarde de quién había estado en su departamento…
Alejandra y yo nos habíamos conocido en la cárcel y casi juntas fuimos expulsadas del país. En Francia, compartimos departamento un tiempo y éramos muy cercanas. Quienes la conocieron, la recordarán y coincidirán conmigo en que era una de las personas más encantadoras que hayan conocido. Lo digo así, en pasado, porque una enfermedad se la llevó demasiado pronto, hace un par de años. La noche del acto, yo había quedado en ir a dormir a su casa. Ese día, vi a Escudero por primera y única vez, aunque ya había oído interminables charlas sobre él y cómo llevar adelante su "caso", entre Rodolfo, Lucho y Julieta, en mi departamento.
El acto estaba llegando a su fin, cuando Alejandra se me acerca y me dice que una compañera del PCML (Partido Comunista Marxista Leninista, de tendencia maoísta) había reconocido a Escudero como el "entregador de las monjas" (sic). Las monjas eran las religiosas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, secuestradas en diciembre del 77 junto con diez familiares de presos y desaparecidos, agrupados en lo que era el embrión de Madres de Plaza de Mayo. El caso había conmocionado a la opinión pública francesa y a la comunidad de exiliados.
Mi reacción inicial fue de total incredulidad. El caso de las monjas era muy reciente. ¿Cómo podía ser que el mismo entregador estuviera ahora en París y que encima alguien lo hubiese reconocido? Increíble…
Como yo tenía que esperar a Alejandra, me quedé hasta el final del acto. Recuerdo que acomodamos las sillas y barrimos el local. Un pequeño grupito de gente del CAIS seguía allí. Escudero charlaba con la Colorada. Ahí me acerqué y empecé a prestarle un poco de atención. Entonces hizo algo que me pareció rarísimo. Para demostrarle a la Colorada no recuerdo qué, sacó su pasaporte argentino y lo mostró. Efectivamente, estaba a nombre de Alberto Escudero. Pero, como dije antes, en el contexto de "persecuta" que se vivía, ningún exiliado hacía algo así, revelar su nombre legal con tanta frescura. Sobre todo si aún tenía pasaporte argentino. Un privilegio del que la mayoría carecía, sea porque nunca lo tuvieron, sea porque a los refugiados les era sustituido por un pasaporte de Naciones Unidas.
Aunque me costaba creer lo que me había dicho Alejandra, ya sabía que Escudero era un sospechoso. Su aspecto era inofensivo, sin embargo. Éramos un grupito de cinco o seis que salimos del local esa noche y nos encaminamos hacia el subte más cercano. Alejandra vivía en el distrito 19, en la estación Place des Fêtes que -afortunadamente, pensé luego- quedaba a trasmano; había que hacer dos combinaciones de metro. En la primera bajamos todos. Allí el grupito se dividió en dos. ¿Para dónde van?, preguntó Escudero. ¿Para allá? Yo también. Y se nos pegó nuevamente. Era evidente que quería conocer la casa de Alejandra. Ahí me empecé a inquietar. Con Ale, nos entendimos con la mirada. Entonces, a la siguiente combinación, lo primereamos: ¿Vos para dónde vas? Ay, nosotras para el otro lado… Chau.
Una vez a solas, Alejandra me aclaró el tema. En la cárcel, ella se había hecho muy amiga de una chica del PCML que estaba con nosotras en Villa Devoto. Luego también vino a París. Un preso de ese partido acababa de llegar, como nosotras, directamente desde la cárcel al llamado "refugio" de Massy Palaiseau, en las afueras de París, donde el gobierno francés albergaba a los refugiados durante los primeros meses. Detrás de él, llegó su esposa. Y resulta que ella, como familiar de un preso político, asistía, en Buenos Aires, a las reuniones en la Iglesia de la Santa Cruz. Allí había conocido a Escudero que en ese lugar se hacía llamar Gustavo Niño. Niño intentaba ganarse la confianza de las madres. Algunas, incluso, se preocupaban por él, por su seguridad, le decían que no debía venir a las reuniones, que era peligroso… Es cierto, casi todos los familiares eran mujeres o personas mayores. Un joven era demasiado sospechoso para los militares. Pero claro, Niño no era cualquier joven. Luego de los secuestros de los familiares del grupo de la Santa Cruz y de las religiosas francesas, se esfumó y los sobrevivientes concluyeron con toda lógica que posiblemente había sido él quién señaló a los más comprometidos y activos en el grupo. Y a las monjas.
Podemos imaginar la impresión de la pobre chica cuando lo vio mezclado entre nosotros ese 24 de marzo. Acababa de llegar de Buenos Aires. Ese acto fue su primera salida en París y ahí la llevó el destino.
La noticia cayó como una bomba en la pequeña comunidad de exiliados. ¿Qué hacer? La muchacha del PCML no quería hacer la denuncia. No hubo modo de convencerla. Tenía miedo a las represalias que podían caer sobre su familia.
¿Cómo denunciar ante las autoridades algo que no sabíamos bien qué era y encima anónimamente? Para colmo, muchas manos en un plato hacen garabato. Era difícil mantener "tabicada", como se decía entonces, una información que compartíamos demasiadas personas. Y encima acá opinaban el PCML, el responsable del ERP, Martín Federico, (a quien Alejandra informó), Galimberti -desde las sombras, a través de Lucho-, la gorda Alicia… Era casi imposible ponerse de acuerdo. Los más desubicados querían arrestarlo, una suerte de justicia por mano propia, a la que Galimberti y otros se oponían. Una regla de oro del exilio era no violar ninguna norma del país que generosamente nos acogía. Propuso empezar por fotografiarlo. No era algo tan simple, en tiempos en que no había celulares ni cámaras digitales. Mi hermana, fotógrafa aficionada, montó guardia varios días con su Pentax en el breve trayecto que separaba la salida del subte Les Halles de la puerta del CAIS, en el número 1 de la calle Montmartre, que era en realidad la entrada trasera de la Iglesia Saint-Eustache. A su lado, Lucho, encargado de señalárselo.
Pero Escudero ya no apareció más. Algunos audaces querían seguirlo. Se les dijo que no, pero tal vez lo hicieron y es posible que él lo haya notado. También está la probabilidad de que el dato se haya filtrado por algún otro lado.
Entretanto, se estaban haciendo desesperadas gestiones para tratar de denunciar el tema ante las autoridades con cierta credibilidad. La solución vino de la mano de la Iglesia Católica, a través de Yvonne Pierron, una tercera religiosa francesa que alcanzó a salir de Argentina antes de ser secuestrada, como las otras dos. Ella conocía, por su amiga Alice Domon, el caso Gustavo Niño. La había escuchado hablar de él y había sentido desconfianza.
Yo, cardenal Marty, arzobispo de París, abajo firmante, doy fe de que este testimonio es verdadero
Cuando se enteró de que había sido visto en Francia, contactó al Arzobispo de París, el cardenal François Marty, quien recibió el testimonio de la chica del PCML, por escrito, y lo rubricó de puño y letra: "Yo, cardenal Marty, Arzobispo de París, abajo firmante, doy fe de que este testimonio es verdadero". Ese documento fue dado a conocer a la prensa. Marty era un hombre de gran prestigio.
Entre idas y venidas, ya era 12 de abril. Ese día, la noticia estuvo en la primera plana de varios diarios franceses: Le Monde, Le Matin, Libération. La policía argentina persigue a los exiliados en París, decían los titulares. Recordemos que nadie sabía aún quién era realmente Escudero. ¿Un "servicio" civil, un militar o un militante "quebrado"?
Recién unos meses después, en julio, cuando Jaime Dri logró fugarse de sus captores de la ESMA, que lo habían llevado a la frontera con Paraguay, supimos que "Escudero-Niño" era ni más ni menos que un oficial de la Marina y que se llamaba Alfredo Astiz.
Fue un nuevo impacto esta revelación. Dri estaba en la ESMA cuando Astiz volvió luego de su frustrado intento de infiltrar a los exiliados y contó cómo los camaradas del marino se burlaban de su fracaso.
¿Qué buscaba exactamente Astiz? ¿O sus jefes? Al día de hoy no lo sabemos con certeza. Lucho dice que quizás quería matar a "Patricia", Adriana Lesgart, una militante de emblemático apellido ya que su hermana, Susana, casada con Fernando Vaca Narvaja, había sido fusilada en Trelew en agosto de 1972, luego de un intento de fuga. "Patricia" y Vaca Narvaja estaban en París, de paso, cuando vino Astiz. El segundo, informado del caso, no le dio importancia al tema. Adriana Lesgart estuvo, discretamente, en aquella peña del CAIS. ¿Lo supo Astiz?
No es descabellado pensar que, agotada ya la cacería de militantes en el país, la dictadura haya decidido ir por los cuadros sobrevivientes que habían logrado refugiarse en el exterior. A varios de los que estaban en países vecinos pudieron capturarlos gracias a la cooperación de las otras dictaduras que gobernaban Uruguay, Paraguay o Brasil. Hasta Perú llegó la acción represiva.
En México y en Europa era un poco más difícil, pero igual lo intentaron. Lo triste es que, como había sucedido en el país, todas las decisiones de la conducción de Montoneros fueron funcionales a la estrategia represiva de las Fuerzas Armadas. Desde el pase a la clandestinidad en 1974, que dejó indefensos a los compañeros que tenían inserción en los llamados frentes de masas: barrios, universidades, colegios y fábricas, hasta la Contraofensiva de 1979 y 1980, pasando por operaciones militares delirantes que completaron el aislamiento político de la organización facilitando luego el exterminio físico -como el asesinato de Rucci o el asalto a un cuartel en Formosa-, la falta de recursos y un funcionamiento encuadrado y verticalista que comprometía la seguridad de todos –como se cansó de advertir Rodolfo Walsh-; en suma, toda la estrategia de Mario Firmenich y compañía sirvió a los intereses de la maquinaria represiva ilegal. Un punto que está ausente de la Memoria y Verdad hegemónicas de estos años. También de la Justicia, desde luego.
De hecho, pocos meses después de aquel episodio en París, los militares ya no necesitaron infiltrar a un Astiz entre los exiliados. Los propios jefes montoneros se encargaron de reunir a los cuadros y enviarlos "clandestinos" a la Argentina en una operación conocida de antemano por los servicios de inteligencia en el país.
Recientemente, se completó la etapa de instrucción de la causa de la Contraofensiva, en la que cayeron unos 80 cuadros montoneros. Pero cuando se inicie el juicio, en el banquillo van a faltar varios responsables.
Tomemos precisamente el caso de Adriana Lesgart. A sus jefes no se les ocurrió mejor idea que mandarla a la Argentina, pero no totalmente clandestina, como debió ser, sino que le ordenaron ir a hacer la cola junto a las demás víctimas que fueron a denunciar secuestros y torturas ante la comisión de la CIDH que visitó el país. Pero ella no era un familiar más –aunque tenía a su esposo desaparecido-; era una de las personas más buscadas por los militares. Sus jefes la regalaron.
La CIDH llegó al país el 6 de septiembre de 1979. Y, según cuenta Marcelo Larraquy en dos de sus libros (Fuimos soldados y Los 70. Una historia violenta), Adriana Lesgart fue secuestrada el 21 de ese mismo mes, cuando iba una última vez a la sede, el día que la comisión concluía su trabajo en Argentina. Algo absolutamente previsible. Y evitable.
Por un lado, causa admiración el coraje de los Valenzuela, los Dri o las Lesgart. Pero por el otro, ¿no va siendo hora de que todos asuman la responsabilidad que tuvieron? Porque no hubo dos demonios sino uno solo, la violencia, que unos desataron sin límites y otros sirvieron con su estrategia como mínimo suicida.
El almirante Emilio Massera murió cobardemente, culpando a sus subordinados por crímenes que había ordenado pero de los que nunca se hizo cargo.
Y los jefes supérstites montoneros se escudan en el relato de estos años para eludir su parte de responsabilidad en el exterminio de la propia organización.
Pero una sociedad herida no puede mirar permanentemente hacia el pasado si quiere avanzar. Y no habrá reconciliación sin verdad.
Esta historia -que no es inédita, aunque nunca se contó con tantos detalles- sirve por un lado para recordar a los muchos que se solidarizaron con las víctimas argentinas. Francia, como como tantos otros países, fue tierra de asilo. La Iglesia francesa, sindicatos, partidos y asociaciones aportaron una ayuda invalorable.
Pero también debe servir para ver lo que falta. Todavía se sigue negando la condición de víctimas a los del "otro lado". Todavía son innombrables las tumbas sin nombre y los niños -hoy adultos- sin identidad.
Es necesario cerrar este capítulo de la historia, reconociendo a todas las víctimas de la violencia e informando el paradero de los que aún están desaparecidos para que todos los familiares puedan cerrar el duelo y honrar a sus muertos.
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