En 1936 disputaban el poder quienes defendían la democracia republicana y quienes ansiaban el regreso de la monarquía o la implantación de una dictadura militar. También lo hacían quienes ya habían probado el sabor de la revolución, renegaban del parlamentarismo y aborrecían todo lo que tuviera que ver con las clases privilegiadas. Pero en ese año tormentoso no solo tomaba cuerpo la lucha de clases; lo que se avecinaba, además, era el enfrentamiento entre religiosos y laicos, nacionalistas de distinto cuño, españoles de derecha y de izquierda y, dentro de estos últimos, las desavenencias (que llegarían a ser sangrientas) entre socialistas, comunistas, comunistas disidentes y anarquistas.
En rigor de verdad, no había dos Españas sino tres. Quizás más.
Un abigarrado y complejo mapa ideológico, donde se podían distinguir al menos tres grandes proyectos políticos en pugna. Eran los mismos que, desde la década del veinte, venían poniendo en jaque a toda Europa. Se los conoce como "las tres erres": reforma, reacción, revolución. En otros términos: los sectores reformistas, que proponían la construcción de un Estado democrático capaz de conciliar la economía capitalista con la colaboración de clases, se enfrentaban con los partidarios de una reacción que estableciese un Estado autoritario, orientado a suprimir toda disputa de clase e instalar una dura disciplina social. Contraponiéndose a estas dos posturas estaban los revolucionarios, que clamaban por la destrucción del sistema capitalista y su sustitución por un régimen comunista o, del lado de los anarquistas, por un modelo libertario y colectivista.
En el caso español, la guerra que estalló en el verano de 1936 produjo el colapso del Estado republicano, lo que derivaría en una situación abiertamente revolucionaria. Uno de los objetivos de los sublevados contra el gobierno republicano era eliminar toda posibilidad de ejercicio revolucionario en territorio español. La gran paradoja: el alzamiento terminaría detonando aquello que quería evitar.
¿Anticipaban algo de esto los hombres que, unos seis meses antes, se disponían a encarar un nuevo ciclo de gobierno? Por lo pronto, el clima social no se mostraba precisamente plácido. Las agrupaciones de izquierda que nutrían el Frente Popular habían ganado las elecciones por muy poco margen con respecto a la coalición de derechas a la que se habían enfrentado (una diferencia de menos del 2%); no obstante, el entusiasmo era mayúsculo. Los sectores de la derecha contemplaban, espantados, los festejos que colmaban las calles y las multitudes que, sin esperar la sanción del prometido decreto de amnistía, tomaban las cárceles y liberaban a los presos políticos.
Manuel Azaña, ungido presidente de la República, conformó un gabinete a todas luces moderado: solo miembros de partidos republicanos; ningún representante del PSOE o cualquier otra agrupación de izquierda. Sin embargo, y pese a este evidente –al menos en lo que hacía a la gestión estatal– hacerse a un lado de los sectores más radicalizados del Frente Popular, "los políticos de la derecha reaccionaron como si los bolcheviques se hubiesen apoderado del gobierno de España", mientras la Iglesia "hacía un llamado a la España católica para que cumpliese su destino histórico y salvara a la nación de los peligros del laicismo y el socialismo", describe el historiador británico Antony Beevor.
En este contexto el gobierno intentaba, básicamente, retomar la senda del "bienio reformista": se concedió oficialmente la amnistía para los presos de octubre de 1934, se reestructuraron los mandos militares (intentando alejar de Madrid a los cuadros sospechosos de golpismo; entre ellos, Francisco Franco, quien fue enviado como comandante general a las islas Canarias), se reanudaron los trabajos del Instituto de Reforma Agraria y se reabrió el Parlamento catalán.
Pero la convulsión social no daba tregua.
El 19 de febrero, a poco de conocerse los resultados de las elecciones, comenzó un intenso ciclo de huelgas. Obreros y jornaleros reclamaban la reincorporación de los despedidos durante el "bienio negro". Pedían también la recuperación salarial, la nacionalización de los medios de transporte, mejoras en las condiciones de trabajo. Cualquier reivindicación coyuntural derivaba rápidamente en huelga política.
La violencia comenzó a impregnar la vida de todos los días. La mayoría de las juventudes políticas se entrenaba en el uso de armas, prácticamente a la vista de todos. Lo hacían los sectores de izquierda, entre ellos, el PSOE. También los grupos de derecha.
Los carlistas, monárquicos que no defendían el regreso de Alfonso XIII, sino el de un descendiente de otra rama de la dinastía de los Borbones, habían creado su propia fuerza de choque: los requetés. También llamados "boinas rojas" –por el gorro que caracterizaba su uniforme–, se habían hecho fuertes en Navarra y allí hacían sus prácticas de combate.
Por esos días también asomaba al convulso escenario político la Falange Española, minúscula agrupación de derecha surgida en 1933, destinada a tener un enorme protagonismo en los tiempos por venir. Creada por José Antonio Primo de Rivera (hijo del antiguo dictador) e inspirada en el fascio italiano, supo atraer las simpatías de muchos literatos y jóvenes aristócratas, imbuidos del fervor revolucionario de la época, pero visceralmente refractarios a las prácticas izquierdistas.
"Siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización." Esta frase de Oswald Spengler, filósofo e historiador alemán, autor de La decadencia de Occidente, era una de las favoritas de José Antonio y sus seguidores, cultores del militarismo y cierta lírica exaltación de la violencia. Solían reunirse en los mismos bares de la calle Alcalá donde recalaban incipientes y elegantes escritores de izquierda. De mesa a mesa partían las provocaciones jocosas, los contrapuntos retóricos, quizás algún insulto. La ríspida aceleración de los tiempos políticos pronto iba a transformar aquellos amables enfrentamientos entre copas en discusiones de trinchera a trinchera, fusil contra fusil.
De hecho, en los meses calientes de la primavera y el verano de 1936, la Falange ya se había convertido en una agresiva fuerza de choque: era frecuentes sus sangrientos ataques callejeros a obreros, militantes de izquierda e incluso republicanos liberales. Dos respetados políticos, el socialista moderado Luis Jiménez de Asúa y el socialista por entonces radicalizado Francisco Largo Caballero, fueron víctimas –y azorados sobrevivientes– de sendos atentados promovidos por una Falange cada vez más audaz.
La conflictividad social se desmadraba y la percepción general era que el gobierno apenas si podía contener o seguir el ritmo de los acontecimientos. El 12 de julio esta sensación entró en zona crítica. Ese día, un grupo de falangistas asesinó al teniente José del Castillo, integrante de la Guardia de Asalto. Las razones por las que la Falange podría detestar a Castillo eran varias: no solo la Guardia de Asalto era una fuerza creada por el gobierno republicano y había participado en la represión de algunos disturbios protagonizados por los falangistas; también se decía que Castillo estaba colaborando con la formación militar de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), integradas por socialistas y comunistas.
La reacción no se hizo esperar. Al día siguiente, un grupo de guardias de asalto se presentó en la casa de José Calvo Sotelo, ex ministro de Hacienda del dictador Primo de Rivera y cuadro de la extrema derecha que, desde su escaño en las Cortes, venía sosteniendo encendidos discursos contra el sistema republicano e incitando a la sublevación militar. A Calvo Sotelo se le aplicó un "paseo", término que se haría tristemente célebre y frecuente durante la guerra: obligado a subir a un vehículo, fue llevado a las afueras de la ciudad y asesinado a tiros. El cuerpo amaneció abandonado en un descampado.
El asesinato de Calvo Sotelo convulsionó a todo el arco conservador. Su entierro se convirtió en una inmensa manifestación política de las derechas; su muerte, en la gran justificación para un alzamiento militar que, de todos modos, ya tenía fecha y se venía planificando desde el mismo día en que el Frente Popular accedió al poder.
El mismo Francisco Franco, especialmente odiado por la izquierda por su papel en la represión de 1934, no se tomó demasiado tiempo tras conocerse los resultados de aquellas elecciones: cauteloso pero contundente, sugirió la posibilidad de un golpe de Estado a las autoridades de la gestión derrotada por las urnas. Su propuesta fue desoída. Poco tiempo después, el antiguo combatiente del Rif sería enviado a las islas Canarias por el gobierno de Azaña, que estaba relativamente al tanto de los movimientos conspirativos.
Poco efecto tuvo esa suerte de destierro simbólico. En paralelo al ofrecimiento de Franco, se sucedían los encuentros más o menos secretos entre representantes de sectores monárquicos, la Falange de José Antonio Primo de Rivera y algunos referentes del Ejército. Los conspiradores establecieron vías de diálogo con Italia, cuyo gobierno accedió a prestarles ayuda material, armas y dinero. El general Sanjurjo, en el exilio tras el fracasado levantamiento de 1932, viajó a Alemania en busca de contactos y apoyo.
El plan era que Franco se trasladase de Canarias a Marruecos y, una vez allí, se pusiera al frente del consolidado Ejército de África. Mientras tanto, los conspiradores evaluaban a generales y oficiales, estableciendo quiénes daban señales de una futura fidelidad al gobierno legal y quiénes podrían ser potenciales golpistas. Se fijaron las fechas: 18, 19 y 20 de julio. En esos tres días se tomarían ciudades y zonas clave para obtener el control de todo el país. Franco sublevaría Marruecos; Manuel Goded, Cataluña; Gonzalo Queipo de Llano, Sevilla; Emilio Mola, Navarra. Otros militares se ocuparían de Zaragoza, Valladolid, Madrid, Valencia.
La preparación del golpe era un secreto a voces; toda España lo esperaba. Sin embargo, la dirigencia republicana, presa de una inexplicable inercia, oscilaba entre los intentos por disuadir a los sectores ligados a la conspiración, la confianza en que la mayor parte del Ejército se mantendría leal a la República y una inquietante dificultad para calibrar el nivel de peligro en el que realmente se encontraba. Obreros y militantes tomaban sus propias medidas: muchas de las armas que tras la represión de 1934 se habían preservado celosamente de las requisas oficiales fueron sacadas de sus escondites.
Y llegó el día.
El 18 de julio, tras tomar Marruecos, el levantamiento militar se extendió al resto de las localidades previstas. Pero algo no salió como estaba planificado. En el minucioso armado del alzamiento, los conspiradores no habían contemplado la posibilidad de una resistencia efectiva. Que la hubo y, más que efectiva, fue feroz. En prácticamente todas las ciudades, el alzamiento se encontró con una multitud de civiles enardecidos, dispuestos, por la diversidad de razones que fuera, a defender a "su" República. La sangre manó, abundante. La dinamita reemplazó la carencia de armas. Hubo hasta actos suicidas: a falta de cañones, camiones cargados de explosivos se estrellaban contra las guarniciones sublevadas.
La resolución rápida, el simple "paseo" de Marruecos a Madrid, no habían acontecido. Aunque maltrecho, el gobierno legal de España seguía en pie. A fines de julio, ya no cabían dudas: el golpe de Estado había fracasado. Lo que se iniciaba era una guerra civil.
La primera reacción de las organizaciones obreras fue decretar la huelga general, tomar las calles y pedir armas a un gobierno que seguía debatiéndose entre la incredulidad, la necesidad de detener la avanzada golpista y el temor a la escalada revolucionaria que sin duda se desataría si las poderosas centrales gremiales, la CNT anarquista y la UGT socialista, se armaban.
Marruecos, Baleares, Valladolid, Burgos, Oviedo, Zaragoza y Sevilla habían caído en manos de los sublevados, quienes pasarían a llamarse "los nacionales" (por su defensa de una España única, católica y enemiga del "marxismo extranjerizante"). Barcelona, Madrid, Valencia, Málaga y Bilbao resistían, del lado de los que de aquí en adelante serían denominados por sus enemigos "los rojos": todos los que quedaban del lado de la República, desde los anarquistas más extremos hasta el más moderado de los liberales, considerados, en su conjunto, "marxistas, ateos y enemigos de la civilización occidental".
Inesperadamente, la Armada se había revelado, casi en su conjunto, "roja": cuando sonaron los primeros llamados al alzamiento, los marinos no acataron las órdenes de sus superiores, a quienes redujeron, y se manifestaron leales a la República. Ese fue el primer dolor de cabeza del alzamiento: Franco, que contaba con la flota de la Armada, se vio repentinamente varado en África. Ya había alistado a la Legión fuerzas marroquíes que por esos días constituían la fuerza de combate terrestre más entrenada de España. Pero no tenía barcos con que trasladar a esa gran carta "nacional" al continente. La sublevación, sin el aporte de las aguerridas tropas africanas, perdía tiempo y empuje. Al cabo de unos días, llegó la solución. El 29 de julio, diez flamantes aviones de transporte alemanes y doce italianos aterrizaron en Marruecos. Alemania e Italia, en lo que sería su primera acción de ayuda evidente al levantamiento militar, habían enviado la dotación de unidades de transporte que, finalmente, permitiría el cruce entre Marruecos y el sur de España.
Mientras tanto, en Madrid, el gobierno republicano también dilapidaba un tiempo precioso. El Ejecutivo se tomó dos días de cavilaciones hasta aceptar la gravedad de los hechos. Al cabo de ese tiempo, disolvió el Ejército por decreto, abrió los arsenales de armas y los puso a disposición de las organizaciones obreras. Fue el primer paso hacia la formación de las míticas milicias populares de la guerra civil. Algunos historiadores aventuran que, de haberse tomado esa medida mucho antes, los posicionamientos iniciales hubieran sido distintos, lo que incluso podría haber modificado el curso del conflicto. Lo cierto es que cuarenta y ocho horas después de producirse el alzamiento, España estaba virtualmente partida en dos, en una suerte de momentáneo equilibrio de fuerzas.
Y seguían ocurriendo hechos destinados a marcar a fuego el carácter de la contienda.
Del lado "nacional", Sanjurjo, el militar en quien los sublevados confiaban poner la dirección de todos sus futuros movimientos, había muerto en un accidente aéreo, justamente cuando intentaba regresar a territorio español desde Portugal. Su lugar a la cabeza de la rebelión pasaría a ser ocupado por Francisco Franco.
Del lado "rojo" se iniciaba una etapa de enorme conflictividad, signada por la carencia de ejército propio, la necesidad urgente de organizar una respuesta bélica frente a los sublevados y la tarea casi imposible de poner de acuerdo a quienes insistían en defender las instituciones democráticas y quienes querían dar inicio inmediato a la revolución social.
El artículo es una versión condensada del capítulo "Estalla la guerra" del flamante libro "Todo lo que necesitás saber sobre la Guerra Civil Española", de Diana Fernández Irusta (Paidós)