A 50 años del golpe de 1966: un tiempo en el que todos eran víctimas y victimarios

Por Claudio Chaves

Arturo Umberto Illia, su presidencia duró del 12 de octubre de 1963 al 28 de junio de 1966

Una primera reflexión sobre el abordaje de la década del 60 del siglo XX obliga al historiador o al cientista social a despojarse de aquellos principios y valores del presente, capaces de contaminar el escenario a estudiar. Similar a la labor del arqueólogo que se ve obligado a preservar el ambiente donde su pieza fue hallada. Pues texto y contexto definen al conjunto.

De modo que una aproximación al momento indica que, al menos en América Latina, seguían vigentes en los años 60 los fundamentos ideológicos forjados luego de la Primera Guerra Mundial. El nacionalismo y el comunismo surgidos de las ruinas bélicas impusieron a fuerza de revolución y golpes de mano su intemperancia de vértigo. La industrialización forzosa desde el centro del Estado como valor único de redención económica. La democracia de masas por fuera de la vida institucional, a la que se juzgaba perezosa, lenta y formal. El intervencionismo de Estado y la consecuente planificación económica como remedio a las fuerzas inorgánicas del capitalismo. Y una valoración de la fuerza como método de resolución de los conflictos sociales. Fueron estos algunos de los principios vigentes que permearon a la totalidad de los partidos políticos argentinos, sin excepción.

Ingresamos a la década del sesenta arrastrando sin resolver el malestar social y político ocasionado por el desplazamiento revolucionario del peronismo, en setiembre de 1955. Malestar hacia ambos lados del conflicto. El peronismo, por su proscripción, persecución y extrañamiento de la vida política, y la Revolución Libertadora, por su evidente fracaso en todos los frentes. Su última jugada antes de ingresar en el túnel del descrédito, le salió mal. Apostaron a que la Unión Cívica Radical fuese la heredera del golpe septembrino, capaz de cuidar sus espaldas al dejar el poder. Pero el viejo partido de Hipóliyo Yrigoyen se quebró y todo se fue al demonio. Apareció la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP) bajo la conducción de Ricardo Balbín, amigable con los golpistas, y la Unión Cívica Radical Intransigente que, bajo la conducción de Arturo Frondizi, se alejó lentamente del golpe acercándose al peronismo interdicto, incluyendo por ejemplo en su gobierno acuerdos petroleros con empresas norteamericanas similares a los procurados por Perón con la California. El acuerdo Perón-Frondizi fue, de algún modo, un intento fallido de solución democrática y de integración política en una época que no creía en esos valores.

Ricardo Balbín y Arturo Frondizi, referentes de las dos corrientes en que se dividió el radicalismo a fines de la década del 50

Perón aceptó el acuerdo para retornar indirectamente a la vida política y obtener de esa manera una solución para su electorado, al comprometerse el candidato intransigente a la sanción de una Ley de Asociaciones Profesionales que permitiera el retorno de los dirigentes sindicales peronistas a los gremios y un aumento masivo de salarios que finalmente Frondizi realizó en el cálculo de alzarse con el peronismo si las cosas le iban bien. Los militares "libertadores" más antiperonistas observaron horrorizados su fracaso, a la espera de enmendar lo actuado y desplazar a don Arturo por su espurio acceso a la Casa Rosada. La espera dio sus frutos, aunque en treinta oportunidades intentaron apurar el trámite, pues Frondizi, convencido de que después de cuatro años de gobierno los guarismos electorales le serían favorables, convocó a elecciones a gobernadores en catorce provincias, tranquilizando a los militares pues su triunfo estaba asegurado, fundamentalmente en la provincia de Buenos Aires. Las cosas no salieron como pensaba y el peronismo ganó en diez provincias, camuflado bajo distintos nombres: Unión Popular, Bandera Popular, Tres Banderas, Partido Laborista, entre otros. Frondizi perdió en Buenos Aires y su futuro acabó allí. Su primera reacción fue intervenir las provincias, pero eso no afectaba a los ganadores sino que desplazaba a los gobernadores salientes, de modo que los militares no esperaron más y lo desalojaron del poder, anulando inmediatamente el acto electoral. Se avecinaban tiempos peores.

Del antiguo bloque compacto del anti peronismo del 55 no quedaba nada. El radicalismo, dividido y enfrentado (la UCRP de Balbín había incluso apoyado el desplazamiento de Frondizi), los conservadores, divididos, los socialistas, divididos, los liberales, igualmente divididos, y, lo más grave, los propios militares golpistas divididos: azules y colorados. Los azules por otra parte tampoco eran unívocos: estaban los que procuraban integrar al peronismo sobre la base de olvidar a Perón, razón por la que miraron con simpatías a Frondizi, quedando encolerizados con sus pares antiperonistas extremos (colorados) que lo habían echado del poder; estaban también los que pugnaban por una Dictadura Militar con apoyo corporativo de empresarios, obreros y la Iglesia Católica.

Los colorados, por su lado, buscaban lisa y llanamente una Dictadura que erradicara, para siempre y como fuera, al peronismo y a sus amigos, contando para la faena con el apoyo de algunos partidos "democráticos" como la UCRP de Balbín o el socialismo de Américo Ghioldi, capaces de adornarlos con algún ropaje popular. Los colorados también tuvieron deserciones, como fue el caso del general Pedro Eugenio Aramburu, que los abandonó al crear un partido, Udelpa (Unión del Pueblo Argentino), pergeñando la osada idea de integrar al peronismo a la vida institucional. El asunto no era sencillo puesto que la democracia social que proponía el justicialismo llevaba implícita la idea de revolución permanente, algunas veces por encima de las instituciones republicanas (aunque el General luego de los bombardeos de junio del 55 aseguró que la revolución había terminado); esta concepción de democracia plebeya había que trocarla necesariamente por una "democracia formal" que integrara al caudillo al libre juego de las instituciones y la división de poderes. Y esto requería un esfuerzo de ambos sectores. Lamentablemente no pudo darse por aquellos años.

El general Pedro Eugenio Aramburu

Azules y Colorados se enfrentaron en setiembre de 1962 y en abril de 1963, venciendo los primeros bajo la Jefatura del general Juan Carlos Onganía. Fueron convocadas nuevas elecciones a realizarse ese año. Frondizi y Perón acordaron una fórmula conformada por Vicente Solano Lima y Carlos Sylvestre Begnis. Balbín, jefe de la UCRP, desistió de su candidatura, porque imaginaba un tercer puesto detrás de Solano Lima y Aramburu, prohijando la fórmula Arturo Umberto Illia y Carlos Perette. Pero las cosas mudaban día a día y, al ser proscripta la candidatura de Solano Lima y Sylvestre Begnis, la compulsa se dio entre Illia, Aramburu y Oscar Alende, que ya había tomado distancia de Frondizi. Balbín, sorprendido en su mal cálculo, rumió un enorme disgusto, al triunfar la fórmula radical que él no había querido integrar.

Illia asume la presidencia con el 25% de los votos frente a un 20% en blanco, duramente peronista, con un Ejército en manos de los Azules que ya no creían en la UCRP y que, con la sangre en el ojo, esperaban el momento de devolverle el golpe, por la responsabilidad que le cupo a Balbín en el derrocamiento de Frondizi. La UCRP pagaría su tributo en carne propia al golpismo que había iniciado pues todas las formaciones políticas de entonces fueron víctimas y victimarias. El peronismo, al ver cerradas las puertas de acceso a la vida política, pegó un violento giro a la izquierda, complicando su institucionalización, y el sindicalismo, al ver trabado el retorno de Perón en diciembre de 1964 –el general fue retenido en Brasil por orden de Illia-, adhiere a la posibilidad de que algún militar eche a andar un nuevo proceso "popular". Lo cierto fue que ni el peronismo lograba imponerse, ni el antiperonismo alcanzaba el éxito final. Buscaban destruirse y no lo lograban. Cargaban sus mochilas con el odio propio de una etapa que se niega a resolver las diferencias en el marco de las instituciones. Si bien se mira, todo estaba dado para el juego virtuoso de la democracia, donde las diferencias son la fortaleza del sistema. Lamentablemente no era el tiempo ni la hora. Illia, dispuesto a permitir la participación electoral del peronismo, avaló su asistencia en las elecciones de Mendoza de 1965, desatando la furia "gorila". Los azules, entonces, promotores de la Revolución Nacional, no esperaron más y el 28 de junio de 1966 arrojaron fuera de la casa de gobierno al hombre de Cruz del Eje.

El presidente Arturo Illia abandona la Casa de Gobierno, ocupada por los militares, junio de 1966

Los otros conflictos del 60

Hubo durante esos años otros problemones, tanto o más graves que los anteriormente observados y que, por la brevedad de este artículo, no pueden ser desarrollados como el asunto amerita. De modo que los enunciaré por arriba a los efectos de tenerlos presentes pues sin ellos la comprensión del período resulta renga.

  • En la década del sesenta se alcanza el punto más alto de la Guerra Fría. La Unión Soviética ha logrado éxitos impensables en el campo científico y militar. El Sputnik en el espacio, la perra Laika paseando en la estratósfera y Yuri Gagarín dándole vueltas a la tierra; fue todo un símbolo de poder vertiginoso. Si a esto le adicionamos el desarrollo exponencial de la energía nuclear, entonces Occidente tenía razones para preocuparse. El triunfo final del socialismo no era una quimera, era una posibilidad palpable. La Revolución Cubana y el ingreso de América al conflicto nos enfrentaron de lleno a ese peligro. Las Fuerzas Armadas no fueron ajenas a esta guerra.
  • La retirada de Inglaterra de nuestro horizonte económico como mercado seguro, más la creación del Mercado Común Europeo dejó a nuestras exportaciones agrarias huérfanas de consumidores, adicionando a esto el deterioro de los términos de intercambio. Por varios años, nuestras exportaciones no superaron los mil millones de dólares.
  • En ese marco, la sustitución de importaciones y la producción industrial para el mercado interno alcanzó un límite que sólo podía ser superado, momentáneamente, por constantes devaluaciones, provocando la caída del salario urbano, el retroceso industrial y un enorme malestar social, dejando en evidencia la crisis de un modelo dependiente de la riqueza agraria y al cual había que ajustar. ¿Quién le pondría el cascabel al gato?
  • Por su parte la Iglesia y su opción por los pobres, luego de Medellín, fue con frecuencia leída como un aval o una no condena a los métodos violentos, lo que colmó la medida de un tiempo desgraciado.

Todo, absolutamente todo lo enumerado, se nos vino encima por aquellos años de la peste haciendo de esta década una de las peores de nuestra historia, paradójicamente en el marco mundial de un Estado de Bienestar que alcanzaba su pico más alto facilitando un revival, en este caso masivo y popular, de los elitistas años locos de la década de 1920.

Historiador