En un mundo donde la producción agrícola es suficiente para alimentar a más personas que la actual población mundial, resulta alarmante que 733 millones de personas enfrenten el hambre diariamente. Esta paradoja nos obliga a reflexionar sobre la cruda realidad que viven millones de seres humanos y los complejos factores que la perpetúan.
El hambre, una necesidad básica insatisfecha, aumenta de forma exponencial debido a los conflictos bélicos, las crisis climáticas —cada vez más seguidas y severas— y las recesiones económicas, según los expertos. Pero la tragedia va más allá: a esta situación se suma el problema de la malnutrición, una crisis que afecta tanto a países desarrollados como en vías de desarrollo.
La alimentación es tan fundamental para la vida como el aire y el agua, y debería ser un derecho humano garantizado. La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho a la alimentación, a la vida, a la libertad y al trabajo, pero la realidad dista mucho de este ideal.
En lugar de disminuir, la inseguridad alimentaria parece crecer de manera alarmante, incluso en países ricos en recursos como el Perú. A pesar de su vasta biodiversidad y recursos naturales, nuestro país enfrenta un grave problema: pese a su potencial alimentario, es uno de los países con mayor prevalencia de inseguridad alimentaria.
Un informe del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) reveló que, en 2023, cinco de cada diez peruanos se vieron obligados a privarse de alimentos al menos una vez en los últimos tres meses. Esta situación no solo afecta a las familias más vulnerables, sino que pone en riesgo la salud y el bienestar de las futuras generaciones.
Aún más preocupante es el vínculo entre las dietas no saludables y la malnutrición. Aproximadamente 2800 millones de personas en el mundo no pueden permitirse una dieta saludable, lo que se traduce en desnutrición, carencia de micronutrientes y obesidad.
En Perú, cuatro de cada diez niños de 6 a 35 meses de edad padecen anemia, mientras que siete de cada diez adultos presentan sobrepeso u obesidad. Estas cifras reflejan una crisis alimentaria derivada de patrones de consumo modernos y de baja calidad nutricional, que no solo perjudican la salud, sino que también incrementan la presión sobre los ecosistemas y recursos naturales.
Ante este panorama, es evidente que la solución pasa por la adopción de sistemas alimentarios más saludables, sostenibles y equitativos.
La seguridad alimentaria de las generaciones futuras dependerá de nuestra capacidad para generar cambios estructurales en la forma en que producimos, distribuimos y consumimos los alimentos.
Las inversiones en ciencia, tecnología e innovación son cruciales, pero también lo es el compromiso de todos los actores involucrados: gobiernos, empresas, instituciones académicas y la sociedad civil.
Es fundamental reconocer la importancia de los alimentos locales y tradicionales, que han demostrado ser más sostenibles que los patrones de consumo actuales. En lugar de adoptar dietas globalizadas y poco saludables, debemos redescubrir los beneficios de nuestros productos ancestrales y mejorar las condiciones de los ecosistemas que los sustentan.
En esta lucha contra el hambre y la malnutrición, no podemos olvidar la importancia de la educación nutricional. Guías alimentarias con objetivos no solo de salud, sino también de sostenibilidad, son esenciales para promover dietas más equilibradas y respetuosas con el medioambiente.
Además, surgen nuevas líneas de investigación, como el estudio de los suelos, los componentes nutricionales de las plantas, la apuesta por lo orgánico, que podrían aportar soluciones innovadoras y eficaces.
En definitiva, el hambre y la malnutrición son problemas que afectan a millones de personas en el mundo, pero también representan una llamada urgente a la acción. Solo a través de un esfuerzo conjunto y coordinado podremos garantizar el derecho a una alimentación adecuada para todos los seres humanos y asegurar un futuro sostenible para las próximas generaciones.