Todas y cada una de las veces que arranco un proceso previo al dictado de clases, como ahora, lo empiezo, como todo, llena de entusiasmo, cargada de adrenalina y siempre, siempre, con la misma pena de saber que se me niega, como a todos los técnicos, dictar cursos regulares en las universidades.
Llevo veintisiete años de docencia y he compartido con grandes maestros (muchos de ellos autodidactas) la tarea de impartir conocimiento, ese conocimiento que nos dio mucho más la calle que los libros, la cancha que el título.
Como todo maestro que se precie de serlo, cambié (no siempre con ganas) muchas veces mi método, adaptándome a los tiempos, a la tecnología y sobre todo a los intereses de los miles de estudiantes que pasaron por mis aulas.
Y sí, le he enseñado a muchos más de unos cuantos, he cambiado los temas a tratar muchas, pero muchas veces, para “aggiornarme”, para estar a la altura de mi auditorio.
Aprendí a dictar a través de la pantalla de una computadora, “patalié” y maldije cuando se iba el Internet y cortaba la clase porque tomo la docencia con la responsabilidad que tamaña labor merece. Así me enseñaron los que me enseñaron, valga la redundancia.
Esto es un oficio y los oficios tienen mucho de artesanal, de creativo, de subjetivo, de intuitivo, todo lo que las nuevas generaciones de publicistas deben saber desde el día uno, pero que la ley en el Perú parece estar empeñada en que, los que son como yo, no podamos decirles.
No hay nada que hacer que, aquellos que se dedican a crear las leyes son los que deberían ponerse a estudiar, volver a las aulas y no establecer los puntos de una norma injusta y ridícula que perjudica mil veces más al alumno que al maestro.
¡La gente que debe enseñar es la que está sobre la faja! La que cada día ejerce el tema que imparte. En ellos está el verdadero conocimiento, sea universitario o no.
La ley manda a las universidades, a los universitarios y a los institutos, a los técnicos, como si para nosotros (estos últimos) eso fuera un castigo. No señores, para el que ama enseñar no hay aula, ni alumnos, ni razón social que lo detenga. Digámoslo: para enseñar este oficio, los profesores empapelados con cinco maestrías y tres doctorados no sirven de nada si nunca pisaron una agencia de publicidad y la gozaron y la sufrieron. Un máster en publicidad no necesariamente es un maestro.
Yo no me siento, yo soy maestra, porque cumplo con lo que la definición de la Real Academia de la Lengua Española dice, que paso a compartir: “dícese de una persona de mérito, relevante ante las de su clase”. Quizá sea mucho, pero no me voy a hacer la modesta y porque corro en la faja cada día, todo el día, todos los días y a veces me canso, pero paro un rato, me seco el sudor, tomo agua y entro con una sonrisa a mi clase.