La pena de muerte en Perú, un tema controvertido que ha suscitado debates morales y éticos, ha sido testigo de casos impactantes a lo largo de su historia. Uno de los más llamativos involucra a Víctor Apaza Quispe, el último condenado a esta pena en el país.
La complejidad de su historia no solo reside en el crimen que cometió, sino en la transformación de su figura de asesino a santo popular, un fenómeno que sorprende y desconcierta.
Fundamentalista católico
Víctor Apaza Quispe, nacido en 1932 en Arequipa, vivió una vida marcada por la devoción religiosa y un fuerte sentido de justicia personal. Su inclinación hacia la religión lo llevó a desempeñarse como pastor en Puno y luego a servir en su ciudad natal, Arequipa.
Su fervor religioso, sin embargo, se manifestaba a menudo de manera extrema, imponiendo su visión de la moralidad sobre quienes lo rodeaban y aplicando castigos severos a aquellos que consideraba pecadores.
La historia de Apaza Quispe, sin embargo, dio un giro oscuro cuando en 1969, después de un episodio de celos y paranoia, mató a su esposa, Agustina Belisario Capacoyla.
Este acto violento, desencadenado por un sueño perturbador en el que creyó que su esposa lo había engañado, lo llevó a ser acusado de asesinato. Aunque su versión del incidente difería de la presentada por su abogado defensor, el veredicto fue claro: Apaza Quispe fue condenado a la pena de muerte.
Crimen y castigo
El 17 de enero de 1971, Víctor Apaza Quispe enfrentó su destino en la prisión de Siglo XX en Arequipa. La ejecución se realizó por fusilamiento, y en sus últimos momentos, Apaza Quispe mostró una notable resignación.
A pesar de sus esfuerzos para obtener clemencia, incluyendo una petición al dictador Juan Velasco Alvarado, sus súplicas no fueron atendidas. En su última cena, solicitó una hostia y, tras llorar, pidió que le vendasen los ojos antes de enfrentarse al pelotón de fusilamiento.
Mientras esperaba su ejecución, Apaza Quispe dedicó su tiempo a la fabricación de juguetes de madera, creando más de 300 carritos.
Este hecho añade una dimensión extraña a su historia, contrastando con el acto de violencia por el que fue condenado. Su última declaración, en la que afirmó haber dicho la verdad y no haber mentido, reflejaba una angustia profunda ante su inminente final.
Tras su ejecución, el gobierno de Velasco Alvarado decidió abolir la pena de muerte en Perú, un cambio que coincidió temporalmente con la muerte de Apaza Quispe. Sus restos fueron enterrados en el cementerio general de La Apacheta, en Arequipa, donde un fenómeno inesperado comenzó a gestarse.
De asesino a santo popular
A pesar de su condena, Víctor Apaza Quispe se convirtió en una figura venerada por algunos arequipeños que comenzaron a visitar su tumba. El culto que surgió en torno a sus restos es un fenómeno que desafía las expectativas.
Más de dos mil personas participaron en su funeral, y con el tiempo, su tumba se transformó en un lugar de devoción, con fieles que dejaban flores, regalos y cartas con deseos.
El culto a Apaza Quispe ha persistido durante más de cinco décadas, a pesar de la desaprobación oficial de la Iglesia Católica. Los habitantes de Arequipa continúan visitando su tumba, pidiendo milagros y mostrando respeto a una figura que, a pesar de su pasado violento, ha sido elevada a una especie de santidad popular.
La historia de Víctor Apaza Quispe es un ejemplo de cómo el pasado puede ser revisitado y reconfigurado por la percepción y las creencias de determinado grupo de personas, convirtiéndose en un símbolo que desafía las normas establecidas en la sociedad.