Rubén Sánchez caminaba por el jirón Medrano Silva, en Barranco, con sus 16 años a cuestas, sin presagiar que esos caminos serían escenario de momentos en los que sus emociones alcanzarían alturas insospechadas. En este distrito, residiría solo con su abuela, distanciado de sus padres y hermanos. Mientras tanto, el amor de su vida pasaba una y otra vez en un auto, siempre lejano y envuelto en un halo de misterio. Aunque en ese momento no lo sabía, el destino pronto uniría sus senderos.
El adolescente se dirigía a la casa de su abuela, ubicada a unas pocas cuadras de su colegio San Juan de Barranco. Allí, en la calidez de ese hogar, mantenían largas conversaciones sobre su día en la escuela y sobre los negocios de sus padres. Pero, entre esos temas, siempre aparecía la sombra de su expulsión del colegio Abraham Lincoln, un recuerdo doloroso que la mujer de la tercera edad, con su ternura y comprensión, lograba suavizar, transformándolo en una experiencia de aprendizaje.
Apenas dos meses antes de culminar la educación secundaria, Rubén fue testigo de un acto de conducta cuestionable en su colegio. Aunque él no infringió ninguna norma, las autoridades escolares decidieron expulsarlo. Para él, esta decisión fue una injusticia. Esta situación preocupó sobremanera a sus padres, quienes no dudaban de los principios de su hijo.
Sus progenitores, quienes desde su infancia le inculcaron valores de ética y honor, no se preocupaban por cuestionar su integridad, sino por encontrar de inmediato un nuevo colegio para que no perdiera el año escolar. En quinto de secundaria, lo que inicialmente parecía una tragedia se transformó en una especie de salvavidas anticipado. En pocos meses, Rubén pudo acceder a una categoría universitaria que se ajustaba a la situación económica de su familia. Al comenzar sus estudios superiores, sus padres enfrentaron la pérdida del negocio mayorista de cristalería y loza, de modo que no podían pagar la mensualidad de su hijo. Pero él sí.
Tras culminar sus estudios de manera satisfactoria en un colegio particular en Barranco, decidió estudiar la carrera de Administración y Marketing en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Sabía que tenía que trabajar para costear sus estudios, y así lo hizo. En ese periodo, solía caminar por el malecón de Barranco, sin saber que una joven, que más tarde sería su esposa, transitaba las mismas calles. Aunque sus caminos no se cruzaron durante su etapa escolar y universitaria, la vida los reunió en un momento inesperado. Frente al mar, Rubén conoció a Mónica, quien, años después, se convertiría en su compañera de vida.
“Las cosas pasan por algo”, suelen decir las abuelas y madres. Esta frase cobró sentido en la vida de Rubén. Si no hubiera sido expulsado, no habría asistido a un colegio de clase media que le permitió acceder a una pensión económica. Tampoco habría conocido a Mónica, quien estudió Arquitectura en la UPC.
Esta institución educativa abrió sus puertas al joven barranquino y a numerosos peruanos deseosos de superarse. No obstante, el camino hacia la educación superior estuvo lleno de obstáculos. Las dificultades económicas y emocionales fueron constantes, acentuadas por la quiebra del negocio familiar debido al fujishock. Este evento llevó a sus padres a emigrar en busca de mejores oportunidades.
A pesar de las dificultades que enfrentaba, se mantuvo decidido a alcanzar su meta de convertirse en profesional, apoyar a su familia y, en un futuro cercano, contribuir al bienestar de su país. Sabía que no sería fácil, pues tenía que costearse sus estudios mientras sus padres se abrían camino en USA. Infobae Perú conversó con Rubén Sánchez sobre los momentos que le han conmovido, los desafíos que ha enfrentado en su carrera profesional y las satisfacciones que ha experimentado a lo largo de su trayectoria. Al mirar atrás, siente que su decisión de quedarse y seguir persiguiendo sus sueños, a pesar de los obstáculos, fue la correcta.
Rubén Sánchez aprendió el valor del dinero desde temprana edad
Rubén Sánchez creció en el seno de una familia de clase media, y su historia de vida ha inspirado a muchas personas a seguir sus sueños a pesar de las adversidades. Sus abuelos llegaron a Lima en un contexto en el que la migración del campo a la ciudad era común. Era la década de 1950, y este fenómeno social se hacía notar con fuerza.
La mayoría de los que llegaban a la ‘Ciudad de los Reyes’ compartía un deseo común: salir adelante. Algunos pisaban suelo limeño con una mochila que atesoraba ahorros; otros, en cambio, cargaban una bolsa de rafia llena de ilusiones. Quienes no contaban con los recursos necesarios para alquilar una habitación, formaban las barriadas en el extrarradio de la capital. Por fortuna, el abuelo de Rubén encontró un hogar para su familia y concretó su sueño de abrir un negocio de cristalería y loza. Su emprendimiento, ubicado en el Mercado Central, prosperó, generando ingresos que le permitieron satisfacer las necesidades primarias y ocasionalmente las secundarias de sus seres queridos.
El patriarca le enseñó el negocio al padre de Rubén, quien con el tiempo se convirtió en un mayorista exitoso. Gracias a esta empresa, los menores de la casa recibieron educación. De los tres hermanos, uno se involucró directamente en el negocio familiar en cuerpo y alma.
“De mi padre aprendí a trabajar desde pequeño. A los siete años, me llevaba a la tienda para envolver vasos de vidrio en papel periódico; estos objetos se enviaban a provincia. Desde muy chico, me llevaba a trabajar para enseñarme la importancia del trabajo y el esfuerzo”, señaló Rubén.
Con el tiempo, el mayor de los hermanos Sánchez realizó otras actividades propias del comercio. Entre los 12 y 15 años, comenzó a ofrecer utensilios de plástico a bodegas y bazares en Barranco. Su padre le pagaba una comisión, tratándolo como un empleado más.
“Mi papá me inculcó una ética de trabajo, me enseñó a valorar el dinero y me orientó hacia el mundo de los negocios. Desde pequeño, buscaba generar mi propia propina a través de estas actividades. Mis padres lograron enseñarme mucho, pero creo que también nací con esa inclinación hacia las ventas. Aprendí mucho observándolo”, comentó.
A finales de los años 80 y principios de los 90, el negocio de su padre prosperó. Sin embargo, el fujishock implementado por el gobierno de Alberto Fujimori en 1990, con sus severos ajustes económicos para combatir la hiperinflación, tuvo un impacto devastador. Las medidas provocaron una súbita alza de costos operativos y precios, resultando en quiebras y pérdida de empleos para muchas medianas empresas, incluida la de la familia Sánchez.
“La quiebra llevó a mis padres a tomar una decisión dolorosa: migrar. Era una época en la que muchas personas abandonaban el país debido a la falta de empleo y la quiebra de empresas. La crisis se presentó en el periodo de transición entre el colegio y la universidad. (...) Estudié en la UPC porque mis padres no tenían los recursos para pagar una carrera profesional en la Pontificia Universidad Católica del Perú o en la Universidad de Lima”, explicó Rubén.
Durante la entrevista, mencionó que en la década del 90, la situación económica de sus padres era tan crítica que reunir 800 soles mensuales para su educación parecía un sueño inalcanzable. Ante este panorama, decidió buscar trabajo para costear sus estudios universitarios.
“Antes de conseguir el trabajo más importante de mi etapa universitaria, tuve dos empleos. Trabajé en Bembos, donde recogía bandejas, lavaba muebles, trapeaba pisos y ayudaba a cargar jabas o entregar pedidos. Esto hice cuando tenía 18 años. Luego estuve unos meses en el Marriott archivando facturas hasta que surgió la oportunidad de entrar a Interbank”, relató.
El empleo que le permitió acceder a nuevas oportunidades laborales
El trabajo que le brindó muchas satisfacciones durante su etapa universitaria fue su puesto como cajero en un banco. A pesar de que su salario era poco (800 soles mensuales), se sentía motivado por las comisiones que ganaría al vender tarjetas de crédito. Trabajar en una entidad financiera situada en un distrito acomodado le permitió obtener ingresos adicionales, los cuales destinó a la compra de libros, el apoyo a su abuela y, ocasionalmente, la renovación de su vestuario. Anhelaba dejar de usar la ropa del trabajo en su entorno académico.
Ahora bien, la experiencia acumulada en el banco le sirvió para acceder a un empleo que marcó el inicio de su carrera profesional. “Tuve la suerte de conseguir una vacante como practicante en Backus durante mi último ciclo universitario. Salí del banco y entré a esta empresa. Recuerdo que había una vacante para una jefatura en la División de Aguas y Gaseosas. Mis jefes, que habían observado mi trabajo, me propusieron postular y obtuve el puesto. Así terminé la universidad con una posición como ejecutivo en la cervecería, lo que definió mi trayectoria profesional”, relató Rubén.
El administrador de empresas y marketero reconoce que tuvo jefes valiosos a lo largo de su carrera, siendo uno de los más importantes Javier, su primer superior en Backus. Él le brindó la oportunidad de convertirse en jefe y le enseñó a reconocer su propio potencial. “Fue una persona que me ayudó a identificar mi capacidad para ser un ejecutivo. Aunque yo era muy joven y estaba en formación, confió en mí”, recordó.
A partir de ese momento, el hijo de los otrora comerciantes del Mercado Central experimentó un considerable crecimiento profesional en Backus y otras organizaciones. Tuvo reconocimiento y éxito en sus veintes. Pero, ¿cuál fue el quid del asunto? Él lo explica así: “A medida que avanzas dentro de una compañía, te das cuenta de que no solo adquieres conocimiento, sino también madurez para tomar decisiones y enfrentar desafíos. Mi ascenso en las empresas se debe a la combinación de experiencia, conocimiento y templanza. Mis empleadores confiaron en mí y me permitieron asumir más responsabilidades. Así es como, en mi opinión, he evolucionado profesionalmente”.
Rubén Sánchez y los retos que enfrentó en la Pastelería San Antonio
Infobae Perú mantuvo una conversación con Rubén Sánchez, en la que abordaron diversos temas, los cuales han sido plasmados con detalle en las líneas anteriores. Sin embargo, uno de los aspectos que más ha concitado la atención de un sector de la población peruana gira en torno a su rol determinante en Pastelería San Antonio durante la pandemia. En tiempos adversos, el CEO de esta compañía tomó decisiones audaces que reflejaron su compromiso con su equipo y la comunidad.
Desde el inicio de la primera cuarentena en Perú, el 15 de marzo de 2020, Rubén asumió con determinación la responsabilidad de preservar cada puesto de trabajo en su empresa. Con un genuino sentido de compromiso, decidió utilizar los recursos de la organización para asegurar el bienestar de sus empleados, garantizando que no faltara comida en sus mesas. Esta decisión, que compartió a través de LinkedIn, rápidamente tocó los corazones de miles, volviéndose viral y reflejando la humanidad detrás de sus acciones en un momento de tanta incertidumbre.
“No lo hicimos simplemente porque cumplimos nuestra promesa de conservar el empleo de nuestros trabajadores. No despedimos a nadie durante la pandemia. De haberlo hecho, habríamos traicionado nuestros propios valores”, afirmó Rubén con convicción a este medio.
Con el compromiso hecho, la empresa comenzó a tomar medidas concretas. Ante un excedente de alimentos en la fábrica que, de no ser gestionado, habría tenido que desecharse, el hombre de negocios lideró la iniciativa de donar estos productos a comedores populares. Es menester señalar que también regaló productos a sus colaboradores.
En lo que respecta a las acciones que realizó en aras del desarrollo de la empresa, transformó los locales de la pastelería en minimarkets. Adoptó tres ventajas competitivas: variedad, seguridad y servicio, manteniendo precios comparables a los de los grandes supermercados.
Durante la pandemia, la empresa aprovechó la posibilidad de realizar entregas a domicilio las 24 horas del día. El líder identificó la oportunidad de suministrar alimentos a ministerios, comisarías, cuarteles y centros de salud durante la noche-madrugada, un servicio único en ese momento. Sorprendentemente, los tres distritos que más compraban a Pastelería San Antonio eran San Juan de Lurigancho, San Martín de Porres y Los Olivos.
Además, se implementaron medidas inclusivas en las tiendas, como la introducción de cartas en braille, permitiendo a las personas invidentes realizar sus pedidos de forma autónoma. Bajo su liderazgo, la empresa no solo enfrentó la crisis, sino que también fortaleció su compromiso social y se adaptó a las nuevas necesidades del mercado, destacándose por su innovación y empatía.
Cuando asumió la dirección de la Pastelería San Antonio, la empresa facturaba 80 millones de soles al año, contaba con 700 empleados y operaba desde una fábrica de 800 metros cuadrados con seis tiendas, cada una gestionada por un miembro de la familia. Sabiendo estos datos, podemos inferir que bajo la batuta del CEO estas cifras hayan mejorado.
Rubén Sánchez refleja con orgullo el camino recorrido, tanto en su vida profesional como en el seno de su familia. Siguiendo el ejemplo de sus padres, quienes le inculcaron sólidos valores y principios, él ha transmitido esas mismas enseñanzas a sus hijos. La joven que solía observar en un auto ha llegado a ser su esposa, un alma inquebrantable en su vida. Según cuenta, ella ha sido su apoyo constante y ha celebrado cada uno de sus logros.
“Mi esposa es mi soporte en casa. Ella me permite ir a trabajar tranquilo, sabiendo que estamos formando buenos hijos. Aunque su profesión como arquitecta le brinda la posibilidad de trabajar en horarios flexibles, decidió dedicarse a nuestra familia porque cree en el valor de la familia. Por eso, yo me esfuerzo en mi trabajo para que ellos puedan tener bienestar”, expresó Rubén, visiblemente emocionado.