En una época en la que los saqueos y ataques de corsarios eran una amenaza constante para las ciudades costeras, una humilde mujer peruana hizo algo extraordinario. Armada sólo con su devoción y la fuerza de sus plegarias, logró repeler a un temible grupo de asaltantes que pretendía atacar la ciudad de Lima.
Su nombre era Rosa de Lima, pero su valentía y determinación trascendieron los límites de su tiempo y su legado perdura hasta nuestros días. Frente a la inminente invasión, esta mujer de fe inconmovible se reunió a otras devotas y se encerró en una iglesia, donde elevaron sus oraciones durante horas interminables. Lo que sucedió a continuación fue considerado un verdadero milagro, pues los invasores se retiraron inexplicablemente, salvando a la ciudad de un destino aciago. ¿Fue obra de la divina intervención o del poder de la fe de Rosa de Lima?
¿Quién fue Santa Rosa de Lima?
En el convulso siglo XVII, una mujer peruana dejó una huella imborrable en la historia. Isabel Flores de Santa María, más conocida como Rosa de Lima, trascendió los muros del claustro y se convirtió en un símbolo de fe y fortaleza para todo un continente.
Desde temprana edad, Isabel destacó por su espíritu emprendedor y su afán por compartir sus habilidades con otras mujeres. Hábil en labores como la siembra y la costura, supo valerse por sí misma y, posteriormente, decidió transmitir esos conocimientos prácticos en el convento donde pasaron sus últimos años, convirtiéndose en una verdadera líder comunitaria.
Sin embargo, su legado no se limita a esas tareas terrenales. A lo largo de su vida, Isabel Flores de Santa María cultivó una profunda devoción espiritual que la llevó a ser proclamada excelsa patrona de Lima y del Perú en 1669, así como del Nuevo Mundo y las Filipinas un año después. Su influencia trascendió fronteras, convirtiéndose en patrona de instituciones educativas, policiales y militares en países como Venezuela, Paraguay y Argentina.
Santa Rosa, la mujer que con la oración hizo retroceder a corsarios
Los anales de la historia peruana guardan un episodio singular, ocurrido en 1615 en el puerto del Callao. En aquella época, los ataques de corsarios extranjeros eran una constante amenaza para los buques mercantes que surcaban las costas del Pacífico.
Según relata la Enciclopedia Católica, un grupo de asaltantes neerlandeses tenía como objetivo llegar hasta la mismísima capital del Virreinato del Perú y saquear sus mercados, viviendas y comercios. Sin embargo, ante la inminente invasión, una mujer de profunda fe decidió tomar cartas en el asunto.
Se trataba de Rosa de Lima, quien al conocer las siniestras intenciones de los corsarios, reunió a un grupo de mujeres en la iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Encerradas en el recinto sagrado, elevaron incansables plegarias y mantuvieron una vigilia interminable, suplicando por la salvación de la ciudad.
De manera sorprendente, tras largas horas de rezo, un hecho inexplicable cambió el curso de los acontecimientos. El capitán de la flota invasora falleció repentinamente a bordo de su nave. Ante esta misteriosa circunstancia, los barcos enemigos se retiraron del Callao, frustrando así sus aviones de saqueo.
¿Cuál era el anhelo de Santa Rosa de Lima?
Las crónicas de Fray Leonardo Hansen, quien plasma la primera biografía de la insigne Rosa de Santa María, revelan un aspecto poco conocido pero sumamente revelador de la primera santa americana. Detrás de su aparente humildad, se ocultaba un espíritu indoblegable y una entrega sin reservas a su fe.
En sus propias palabras, ardientes como la misma pasión que la consumía, Rosa expresó un deseo que sobrecoge: anhelar el martirio como máxima ofrenda a su “divino Sacramento”. Con voz firme, declaró: “Pues él de luchar y morir por el divino Sacramento. Así, más brevemente subiré sobre el altar y allí expondré mi cuerpo como un escudo, para que reciba los golpes y las heridas que tiraren los herejes al cuerpo de mi Señor Jesucristo, sin apartarme un punto, hasta que pasado por muchas partes el cuerpo con las picas y alabardas de los impíos enemigos de la fe, caiga muerto en el altar”.
Pero su entrega no se detenía ahí. En una muestra de valor inquebrantable, Rosa suplicaba: “Yo rogaré a los herejes que no me quiten la vida de un golpe, sino que poco a poco me vayan desmembrando y me vayan haciendo menudos pedazos y dividiendo cada miembro en pequeñas partículas, con el fin de que todo el tiempo que en esto se ocuparen se detengan en ejecutar las lesiones, que temo, ¡ay de mí han de hacer después a mi dulce esposo! Estas fueron algunas de las plegarias que brotaron de sus labios durante aquellas largas horas de rezo.