La mañana del 3 de noviembre de 1944, la tranquilidad de los vecinos de Chacra Ríos se vio abruptamente interrumpida cuando los policías encontraron cuerpos sin vida de ciudadanos japoneses flotando en la acequia Magdalena del jirón Tingo María. Mientras los agentes del orden realizaban sus investigaciones, cada vez más moradores del sector comenzaron a enterarse de lo sucedido. Sin embargo, solo era cuestión de horas para que todo el Perú conociera el terrible suceso, que sigue generando conmoción entre la ciudadanía hasta el día de hoy.
Era un descubrimiento escalofriante que llenó el aire de un silencio sombrío, mientras los efectivos policiales rodeaban el lugar tratando de entender el horror que se desplegaba ante sus ojos. Conforme avanzaban las horas y la noticia se esparcía, el misterio sobre quién podría ser el asesino crecía entre los vecinos. Las preguntas se multiplicaban en comentarios llenos de miedo y curiosidad. ¿Quién podría haber cometido semejante atrocidad? La información todavía era escasa en ese momento, y lo poco que se sabía no hacía más que aumentar las dudas.
Se decía que las víctimas presentaban golpes en la cabeza y el rostro, un detalle que añadía una capa inquietante al misterio. Al terminar el día, las personas que se enteraron de que los agentes del orden habían encontrado cuerpos sin vida en un lugar poco transitado quedaron con más dudas que certezas. Sin embargo, estas se despejaron al día siguiente. Los diarios locales convirtieron el suceso en noticia, con el objetivo de que todos los peruanos supieran lo sucedido y tomaran sus precauciones.
Los medios de comunicación confirmaron los rumores que circulaban el día anterior, relacionados con un asesinato en serie. En las páginas de varios diarios locales se informaba que los cuerpos presentaban golpes en la cabeza y el rostro, y que se había detenido al hermano y al mayordomo de una de las víctimas, a quienes la opinión pública los acusaba sin siquiera tener pruebas.
Sin embargo, las pruebas fueron apareciendo con el tiempo, así como más información sobre el asesinato. Se supo que las personas asesinadas pertenecían a dos familias: los Shimizu y los Tomayasu. Las víctimas eran Tamoto Shimizu (44 años), Hanai Shimizu (23 años), Tokio Shimizu (6 años), Sumiko Shimizu (11 años), Yoshiko Shimizu (5 años), Carlos Hiramo y Carmen Mika. Es importante señalar que Tamoto Shimizu era el líder de su familia y estaba asociado con Carlos Hiramo Tomayasu en un próspero negocio de venta de carbón.
Ahora bien, las acusaciones del horrendo crimen recaían, en mayor medida, sobre el hermano de una de las víctimas, cuyo nombre quedó inmortalizado en las páginas de los diarios de la época. El nombre de Mamoru Shimizu se repetía una y otra vez en las conversaciones de los peruanos, mientras el culpable aún no había sido identificado. No obstante, era solo cuestión de tiempo para que la verdad saliera a la luz.
Cronología de los hechos tras el hallazgo de los cadáveres
La mañana del 2 de noviembre de 1944, un acto de brutalidad inimaginable tuvo lugar en las habitaciones de un inmueble. Mamoru Shimizu, con una frialdad escalofriante, ejecutó un plan siniestro que culminó con el asesinato de siete miembros de dos familias japonesas. La pregunta en todas las mentes era: ¿qué podría haber llevado a un hombre a cometer tal atrocidad?
Un día después, la policía encontró los cuerpos sin vida de siete ciudadanos japoneses flotando en la acequia Magdalena del jirón Tingo María, en Chacra Ríos. El episodio tétrico alertó a los vecinos, que se acercaron al lugar para ver de quiénes se trataba. Ante la creciente multitud, las autoridades decidieron trasladar rápidamente los cuerpos al depósito de la morgue para continuar con la investigación.
El 9 de noviembre de 1944, Mamoru Shimizu fue señalado como el autor de los siete asesinatos en Chacra Ríos, luego de la confesión realizada por su esposa, Sumiko Shimizu. Las víctimas habían sido brutalmente golpeadas con un objeto contundente, presentando múltiples traumatismos en la cabeza y el rostro.
Al inicio de la investigación, Mamoru, hermano de las víctimas, había sido detenido. Aunque confirmó las identidades de los fallecidos, negó conocer las razones detrás de los homicidios y mantuvo su inocencia. Sin embargo, su actitud serena y la falta de conmoción ante la pérdida de su familia generaron suspicacias entre las autoridades.
Las pesquisas revelaron el hallazgo de una prenda ensangrentada en posesión de Sumiko, la cual pertenecía a Mamoru y coincidía exactamente con su talla, lo que fortaleció las sospechas en su contra. Este hallazgo llevó a que el juez ordenara su inmediato traslado a prisión.
Los medios de comunicación especularon sobre la posible implicación de mafias japonesas o los Yakuza, reflejando la xenofobia prevaleciente hacia los japoneses durante esos años. No obstante, la confesión de Sumiko fue determinante para esclarecer el caso.
En un intento por obtener una confesión más sólida, las autoridades permitieron a Sumiko confrontar a su esposo en la celda. Durante este encuentro, la mujer, entre lágrimas, le pidió a Mamoru que admitiera su culpabilidad, lo que eventualmente llevó a que él confesara los crímenes 10 días después de los asesinatos.
Mamoru Shimizu y su juicio final
El juicio contra Mamoru Shimizu comenzó casi cuatro años tras los homicidios que sacudieron Perú. El ciudadano japonés, acusado de los asesinatos ocurridos el 2 de noviembre de 1944, aportó una nueva versión durante el proceso judicial. Afirmó que “cinco enmascarados” fueron los responsables de la masacre y explicó que no había revelado esto anteriormente debido a amenazas hacia su esposa e hijo.
A pesar de este giro en su declaración, el Segundo Tribunal Correccional decidió condenarlo a 25 años de prisión. Además, fue obligado a pagar una indemnización de 70 mil soles en concepto de reparación civil a los familiares de las víctimas. La defensa del acusado intentó que se anulara la sentencia, pero la Corte Suprema confirmó la condena.
Finalmente, el 4 de junio de 1959, Shimizu falleció en prisión debido a un paro cardíaco. Su historia se inscribe como una de las más sangrientas en la crónica criminal del país. Su sepultura se encuentra en el cementerio Presbítero Maestro, el mismo lugar donde descansan sus víctimas.