Cuando por miedo, ignorancia o por imponer una moral —o todo ello en conjunto— se ha decidido no hablar sobre un tema y restringir ciertos comportamientos, acciones o condenar a ciertas personas, todos pierden. Cuando se limita a un grupo, como a las personas LGTBIQ+, aunque pareciera el triunfo de los inquisidores, se condena a todos a vivir en una sociedad sin libertad.
Por supuesto, se presentan primero las restricciones en el grupo marginado por la sociedad y el Estado: la imposibilidad de las parejas del mismo sexo de contraer matrimonio, los derechos que se les niega a familias homoparentales, el limitado acceso de personas trans a la educación, trabajo, seguridad y salud.
Un punto que requiere mayor atención son las personas intersex, una población que Naciones Unidas estima del 1.7% en el mundo. Magno García en su tesis “La inconstitucionalidad de las intervenciones de reasignación sexual en infantes intersex no consentidas” explica que en Perú esta población es patologizada, se denomina a su condición anomalías de la diferenciación sexual y se les somete a intervenciones médicas sin consentimiento. Una situación alarmante.
Este rechazo a la diversidad sexual genera un oscurantismo alrededor de ella. Aunque existen estudios recientes sobre las personas LGBTIQ+, como los de Ipsos y del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), aún los esfuerzos por producir información relevante sobre esta población son insuficientes.
Este oscurantismo se extiende a otros ámbitos como la educación sexual. Recientemente, la Comisión de la Mujer y Familia del Congreso —por miedo a la ficticia homosexualización de la niñez— aprobó un dictamen que permite a los padres exonerar a sus hijos de cursos de educación sexual integral (ESI). En paralelo, según datos del INEI los embarazos adolescentes van en aumento año a año.
El rechazo a la diversidad sexual también se relaciona con los roles tradicionales de género, que no solo afecta a quien sale de la norma sino también a hombres y mujeres cisgénero heterosexuales. Aún se observa que ciertos oficios están limitados a uno u otro género y, por supuesto, desigualdad laboral que pone en desventaja a la mujer.
También se restringen socialmente ciertos comportamientos y la expresión de género, como las muestras de cariño entre hombres. Bastante conocido y citado es el caso del asesinato de José Da Silva en Brasil (2012) debido a que caminaba abrazado con su hermano y a que un grupo de personas los atacó por percibirlos como gais. Este es solo un ejemplo de las consecuencias de pensar que solo existe una forma de ser un hombre cisgénero y heterosexual.
Y aunque pareciera un poco más trivial, si viviéramos en una sociedad más abierta, no habría tantos matrimonios de hombres gais con mujeres heterosexuales y de mujeres lesbianas con hombres heterosexuales. Se obligan a vivir reprimidos y en algunos casos escapan momentáneamente de sus relaciones y mantienen una doble vida.
Que las personas LGBTIQ+ acepten su orgullo no solo es avance para sus derechos, sino también es una ventana para que todos puedan vivir en una sociedad más justa. Como menciona José Benegas en “La familia en disputa” —libro del que el autor de este artículo es coeditor junto a Yesenia Alvarez — aceptar las relaciones de las personas del mismo sexo permite a los individuos de todo tipo de género y sexualidad pensarse como individuos sin ataduras.