Lima es un lugar que suele esconder más de una y mil historias. Cada una más increíble que la otra. Una de esas se ubica en la época colonial, en pleno siglo XVI, y tiene como principal protagonista al fraile dominico Francisco de la Cruz O. P., cuya vida estuvo marcada por la devoción, la erudición y, finalmente, la tragedia en manos de la Inquisición.
Nacido en la pintoresca localidad de Lopera, España, en el año 1529, sus padres, Pedro García Chiquero y María Sánchez, lo destinaron a una educación que lo llevó a cruzar medio mundo para llegar al virreinato peruano, hecho que marcaría el curso de su destino.
Vocación de servicio
Francisco inició su búsqueda espiritual en el seno de su hogar, bajo la tutela de un clérigo local, antes de ser enviado a Salamanca a la temprana edad de catorce años. Su sed de conocimiento lo llevó a Granada y luego a Alcalá de Henares, donde ingresó a la Orden de Santo Domingo, un paso crucial en su viaje hacia la santidad y la sabiduría.
Fue en la Universidad de Valladolid donde el joven Francisco encontró la guía espiritual en la figura de fray Domingo de Santo Tomás, cuyo ejemplo lo inspiró a solicitar autorización para emprender un viaje trascendental al Virreinato del Perú. Previamente, recibió las sagradas órdenes en Toledo y, finalmente, partió hacia el Nuevo Mundo desde el puerto de Sevilla.
Una vez en las tierras peruanas, Francisco fue asignado inicialmente como maestro de novicios en Lima en el año 1557, una tarea que, si bien exigente, solo sería el preludio de su verdadero destino.
Pronto, su camino lo llevaría más allá de los muros del convento, hacia las vastas extensiones de Chucuito y Charcas (Puno), donde se entregó apasionadamente a la tarea de predicar el evangelio entre los pueblos indígenas.
Fue sanmarquino
Su regreso a la capital no fue en vano. La Universidad de San Marcos abrió sus puertas a Francisco, quien asumió la cátedra de Sagradas Escrituras con una dedicación que le granjeó el respeto y la admiración de sus alumnos y colegas por igual. Sin embargo, su vida tranquila pronto se vio sacudida por las sombras ominosas de la Inquisición.
Las acusaciones de herejía y prácticas sexuales inapropiadas resonaron en los pasillos de la casa de estudios y en los corredores del poder eclesiástico.
En 1572, Francisco fue arrestado por la Inquisición, marcando el comienzo de un oscuro capítulo en su vida. Las acusaciones en su contra eran serias: se le imputaban prácticas proféticas, visiones psicológicas y conductas sexuales aberrantes con María Pizarro durante un exorcismo.
El proceso fue largo y tortuoso. A pesar de las torturas infligidas para forzar una confesión, Francisco mantuvo su inocencia, desafiando valientemente las acusaciones en su contra. En 1576, el proceso llegó a su clímax con una condena por herejía, un veredicto que sellaría su destino y marcaría el comienzo del fin para el fraile devoto y erudito.
Quemado en la hoguera
El 1° de abril de 1578, en un dramático auto de fe celebrado en la Plaza Mayor de Lima, Francisco de la Cruz fue llevado a la hoguera, acusado de difundir ideas heréticas y sectarias. Su ejecución no solo representó el fin de una vida, sino también un conflicto entre la fe y la razón en el corazón del Virreinato del Perú.
Hoy, siglos después, la figura de Francisco de la Cruz O. P. sigue siendo objeto de debate y reflexión. ¿Fue un mártir de la fe o un hombre adelantado a su tiempo? Su legado perdura en las páginas de la historia, recordándonos las complejidades de la fe y la justicia en tiempos pasados.