Hoy se celebra el Día Internacional del Helado, fecha que promueve su consumo y conmemora ese sabor que fascina a miles de personas alrededor del mundo, especialmente en épocas de verano, donde el calor puede convertirse en un verdadero dolor de cabeza.
Por esa razón, este día resulta una buena oportunidad para hablar sobre una de las marcas más emblemáticas del Perú: D’Onofrio. Su nombre evoca rápidamente a los carritos amarillos que van por las calles, el clásico sonido de la corneta y una gran popularidad, sin embargo, su consolidación no fue de la noche a la mañana.
De Italia a Latinoamérica
Pedro D’Onofrio es el nombre del soñador que le ha dado al Perú la posibilidad de disfrutar de productos como el recordado Donito, los deliciosos Peziduri o Sanguchitos y el refrescante Turbo. Este emprendedor nació en la lejana Italia, en 1859, pero emigró hasta Argentina con tan solo 21 años, en búsqueda de una vida mejor y un futuro brillante.
Inicialmente se asentó en Rosario, pero fue la oportunidad presentada por un amigo de su familia, Raffaele Cimarelli, la que reorientó su destino al proponerle el traspaso de su negocio de helados.
D’Onofrio aceptó y así comenzó su aventura, que además resultó bastante rentable. Pese a esto, en 1888 viajó de vuelta a Italia para ver a su madre, lo que paralizó momentáneamente su emprendimiento.
Más tarde, Cimarelli nuevamente le dio un impulso a su amigo Pedro y lo animó a viajar a Estados Unidos, donde el clima era perfecto para el negocio de los helados. Allí pasó unos años, pero en 1897 tomó la decisión de viajar hasta Perú con su familia.
Éxito en suelo peruano
Por aquellos días en Lima este nicho de mercado no estaba abastecido, por lo cual su carrito de madera a pedales fue toda una sensación para los ciudadanos. Acompañado del clásico toque de corneta y vendiendo su helado de crema llamado Imperial, el negocio fue viento en popa y alcanzó gran popularidad en poco tiempo.
Pese a esto, el uso de nieve de los andes para mantener la temperatura del producto complicaba un poco el panorama.
No obstante, la solución llegó pronto gracias al consejo de un ingeniero norteamericano que propuso a don Pedro la compra de una planta de fabricación de hielo artificial a fin de abaratar costos.
El éxito fue evidente. Por las calles de Lima era cada vez más común ver a los carritos amarillos diseñados por el emprendedor. Desafortunadamente, esto se reducía únicamente a los meses de verano, es decir, el negocio tenía un punto débil ya que perdía ingresos en temporadas más frías.
Sin embargo, Pedro vio este dilema como una buena oportunidad para diversificar y vender nuevos productos. Así, abrió en 1924 su propia fábrica de chocolates en el jirón Cotabambas, la cual estaba equipada con equipo industrial europeo y funcionaba al lado de la planta de hielo y helados.
Los frutos no se hicieron esperar demasiado y los productos como chocolates, galletas o caramelos D’Onofrio se posicionaron como los mejores en el mercado.
Como un dato interesante, cabe mencionar que en 1926 apareció el chocolate Sublime, envuelto en papel manteca, un producto que ha trascendido al tiempo y las generaciones.
La vida de éxitos de Pedro D’Onofrio y sus sueños de grandeza se materializaron en suelo peruano, donde también falleció a los 78 años y dejó como cabeza a su primogénito. Afortunadamente, las bases que sentó su padre fueron más que suficientes para que la marca siguiera creciendo hasta ampliarse y modernizarse por completo.
Es bien sabido que para los años 90 D’Onofrio ya lideraba el mercado, y aunque fue adquirido por la gigante suiza Nestlé, sus actividades se han mantenido hasta la fecha y siguen dando a los peruanos momentos únicos y productos de antaño con gran calidad que se pueden disfrutar todo el año.