Entre los años 1821 y 1829 el Perú no había concluido su proceso de independencia y su definición de fronteras, en ese periodo el país tuvo cinco gobernantes. Es difícil de digerir que dos siglos después, en el mismo número de años, 2016 a 2024, hayamos tenido seis. Después de doscientos años de república estamos —en ese aspecto— peor que en el caos que significó la formación de una nueva República, con sus respectivas guerras para consolidarla.
A veces me pregunto si no somos un país enfermo. Hay dolencias en la psiquis del ser humano que no le permiten progresar, crecer y buscar la felicidad. La filosofía, la literatura y obviamente la propia psicología, han tratado en abundancia estos temas. Pero cuando es la clase gobernante de una sociedad la que no quiere avanzar, ¿quién explica el porqué de esta tara? Sería menos difícil si fuera la sociedad en su conjunto el paciente a diagnosticar.
Que este país haya deteriorado su democracia e institucionalidad al límite que vemos hoy, es responsabilidad de sus gobernantes, de sus congresos, de sus alcaldes y gobernadores regionales y sumamos a la lista a las cúpulas del Poder Judicial y Ministerio Público. Tal vez los empresarios y el periodismo tengamos nuestra cuota de responsabilidad, pero creo que es menor de la que tienen que asumir los primeros mencionados. Lo que es evidente, y es lo que nos deja alguna ilusión aún, es que la ciudadanía llana es la que menos responsabilidad tiene. A esta más allá de elegir mal, no le podemos cargar nada. El ciudadano de a pie está dedicado a resolver sus problemas, que no son pocos, por sus propios medios; y cada vez menos conectado del deprimente mundo de la política y la judicialización de la misma. Es decir, si alguien merece un reconocimiento en medio de estos círculos de un infierno dantesco al que nos ha llevado nuestra clase gobernante, es la ciudadanía.
Hace tiempo que la guerra política en y entre los poderes del estado, sumada a la corrupción imperante, es la que nos está fracturando. Y esta feroz pugna por el poder que se ha instalado nos regresa a la revisión de nuestra penosa historia. La diferencia es que hoy la guerra no se pelea con tropas, milicia o montoneras; se pelea con destituciones, suspensiones y vacancias, a las que se han sumado prisiones preventivas y allanamientos. El nivel de irrespeto entre distintas autoridades, cuyo objetivo mayor es eliminar al adversario antes de que este lo elimine a él; y de inobservancia de normas o de una proporcionalidad mínima en su aplicación, nos está conduciendo a la anarquía. Hemos retrocedido al Perú de comienzos de la República, con la diferencia que las armas para disputarnos el poder hoy son otras.