El Virreinato del Perú fue un periodo que abarcó casi 300 años y es de suma importancia en nuestra historia. Sus inicios se remontan a la dramática caída del imperio incaico a manos de los conquistadores españoles, quienes instauraron un nuevo régimen de gobierno y con él, una serie de costumbres y formas diferentes de comprender el mundo.
Estas distaban mucho de la cosmovisión de los antiguos habitantes del Perú, descendientes directos de los incas, y de su forma de vivir. Aunque el paso del tiempo evidenció un fuerte sincretismo cultural y el mestizaje no se hizo esperar demasiado, los españoles trajeron al continente otro punto sumamente relevante: la religión católica.
Dicho aspecto constituyó una de las más grandes preocupaciones de los colonizadores, quienes volcaron sus esfuerzos casi desde el principio a las labores de evangelización, en muchos casos aplicando el viejo dicho que reza ‘la letra con sangre entra’, es decir, echando mano de métodos cuestionables que generaron miedo en la población indígena de la época.
Una sociedad politeísta
El proceso de colonización en América incluyó desde sus inicios la introducción del catolicismo como una prioridad. Muchos pueblos dispersos por el continente fueron obligados a dejar atrás el sistema religioso que conocían para adoptar las costumbres traídas del extranjero y el culto monoteísta que proponían.
En Perú este proceso también tomó relevancia a tal punto que durante el periodo del virrey Francisco de Toledo se propuso hispanizar a las indios primero para que estos puedan aceptar el cristianismo de un forma más orgánica, razón por la que fueron organizados en lugares llamados ‘reducciones’, espacios diseñados con una estructura de ciudad rural española que facilitaba el control y las labores de aquellos destinados a enseñar la doctrina católica.
Como punto de partida, vale recordar que la sociedad inca se caracterizaba por ser politeísta, con un variado panteón de dioses para diferentes actividades y aspectos de la vida. Por otro lado, también se tenía solemnidad por los lugares sagrados como lo eran las huacas, espacios consagrados para ritos que a todas luces no eran bien recibidos por los conquistadores extranjeros.
Otro objeto de culto y honor fueron los mallqui, es decir, cuerpos momificados de antepasados. En tal sentido se debe mencionar que los gobernantes incas fallecidos seguían siendo tratados como dioses, cargados en andas, ataviados con sus mejores trajes e incluso participaban de varias ceremonias. Su importancia era tanta que los indígenas trataron de esconder las momias en lugares seguros para evitar que fuesen profanadas y destruidas por los españoles. El caso más conocido es el de las momias que terminaron en el hospital San Andrés, en Lima, y que incluso el Inca Garcilaso de la Vega documentó en su momento. Su paradero final es desconocido y todo un misterio.
En este contexto y con una sociedad con profundas divisiones a todo nivel, los cultos autóctonos fueron censurados y se usó la figura de los misioneros y miembros de órdenes como la de San Agustín, Jesuitas, y otras para instaurar la nueva religión.
Esto persistiría por mucho tiempo y aunque en algún punto pareció tener cierto éxito, pronto se descubrió lo contrario. Vale citar el caso de Huamachuco, donde padres agustinos habían evangelizado durante varios años, para luego caer en cuenta de que los indígenas aparentaban ser buenos cristianos, pero mantenían sus cultos locales en secreto, según explica el texto Extirpación de idolatrías e inquisición en el virreinato del Perú, de Iris Gareis.
Nace una institución
Para 1570, detalla el texto en mención, que el clérigo español Cristóbal de Albornoz visitó Ayacucho y encontró desde adoratorios hasta a huacas locales que eran objeto de culto.
Con el paso del tiempo y la llegada del virrey Toledo, se sugirió incluir a los indígenas dentro de la práctica inquisidora, ya que en su mayoría eran bautizados, pero persistían en sus viejas prácticas que fueron calificadas de demoniacas en más de una ocasión. Sin embargo, un nuevo descubrimiento en la provincia de Huarochirí dispararía por completo la campaña de extirpación de idolatrías en todo su esplendor.
En 1608 el cura doctrinero Francisco de Ávila denunció a su grupo de feligreses de ser idolatras y posteriormente fue nombrado como el primer juez extirpador de idolatrías por parte del Arzobispado de Lima.
Estas grandes campañas se intensificaron durante el siglo XVII, época donde esta práctica para erradicar los cultos locales había sido institucionalizada por la iglesia en Perú y fue una excelente herramienta para el control del pueblo indígena. Para Iris Gareis, esta entidad se complementaba con la Inquisición pero sin otorgarle más poder del que ya tenía. Por otro lado, vale mencionar que no se sometió a los nativos a las leyes inquisidoras por considerárseles neófitos en la fe.
Así, la extirpación de idolatrías estaba conformada por el Colegio de los caciques, la Casa de Santa Cruz, o de reclusión de ‘hechiceros’ en Cercado de Lima, y la Visita de Idolatrías.
Es importante destacar que el Colegio de los caciques estaba destinado a formar a los hijos de estas autoridades para que en el futuro ejercieran correctamente sus funciones y garantizar su obediencia; en tanto, la casa de Santa Cruz, era un espacio dedicado a la reclusión de religiosos andinos. Muchos permanecían allí hasta su muerte.
La Visita de Idolatrías, sanciones y abusos
Como se ha mencionado, esta fue una de las partes fundamentales de la institución. Aquí se nombraba a un juez eclesiástico que generalmente iba acompañado de un notario, un fiscal y durante algún tiempo, de padres jesuitas.
Esta visita se realizaba a los pueblos para justamente erradicar los cultos idólatras y seguían un esquema que se detalla en el texto de Gareis:
“En un acto solemne se leían el ‘edicto de gracia’ y el ‘edicto contra las idolatrías’. Ambos textos instaban a los lugareños a que descubrieran dentro de un cierto lapso de tiempo (...) denunciaran a los ‘idólatras’. Todos los delatores estaban exentos de castigo. Después de transcurrido el tiempo fijado, el visitador empezaba con los procesos”, explica.
Aquí se precisa también que estas visitas tuvieron algunos resultados gracias a estas denuncias anónimas. Luego de esto, se daba paso a técnicas como los interrogatorios, que tenían ciertas similitudes con los que se realizaban en la Inquisición.
Todo acusado que no cooperara era sometido a torturas tales que se recogió el caso de una anciana, la cual presentó una queja debido a que la brutalidad de su interrogatorio fue tal que quedó inválida.
Otros testimonios de la época incluyen los del cronista Guaman Poma de Ayala en su “Nueva crónica y buen gobierno”. Este recoge el punto de vista de los indígenas sobre los castigos, que incluían ser azotados, avergonzados y humillados en público. Uno de estos, bastante revelador, precisa que se acusaba a los indios de ‘adorar piedras’ para luego ser atormentados atándoles una soga al cuello y quemándoles la mano con una vela.
Asimismo, también se les subía a un carnero blanco y se les azotaba hasta que el pelaje del animal quedara teñido de sangre. Por tal razón, muchos naturales huyeron de sus pueblos o incluso se suicidaron.
Por otro lado, también se sabe que hubo castigos como la pena de galeras, que consistía en enviar al idólatra a trabajar propulsando este tipo de navíos; penas de carácter económico, destierro, prestaciones de servicios, confiscación de bienes, entre otros.
Lo cierto es que, muy al estilo inquisidor, del cual tomó muchas referencias la Extirpación de Idolatrías, hubo una fábrica de idólatras, estos, injustamente acusados, en muchos casos no tenían los medios para denunciar los abusos ya que no hablaban el idioma, por lo cual hacían uso de traductores que solían tergiversar sus mensajes y así muchas acusaciones por abuso sexual, violencia desmedida, y otros, fueron desacreditados, como el caso del doctrinero Juan de Esquivel y Águila, que se recoge en el documento Relación entre un juicio por idolatrías y una causa por capítulos en la doctrina de Santiago de Maray (1677-1678), de Agustín Bardales Padilla.
Un legado que se negaba a morir
Sin embargo, uno de los miedos que la población cargaba día con día era a la destrucción de sus imágenes sagradas. Es importante entender que su cosmovisión los mantenía cerca de lo que alguna vez fueron sus costumbres y raíces, ese pueblo orgulloso y milenario que había sido aplastado y vio un cambio casi traumático en su forma de vivir y pensar.
El solo hecho de ver cómo su momias, huacas y divinidades eran destruidas públicamente causaba terror, dolor, frustración y angustia entre los indígenas, quienes temían por la llegada de desastres o calamidades; además de ver un legado cultural ampliamente rico esfumarse poco a poco en el olvido.
Por esta razón se hicieron muchos esfuerzos por salvaguardar este vínculo con el Perú y sus antiguos gobernantes. Muchos mantenían la esperanza de que algún día sus dioses se levantarían y les devolvieran lo que la conquista les había arrebatado y en razón de ello velaron por mantener vivos sus cultos, transmitirlos a sus generaciones y no dejar que el gran imperio del se diluya.
En este punto se debe agregar que los extirpadores de idolatrías tuvieron un manual muy bien detallado sobre cómo hacer su trabajo, procuraron relacionarse y comprender qué tipo de cultos existían, cuáles eran los dioses y cómo pensaban los indígenas a fin de cristianizarlos; sin embargo, el tiempo ha mostrado que poco realmente era lo que se comprendía sobre la cosmovisión andina, llegando a dotar propiedades demoníacas a enseres tan útiles como los quipus.
Sobre su éxito en estas campañas de cristianización, la realidad es que en muchos lugares del Perú hubo resistencia; a veces casi abiertamente, y en otros casos en secreto, tal como detalla el documento “Extirpación de idolatrías e identidad cultural en las sociedades andinas del Perú virreinal (siglo XVII)”, también de Iris Gareis, que explica los casos de Huarochirí y Cajatambo.
Aquí se destaca que los indios no dejaron sus costumbres, ya que tuvieron estrategias para preservarlas, llegando a adorar incluso las cenizas de las huacas destruidas. Asimismo, las campañas y visitas no lograron expandirse por todo el territorio nacional. Aunque la cantidad de patrimonio destruido en cifras es desafortunadamen alta, se logró conservar gran parte de la identidad cultural, mucha de la cual persiste hasta hoy.