Con las primeras luces del día, la Morgue Central de Lima se sumerge en una rutina ajena a cualquier otro rincón de la ciudad. “Este año, vamos por el cadáver número 177″, dice Félix Briceño, director de este recinto, mientras el cuerpo es introducido en la sala de necropsia.
Un olor distintivo impregna el ambiente, una combinación entre desinfectantes y ese otro aroma, ese que trae a la mente la innegable fragilidad de nuestra vida. Hoy me toca ser testigo de aquellas historias que normalmente quedan ocultas en las sombras de Lima, las que ocurren aquí, donde cada minucioso detalle narra su propio relato, aunque paradójicamente, cada vida termine reducida a un simple número.
Mientras tanto, en el exterior, la capital sigue su curso cotidiano ajena a lo que sucede aquí, en este sombrío lugar del jirón Cangallo. La gente transita, las tiendas abren sus puertas, los vehículos surcan las calles y las funerarias inician con su horario de atención; un contraste palpable con este espacio donde cada nuevo rostro pierde su identidad para transformarse en una cifra más.
Tras la última huella: los secretos revelados en la sala forense
La tarea de recibir cuerpos en el recinto forense es un procedimiento meticuloso que comienza desde el mismo momento en que llegan. Con mucho cuidado, el cadáver número 177 es preparado para entrar en una etapa crucial: la exploración a manos de los médicos forenses.
Una vez superada la primera fase de recepción y preparación, el cuerpo, junto con un expediente, es entregado al médico forense. Este conjunto de documentos, aportados por las autoridades policiales, contiene un compendio de información vital que sienta las bases para la investigación. ¿Dónde fue encontrado el cadáver número 177? ¿En qué condiciones encontraron su frágil cuerpo?¿Ya tenemos los datos de su identidad o sigue siendo un número más? Y de manera crucial, tendremos el informe preliminar de la necropsia.
Enseguida nos dirigimos a la sala donde cada cuerpo que se presenta en este lugar inicia su último viaje sobre la precisión de una balanza digital. No se trata de un detalle menor: conocer el peso exacto forma parte del sistema de registro inicial, un primer paso para esclarecer las circunstancias de cada defunción.
Tras este momento, el cuerpo es trasladado a una mesa de metal, diseñada con la exactitud de las dimensiones humanas, un espacio frío y aséptico preparado para acoger la seriedad de la investigación. Aquí, en esta superficie inerte, como los cuerpos que reposan en ella, inicia un procedimiento que no deja de estar cargado de un profundo respeto por el misterio de la vida.
Mientras tanto, en una sala contigua, las familias esperan. Algunas con la esperanza de encontrar respuestas, otras simplemente buscando un cierre. Los rostros reflejan emociones que atraviesan el espectro del alma humana: desde el dolor más profundo hasta la aceptación serena.
El trabajo forense: donde cada corte cuenta una historia oculta
En la penumbra de una habitación, Dick Mamani, uno de los técnicos necrosadores que será el responsable de realizar el examen del cadáver 177 nos ofrece, a través de su mirada, una imagen de fatiga acumulada a lo largo de los años de servicio, reflejando la dedicación y la intrincada naturaleza de su oficio.
“Cada caso es un mundo”, afirma con voz serena mientras se adentra en la atmósfera controlada de la sala de autopsias. La luz blanca y fría ilumina cada rincón, revelando un espacio impregnado de una meticulosidad y orden casi quirúrgico. Con gesto firme pero cuidadoso, comienza a organizar su equipo sobre una mesa de acero inoxidable dispuesta al lado del cuerpo. Sus manos, protegidas por guantes de látex, se mueven con precisión, seleccionando cuidadosamente cada instrumento: pinzas, bisturís, jeringas, y recipientes esterilizados para muestras, todos dispuestos en una bandeja metálica.
Entre herramienta y herramienta, ajusta la luz sobre la mesa, asegurándose de que cada incisión, cada muestra por tomar, se realice bajo la mayor claridad posible. Los instrumentos, ya listos y al alcance de su mano, forman una especie de mapa que solo él sabe interpretar, una guía para navegar a través del silencio de los tejidos y órganos.
La incisión es el siguiente acto, realizada con precisión quirúrgica. La piel, tejidos y órganos son cuidadosamente examinados, revelando pistas ocultas sobre enfermedades, traumas y, a veces, sobre el acto final de la trama.
El médico forense, con una seriedad que anticipa el impacto de sus palabras, desvela las descarnadas verdades reveladas por los rayos X. Nos encontramos frente al cuerpo número 177, marcado por la brutalidad: los proyectiles en su tórax son el silencioso testimonio de una agresión mortal. Al avanzar en su exposición, nos muestra otra imagen aún más conmovedora y personal: un proyectil, lanzado con cruel intención, impactó cerca del pie, fracturando el fémur con una ferocidad que casi se transmite a través de la fotografía. Esta devastadora visual nos lleva a un punto de reflexión ineludible: ¿En qué momento desvanecimos el respeto por la vida ajena? ¿Quién podría albergar tanta indiferencia hacia la existencia de otra persona?
Por otro lado, Dick seguía en su misión, evaluando cada órgano, pesado y documentado. Finalizada la exploración interna, el cuerpo es suturado con cuidado, como si en cada puntada se tejieran también las respuestas encontradas durante la necropsia. Posteriormente, el cuerpo sería cuidadosamente lavado, preparando así su entrega a la familia en un estado óptimo, garantizando el respeto y la dignidad que merece en su despedida.
Sin embargo, no todos los cuerpos que llegan a este lugar comparten el mismo final. El ambiente cargado emite un mensaje poderoso, uno que el olfato detecta antes que el corazón: algunos de los cadáveres llevan ya tres días en este limbo terrenal, desamparados, sin que nadie venga a reclamarlos.
Pasadas las 36 horas, estos seres abandonados, que en su última morada encuentran la soledad más profunda, son enviados a los nichos ‘El Sauce’ de San Juan de Lurigancho para recibir su último adiós. A veces, en ausencia de reclamos, sus restos pueden ser cedidos a instituciones académicas para fines de investigación y estudio.
El último adiós en el umbral de la vida
El cuerpo número 177 finalmente encuentra su descanso, cruzando el umbral hacia el silencio eterno. En este acto final, el trabajo meticuloso y respetuoso de los profesionales de la morgue entrega no solo respuestas, sino también consuelo a aquellos que quedan atrás. Aunque su identidad pueda haberse reducido a un número en los registros, el cuidado y la dignidad con que se maneja su partida recuerdan que detrás de cada cifra hay una historia humana, un legado que trasciende la muerte. Así, mientras las puertas de la morgue se cierran tras el último adiós, la vida continúa su curso afuera, indiferente y ajena, pero siempre acompañada de los ecos silenciosos de las historias que se quedan atrás.
En este último viaje, hay historias no contadas, despedidas silenciosas, caminos que nunca encontraron su rumbo, familias desoladas y, en medio de ese festival de la muerte, el incansable esfuerzo de aquellos que trabajan en la sombra para ofrecer dignidad o alivio en el adiós.