El dolor físico es parte inherente de la vida del ser humano y puede ser descrito como una sensación insoportable. Por esta razón las antiguas civilizaciones buscaron mil formas de aliviarlo echando mano de las diversas técnicas que tenían a su disposición y que incluían las limitaciones de esas épocas. Entre ellas estaban los exorcismos, oraciones, la acupuntura, el frío, el uso de plantas variadas que iban desde la mandrágora hasta el cannabis y hasta un fuerte golpe en la cabeza del paciente que no era la mejor opción, pero sí bastante efectiva cuando de perder la consciencia se trataba.
Por supuesto, el dolor no solo deriva de enfermedades, sino que también se experimentaba al momento de las intervenciones quirúrgicas o tratamientos derivados. Y aunque es fácil creer que el paso del tiempo ayudó a desarrollar métodos más sofisticados para tratar el dolor bastante pronto, lo cierto es que la anestesia tal y como la conocemos hoy en día llegó hace solo unos pocos siglos al mundo.
Antes de ello realizar una operación compleja tenía no solo una baja tasa de éxito, sino que era una tortura y un suplicio digno de una película de terror para los pacientes.
Antes de hablar de las intervenciones como tales, es importante recordar que en Perú también se ha recorrido un largo camino para llegar a los métodos que conocemos en la actualidad.
Los antiguos habitantes del país solían usar en principio la hoja de coca cuando de intervenciones se trataba. Según detallan textos especializados, las hojas eran comprimidas en forma de una ‘bola’ y puestas sobre las heridas quirúrgicas. A esto se le añadía cal, ceniza o la saliva del cirujano consiguiendo un efecto analgésico que era bastante potente y se usaba incluso para las trepanaciones.
Con el paso del tiempo y la llegada de los conquistadores españoles a nuestras tierras se empezaron a considerar nuevos métodos para realizar las cirugías, sin embargo, no había realmente un control respecto del dolor y mucho menos un conocimiento consistente de la anatomía humana. A esto se le debía sumar la falta de medidas para evitar las infecciones y una clara pelea entre la incipiente medicina y la cirugía que no hacía más que agravar el atraso para ambas disciplinas.
Lo cierto es que este contexto propio de la edad media fue una realidad en el Perú colonial, donde las cirugías eran necesarias pero se realizaban por personas poco experimentadas como los barberos que luego eran cirujanos. Por supuesto, hay registro de médicos muy hábiles como el bisturí, pero que eran de razas consideradas inferiores, por lo tanto no tuvieron acceso a los estudios necesarios para desempeñar su oficio.
Dicho esto, para las intervenciones quirúrgicas se usaban métodos como el opio, droga extraña durante sus inicios, así como su principal derivado, la morfina. También se recurrió a la entonces famosa esponja soporífera. Para sedar a un paciente se requería preparar previamente este implemento.
Según relata el texto “El dolor y la cirugía en el Perú antes del descubrimiento de la anestesia”, de César Cortés Román, para la esponja era necesario seguir una serie de pasos que se relatan en el “Antidotario de Bamberg”.
“Tómese opio, jugo de moras amargas, beleño, jugo de euforbio, jugo de hojas de mandrágora, jugo de hiedra, semillas de lechuga, de lampazo y de cicuta, cada uno en cantidad de una onza, mézclese todo en un recipiente de cobre y colóquese en éste una esponja nueva; hiérvase todo durante largo tiempo, bajo el sol en los días de canícula, hasta que todos los elementos se hayan consumido y cocido dentro de la esponja. Siempre que sea necesario se sumergirá esta esponja en agua caliente durante una hora y se colocará bajo las narices del paciente hasta que éste se duerma. Así podrá efectuarse la operación; al término de ésta, para despertar (al enfermo) se empapará otra esponja en vinagre y se pasará repetidas veces ante la nariz (del operado). Se pondrá también bajo su nariz jugo de raíces de heno. Se despertará inmediatamente”, precisa el texto dando luces del uso de la esponja para lidiar con el dolor de las cirugías.
Otras sustancias utilizadas para los pacientes eran la tristemente célebre cicuta y el alcohol, que se aplicaba para dejar a los pacientes ‘borrachos’ y evitar que sientan dolor. Esto se utilizó durante los periodos de guerra, donde se realizaron muchas amputaciones sin anestesia.
Pese a los muchos esfuerzos que se hicieron, los expertos no lograron mermar el dolor en los pacientes y esto fue así durante mucho tiempo en el Perú. Según el texto de César Cortés Román, el doctor Miguel Rojas Mesía, miembro de la Sociedad Peruana de Historia de la Medicina y ministro durante los Gobiernos de Eduardo López de Romaña y Augusto B. Leguía, relató cómo era una cirugía antes de la aplicación de la anestesia:
“A un viejo amigo le oí más de una vez, referirse en su conversación a una escena de hospital de la que decía, le había quedado en la retina. Una imagen imborrable. Tenía 13 años cuando una mañana su padre, que era Inspector de Hospitales, le llevó a uno de ellos. Ahí, en momentos en que ya se retiraban, oyendo alternativamente gritos angustiosos y sollozantes gemidos, entraron en el aposento del cual procedían. Un cirujano jadeante y sudoroso pugnaba por arrancarle una de las costillas a un pobre enfermo, mientras dos o tres ayudantes sujetaban a éste contra la mesa, como una res destinada al sacrificio. No pudieron permanecer ahí más de un minuto (...) algún tiempo después supo mi amigo que el cirujano aquel, había hecho la operación en breve tiempo, pero que la había terminado en un cadáver”. Como se puede apreciar, las intervenciones podían ser un suplicio y terminar con la muerte de los pacientes, es decir, había una alta tasa de mortalidad.
Vale mencionar que por aquellos días las intervenciones a nivel de Latinoamérica compartían ciertas características, como el amarrar a los pacientes de forma violenta, operaciones en contra de la voluntad del enfermo y hasta personas que preferían morir antes que ser intervenidas.
Asimismo, muchos de estos procesos eran llevados a cabo en casas y consistían principalmente en drenajes de abscesos, retiro de quistes y tumores externos, uretrotomía, amputaciones, cauterizaciones con hierro candente y demás. Precisa el libro “Historia de la Anestesia en Sudamérica” que incluso se usó el “cuchillo calentado al rojo para cortar y hemostasiar al mismo tiempo; en esa forma se intervenía en un campo operatorio con poca sangre”.
El personal sanitario que atendía estos procedimientos solían ser cirujanos, médicos egresados de algunas Facultades de Medicina, sangradores, ensalmadores, comadronas, boticarios y miembros de comunidades religiosas como los dominicos o jesuitas; pero también charlatanes, curanderos, hechiceros y chamanes. Cabe agregar que en aquellos días las heridas en el tórax o abdomen eran casi siempre mortales.
El factor rapidez era vital, entre el dolor y los rudimentarios métodos, no había tiempo que perder al realizar las operaciones. Sobre el perfil de un experto en materia de cirugía en la era preanestésica, que duró muchos siglos, vale tomar en cuenta la descripción del médico romano Celso I, que evidencia no solo las cualidades de un buen cirujano de antaño, sino que también permite imaginar la presión física y emocional que suponía tratar de salvar una vida en medio de gritos desgarradores y una serie de complicaciones.
“El cirujano debe ser joven, de mano firme y nunca temblorosa; de vista clara y penetrante; de corazón inaccesible al temor. En su piedad, proponiéndose ante todo curar al enfermo, lejos de dejarse conmover por sus gritos hasta el punto de precipitarse más de lo que el caso exige, o de cortar menos de lo que es menester, practicará su operación como si los quejidos del paciente no llegasen hasta él”.
No obstante, este suplicio en el campo de la medicina encontraría alivio en el siglo XIX. Atrás quedaron los gritos desgarradores en los hospitales y casas. El clásico dicho que reza ‘la cura resulta más mala que la enfermedad’ dejó de ser una realidad un 29 de abril de 1847, cuando el doctor Julián Sandoval y Bravo aplicó la primera anestesia con éter del Perú.
Relata la historia que el paciente sometido a esta primera ‘eterización’ presentaba una fractura doble en el brazo y esquirlas incrustadas que le causaban un terrible sufrimiento. El afortunado hombre aspiró el gas en cuestión mientras se encontraba sentado y, aunque no durmió, estuvo narcotizado en todo el proceso. Al terminar la intervención fue sacado al patio a respirar y aseguró no recordar nada.
Por supuesto, este fue solo el inicio de una serie de intentos que incluyeron más adelante al cloroformo como principal rival del éter.
Este era más fácil de aplicar y aunque se le atribuían efectos como daño hepático y paros cardiacos, fue muy popular durante la Guerra del Pacífico, ya que no era explosivo, algo ventajoso considerando que las operaciones se hacían a la luz de las velas, según precisa el libro del doctor Adolfo Héctor Venturini, “Historia de la Anestesia en Sudamérica”. Lo cierto es con esa primera aplicación de éter se dio fin a la época preanestésica en Perú.
El avance de los métodos para eliminar el dolor en las operaciones ha logrado mejorar la calidad y esperanza de vida de los pacientes. En 1964 esta rama de la medicina dio un paso más al crearse la Residencia de Anestesiología y desde entonces la carrera continuó hasta llegar a nuestros días, donde es impensable realizar una operación, por muy pequeña que esta sea, sin antes sedar a los pacientes. Una cuestión de humanidad y avances científicos beneficiosos que dejan claro que no todo tiempo pasado fue mejor.