Los servidores públicos (o en mi caso, los ex servidores) hemos escuchado, participado, impulsado y renegado de cientos de “reformas” en el Estado a lo largo de los últimos 25 años. Reformas las hemos tenido y de todos los calibres o temáticas: vinculadas con sectores específicos (educación, transporte, salud, comunicaciones, etc.), o transversales como seguridad ciudadana, sistema de prevención y respuesta a desastres, pensiones a cargo del Estado, lucha anticorrupción, reducción de trabas burocráticas, entre otras.
Aun cuando algunas de ellas tuvieron resultados positivos, muy pocas sobreviven, y la sensación del ciudadano común, como de aquellos que estudiamos la cosa pública, es que las necesidades y los problemas siempre terminan rebasando los débiles (e inconstantes) intentos del Estado para otorgar servicios públicos de calidad.
Luego de 25 años, siento que todos los intentos de reforma del Estado se han transformado en la cínica sentencia con las que el joven Tancredi Falconeri tranquilizaba a su tío, el Príncipe de Salina. Hemos cambiado todo para que todo siga igual.
Entonces, ¿estamos condenados a transcurrir eternamente por este interminable tobogán de mediocridad? Yo creo que no.
Hace muchos años, cuando era un invisible practicante varado en medio de conversaciones de gente importante, escuché que en los años 70, cuando el Perú tenía una capacidad económica y militar muy superior a la chilena, la estrategia del vecino no era rearmarse (no tenía los recursos para hacerlo), sino conocer al detalle a su adversario, buscar toda la información posible sobre quiénes dirigirían las operaciones de guerra y conocer cada debilidad, cada cualidad, cada perfil de cada jefe y de cada comando. El objetivo era simple: las mejores armas, tecnologías o estrategias siempre recaerán en las manos de personas de carne y hueso, cuya capacidad y fortaleza será la determinante para que esa arma, esa tecnología o esa estrategia realmente funcionen.
No sé si la historia que contaban estos señores era real o no, pero el mensaje quedó grabado: las personas son lo determinante para que un sistema funcione o fracase; y es precisamente en ese aspecto donde la reforma del Estado ha sido débil o simplemente inexistente.
En efecto, si queremos que cualquier política pública cumpla los objetivos trazados, el Estado debe contar con: i) los líderes adecuados que sepan cómo sostener dicha política a pesar de la resistencia que siempre habrá; ii) cuadros directivos que adviertan los problemas en la formulación o implementación de dichas políticas y propongan soluciones viables desde el punto de vista técnico y operativo; y, iii) servidores de carrera que no se dejen influenciar ni por el poder político partidario de turno, ni por los intereses privados que regulan.
Es decir, todos los cambios o reformas que voluntariosamente emprenda el Estado nos llevarán exactamente al mismo punto de inicio si no apuntamos al factor humano de la gestión pública, esto es, si no hacemos: i) una reforma política (para que el Estado tenga los mejores líderes a nivel nacional, regional y local; tanto en el Ejecutivo como en el Congreso); ii) una reforma del modelo de descentralización (actualmente diseñado pensando en autoridades que hacen y dirigen la gestión pública dentro de sus territorios, cuando en la práctica dichas autoridades —generalmente— no tienen ni las capacidades ni los equipos para dirigir o gestionar servicios públicos); y, iii) una efectiva reforma del servicio civil (para contar con servidores de carrera y directivos seleccionados meritocráticamente y no por mecanismos de clientelismo político).
Precisamente sobre este último punto, hace unos días se publicó —inadvertidamente— el Decreto Legislativo N° 1602 - Decreto Legislativo que modifica la Ley Nº 30057, Ley del Servicio Civil, para fortalecer la gestión pública a través del tránsito de las entidades públicas y promover el acceso meritocrático de los servidores civiles al régimen del servicio civil, y dicta otras disposiciones. Su principal objetivo es que la mayoría de las entidades públicas del poder Ejecutivo transiten en el 2024 al régimen del servicio civil, luego de casi 10 años de tropezones y contramarchas en las que solo 18 entidades completaron dicho tránsito.
Estoy absolutamente seguro que salvo el Ministerio de Economía y Finanzas, y algunas oficinas de la PCM, nadie en el Poder Ejecutivo entiende las exactas dimensiones de esta norma aprobada en el Consejo de Ministros. El impacto que podría tener en la gestión del Estado es espectacular, porque en menos de un año se tendrían las bases para que la burocracia peruana no solo se someta a un régimen meritocrático de ingreso, evaluación, progresión y cese, sino que esa burocracia tendría un blindaje contra la arbitrariedad y precariedad política que genera una alta rotación en los puestos técnicos y una inestabilidad de las políticas públicas.
¿Se pueden imaginar un Estado en donde las entidades sepan qué puestos se deben contratar y no se inventen puestos ad hoc y sin sentido?
Ahora el reto está en SERVIR, en su equipo y en la sinergia que debe existir entre el MEF, PCM y los sectores. De ellos depende ahora que todo, ahora, empiece a cambiar de verdad.