A lo largo de la historia del Perú, la prostitución ha perdurado como un fenómeno desafiante que trasciende el tiempo. Aunque comúnmente se le otorga el título de ‘uno de los oficios más antiguos del mundo’, la autenticidad de esta afirmación resulta difícil de verificar. En nuestro país, el comercio sexual aún es un tema tabú, suscitando susurros y miradas esquivas.
En su investigación “Hacia una historia de la prostitución”, el profesor Gonzalo Portocarrero habló sobre esta práctica como una forma de organización de la sexualidad que debe entenderse en el contexto del patriarcado, del sistema social definido por la dominación masculina.
La palabra “prostitución”, derivada del latín “Prostituere”, se traduce literalmente como “exhibir para la venta”. La Real Academia Española, por su parte, la define como la actividad en la cual alguien mantiene relaciones sexuales con otras personas a cambio de dinero. Más allá de la etimología y las definiciones, esta actividad acarrea una realidad compleja, un entramado de historias individuales que se entrelazan en las calles y callejones de la cotidianidad.
A pesar de la falta de certezas sobre el momento exacto en que este oficio inició en el mundo, se tiene constancia de su práctica desde los tiempos de los incas, cuando los antiguos peruanos ya exploraban los límites de la sexualidad y cuando el comercio se realizaba mediante el trueque.
La prostitución en el Tahuantinsuyo
Hablar de prostitución en tiempos del Tahuantinsuyo, y tomando en cuenta que no existía una moneda de cambio en esa época, puede sonar contraproducente, tal como lo conocemos hoy en día. Sin embargo, en los relatos del cronista mestizo Inca Garcilaso de la Vega, se habla de una realidad similar: las pampayrunas.
En sus crónicas, se revela lo siguiente: “Se permitía que en semejantes juntas de borracheras y bebidas viniesen las mujeres rameras o solteras que no fuesen vírgenes ni viudas, o las mancebas o mujeres legítimas de cada uno, y en casas o escondrijos, que por allí había muchos, cometiesen fornicaciones y torpezas, porque cesasen los incestos, los adulterios y estupros y nefandos”.
Estas mujeres, sin embargo, vivían en los márgenes de la sociedad, lejos de las ciudades. Eran prisioneras de guerra, huérfanas, esclavas, víctimas de violación o abandonadas por adulterio. Según Waldemar Espinoza, eran compelidas al meretricio como medida para prevenir violaciones, adulterio y actos nefandos.
Las pampayrunas, si quedaban embarazadas, veían a sus hijos criados por el Estado, incapaces de ejercer el papel materno. Estos niños, conocidos como “los churi o hijos del común,” crecían para dedicarse al arduo trabajo del cultivo de la coca, una labor que, si bien exigía esfuerzo físico, les permitía subsistir.
El oficio de las prostitutas del antiguo Perú no solo generaba desdén por parte de los hombres, quienes las consideraban seres inferiores, sino también prohibiciones para las mujeres del reino de cruzar palabra con ellas. En el gobierno del Inca Pachacutec, se estableció un reglamento que controlaba la conducta de estas mujeres.
Se pactaba un pago por el servicio sexual, a través del trueque o intercambio de bienes o alimentos, la única forma de transacción de la época. El pago estaba sujeto a la voluntad del cliente, y debían aceptar a cualquier hombre que se les acercara, ganándose así el título de “Mitahuarmis” o mujeres de turno.
Por otro lado, las pampayrunas no tenían el derecho de casarse sin el consentimiento del Inca. Romper esta regla invalidaba su matrimonio y las excluía socialmente. La desobediencia a estas normas condenaba a las mujeres a ser rapadas públicamente. Pero el castigo no se limitaba solo a ellas; los varones casados que tenían intimidad con ellas eran atados de pies y manos, enfrentándose al juicio de los parientes de sus esposas.
¿Cómo se cuidaban las pampayruna?
Las mitahuarmis y pampayrunas desafiaban la maternidad no deseada con métodos ancestrales. Para esquivar el destino de la fertilidad no planeada, estas mujeres confiaban en la sabiduría de la naturaleza, empleando plantas como el molle y la flor de chicoria como sus aliados en la prevención del embarazo. Un brebaje, elaborado en forma de agua de tiempo, se convertía en su resguardo nocturno, ingerido antes de ir a dormir.
En cuanto a su longevidad, el silencio de los registros históricos deja incertidumbre sobre los años que se dedicaban a la actividad. La vejez de estas mujeres permanece oculta en las sombras del pasado, sin cifras ni datos para revelar la duración de sus días. Sin embargo, se intuye que su desenlace se veía ensombrecido por la soledad y la desgracia, como una sentencia a la cual estaban destinadas.
No fue un oficio solo de mujeres
En el contexto de la civilización incaica, la fluidez de las relaciones personales adoptaba matices que desafiaban las normas occidentales. Algunos incas permitían una flexibilidad poco común: el servinacuy, una suerte de prueba antes del matrimonio, y la tolerancia hacia la homosexualidad, que encontraba su lugar entre curacas, sacerdotisas y guerreras lesbianas.
En los dominios de los templos, el travestismo se alzaba como una expresión libre, desafiando las barreras de género. La prostitución, una presencia palpable tanto entre hombres como mujeres, se desplegaba incluso en tiempos de guerra, cuando algunos servían a los soldados en un acto que desafiaba las convenciones occidentales.
Los relatos de Fray Gregorio García y Juan de Santa Cruz pintan un retrato intrigante de este panorama. Mientras García destaca la existencia de prostíbulos en el Incanato, el cronista Juan de Santa Cruz asevera que bajo el reinado del Inca Lloque Yupanqui se criaban jóvenes específicamente para este oficio, los pampayruna, que vivían en templos ataviados con ropas femeninas.
A diferencia de sus contrapartes femeninas, los pampayruna masculinos eran objeto de ciertos privilegios y gozaban de popularidad. Residir en los templos y recibir un pago mayor eran parte de las prerrogativas que acompañaban su oficio.