En el corazón de San Juan de Lurigancho, donde se albergan más de un millón de personas, el penal Miguel Castro Castro irradia una actividad inusitada. Traspasando las imponentes murallas del complejo, se filtra un aroma que rompe con la monotonía penitenciaria: el inconfundible perfume del panetón recién horneado que inundaba el ambiente.
Dentro de un modesto taller, bajo un techo de láminas metálicas, donde el calor rebasa con facilidad los 30 grados, un grupo de reclusos encuentra renovada esperanza en la elaboración del panetón, ese tradicional dulce peruano que evoca tiempo de unión y festividad, ha sido bautizado como “Panetón San Miguelito”.
“La iniciativa de constituir una panadería nace de un grupo de internos, estamos hablando de 21 años atrás. Todo ha sido con ayuda de las autoridades”, comenta Sergio Vílchez, principal impulsor de panificadora San Miguelito.
Más que un espacio de labor, el taller de panadería se ha convertido en un santuario de paz y dedicación. Entre grandes sacos de harina y mesadas polvorientas, estos hombres, marcados por distintos futuros judiciales, se transforman en maestros panaderos, portadores de una habilidad que desafía los límites de su encierro.
Bajo la tutela de capacitadores profesionales, cada amasado y horneado es un peldaño más hacia la maestría de un oficio con la potencialidad de perdurar más allá del encierro. A través de la precisión en las mezclas y la selección de los ingredientes, emerge no sólo un dulce de alta demanda en la temporada, sino que germina una oportunidad de reconstrucción personal para cada interno.
Los panetones del penal Castro Castro no simbolizan únicamente la faceta comercial de las festividades, sino que encarnan el anhelo y la determinación de un colectivo obrando por recomponer las páginas de sus vidas.
Mientras afuera la gente se engalana para las celebraciones, detrás de las paredes de esta prisión se redacta un relato de redención y optimismo. En su historia se entretejen el dulce olor del horneado, la degustación de sabores y la muda pero ferviente expectativa de un porvenir más promisorio. Cada panetón que enfría sobre las rejillas es testimonio de un potencial renacer, de la promesa de que los hombres detrás de su creación puedan, algún día, reconstruir sus destinos.
Una historia de resiliencia y transformación surge tras las rejas del penal Castro Castro, donde Sergio Vílchez, a la edad de 18 años y enfrentando una condena por el delito de apología al terrorismo, se convierte en el pionero de un emprendimiento singular: la panificadora San Miguelito.
Condenado en su juventud y portando el estigma de un delito que lo marginó socialmente, Vílchez encontró en la panadería no solo una distracción, sino una auténtica pasión. Los horneados y la harina se tornaron para dar un nuevo significado a su vida entre muros.
“San Miguelito, para mí, ha significado una oportunidad, oportunidad para desarrollarme como persona y reforzar el vínculo familiar. Me permitió estrechar más el lazo de la familia, entender en profundidad lo que significa emprender un proyecto, asumir responsabilidades y valorar la importancia del trabajo”, dijo a Infobae Perú.
Los cursos de panadería ofrecidos en el penal se convirtieron para él en un descubrimiento decisivo. Bajo su iniciativa y con habilidades recién adquiridas, Sergio fue esencial en la puesta en marcha de la panadería dentro del penal, dotando al establecimiento de una energía de calidez y ofreciendo a sus compañeros internos una fuente de esperanza y trabajo.
Sergio, con determinación, se convirtió en un ejemplo palpable de transformación. “Siempre he creído que estando en el penal tienes dos opciones: o te derrumbas o te fortaleces”, afirmó.
Escogiendo lo segundo, demostró que la voluntad puede trascender las barreras físicas y que incluso en los contextos más desalentadores es posible construir un emprendimiento lleno de significado.
Actualmente, la panificadora San Miguelito forma parte del proyecto Cárceles Productivas y se ha convertido en mucho más que un simple establecimiento de panadería. Representa un poderoso símbolo de la capacidad de superación y del impacto positivo que tiene la reinserción laboral, gracias a la perseverancia y compromiso de sus integrantes. Es, sin duda, el vivo reflejo de la decisión de Sergio de reconstruir su vida con firmeza y optimismo.
La historia de Cynthia Milagros se tiñe de tenacidad y entrega. Como esposa de Sergio Vílchez, ella tomó las riendas de un desafío mayúsculo: potenciar la panificadora San Miguelito expandiendo las fronteras de sus ventas hasta el exterior.
“En un inicio solo se pensaba en un público aquí, cautivo, pero viendo el producto, la calidad y todo este tipo de cosas, hemos logrado que clientela de afuera pueda consumir panetones San Miguelito”, afirma Cynthia.
Este proceso no fue sino una prueba de fuego, una en la que cada panetón que salía de la prisión hacia el mundo exterior llevaba consigo el peso de incontables horas de esfuerzo y la convicción de superar barreras que parecían infranqueables.
El camino estuvo sembrado de obstáculos, desde la burocracia hasta el escepticismo de potenciales clientes; sin embargo, estas pruebas no hicieron más que aguzar su destreza y determinación.
Con una mezcla de estrategia y audacia, Cynthia tejió una red de contactos que abarcaba desde funcionarios municipales hasta líderes de instituciones, apostando por cada oportunidad de dar a conocer el producto. Con cada llamada, reunión y degustación, San Miguelito iba cobrando renombre en el mercado, y lo que en un principio era un proyecto modesto dentro de las paredes de un penal, comenzaba a perfilarse como un emblema de calidad y superación.
La vida de Leónidas Sinche tomó un significativo rumbo cuando el destino lo guió a convertirse en parte de algo más grande que él mismo, más allá de las sombras que alguna vez definieron sus días. En el corazón del penal Castro Castro, donde se erige la esperanzadora estructura de la panificadora San Miguelito, encontró no solo un empleo, sino también un propósito.
“Aquí hay que tener las ganas y la voluntad de quedarte. Todos somos como hermanos, somos una familia”, comenta Leónidas a Infobae Perú.
Antes de entrar en el mundo del amasado y horneado, Leónidas caminaba por un sendero incierto, uno marcado por las limitaciones intrínsecas de la vida tras las rejas. Sin embargo, su historia cambió al embadurnarse las manos de harina y sentir el calor del horno. Allí, su labor en la panadería se convirtió en la piedra angular de un nuevo comienzo, uno que prometía redención a través del fragante aroma del pan recién horneado y la textura suave del panetón tradicional.
En los rincones del penal Castro Castro, la panificadora San Miguelito se erige como un horizonte de esperanza. Los internos, convertidos en artesanos del sabor, encuentran en el amasado del panetón más que un oficio: una segunda oportunidad.
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Este proyecto es un testimonio de transformación y redención, donde cada panetón se convierte en un símbolo de la capacidad humana de crecer y evolucionar más allá de las circunstancias adversas. En San Juan de Lurigancho, la Panificadora San Miguelito es más que una fuente de delicias navideñas; es un faro de humanidad en medio de la adversidad.