A lo largo de su historia, el Perú no ha estado exento de las crisis, por el contrario, ha sufrido episodios complejos desde el ámbito político y social, hasta temas de salud pública que amenazaron la vida de miles de ciudadanos. Es importante recordar que las políticas de esa naturaleza tardaron un poco más de lo previsto en aplicarse en el Perú. En tal sentido, ciudades como Lima o Callao fueron durante mucho tiempo caldo de cultivo para epidemias como la peste, el cólera y la temida fiebre amarilla.
Esta enfermedad hoy es fácil de controlar gracias a los avances en el campo de la medicina y el uso de las vacunas, pero en su momento resultó mortífera para un gran sector de la población, llegando a mermar a casi el 5% de habitantes de Lima luego de su arribo en 1868, y reconfigurando por completo la realidad y el futuro de la capital.
Primeros brotes
Esta enfermedad, que ha sido conocida desde la antigüedad, se volvió endémica en varias ciudades de Latinoamérica aproximadamente desde el siglo XVII, y se cree que habría llegado a Perú mucho antes de que desatara una epidemia de grandes proporciones.
Esto se puede asegurar haciendo un recuento de los casos aislados detectados en los años 1851, 1852 y 1853, principalmente en verano, cuando las temperaturas eran más altas y se daban las condiciones ideales para que el mosquito transmisor, Aedes aegypti, pudiera reproducirse e infectar a las personas.
En 1853 hubo un primer brote de considerable intensidad que obligó a las autoridades a ejercer medidas rigurosas en el puerto del Callao, y otras para el control sanitario a través de la construcción de lazaretos, espacios dedicados a atender a personas infectadas. Para 1854, la enfermedad ya había cobrado la vida de 500 personas. Pese a ello, el brote no se volvió a repetir en los años siguientes y se podía decir que desapareció por un tiempo, dejando una tensa calma entre la población que volvió a vivir su vida con normalidad.
Una ciudad insalubre
Cabe destacar que por aquellas fechas, cuando ocurrieron los primeros brotes, se solicitó la construcción de un hospital en Bellavista, Callao, ya que el nosocomio de San Andrés, uno de los pocos que había en Lima, se encontraba dentro de los límites de la muralla y se creía que el traslado de los enfermos desde el primer puerto hacia este lugar podría diseminar la fiebre.
Asimismo, Lima tenía un pobre sistema hospitalario, así lo había advertido Hipólito Unanue mediante un informe situacional que hizo en el siglo XIX, donde señalaba la sobrepoblación de pacientes, las habitaciones con poca luz y ventilación, la falta de personal médico y las letales confusiones en la distribución de los medicamentos y remedios.
También existían en la ciudad problemas como el hacinamiento en las viviendas producto de las condiciones de pobreza, pocos fondos de la Municipalidad para hacer frente a una epidemia y mucha insalubridad. Sumado a esto, el comercio constante en el puerto del Callao propició la llegada de la infección a través de los mosquitos que se hallaban en los depósitos de agua de los barcos provenientes de Guayaquil o Panamá.
El año de la peste
Llegó 1868 y la fiebre, que había dejado de dar problemas por algún tiempo, hizo su aparición pero de una forma estruendosa, mortal y nunca antes vista. Ni las cuarentenas impuestas en los barcos de comercio lograron frenar su avance que empezó en la costa norte del Perú con estragos devastadores.
La epidemia se expandía con dirección al Sur y pronto se instalaba en la capital. Para ese año, José Balta asumió la presidencia y se convirtió en uno de los primeros negacionistas de aquella epidemia.
Como era de esperarse, pronto los hospitales a cargo de la Sociedad de Beneficencia colapsaron sin que hubiera un ministerio como tal que se encargara de administrarlos. Manuel Pardo, el presidente de la entidad en esa época, tuvo una labor de importancia en la lucha contra la enfermedad al movilizar sus recursos y conectar con la población visitando los hospitales e implementando mejoras, como la construcción de más lazaretos o apoyando en las labores de desinfección.
Lamentablemente, la generosidad e ímpetu de ayudar le costó a Pardo la muerte de uno de sus hijos producto de la fiebre amarilla que él mismo habría llevado a su hogar en alguna de sus visitas a los hospitales.
La enfermedad, que se transmite por la picadura del mosquito Aedes infectado con el virus, produce en las personas cuadros de fiebre, dolores, pérdida de apetito, náuseas o vómitos. Sin embargo, tiene una segunda fase donde el daño hepático y renal se ve reflejado en la ictericia o color amarillo en la piel, el llamado “vómito negro” y sangrados que conducen finalmente a la muerte.
Aunque los síntomas descritos eran terribles, eran identificables y constituían parte de lo poco que las personas sabían sobre la enfermedad, ya que la forma de transmisión era un misterio e hizo de ese año uno de los más dramáticos y trágicos para la ciudad.
No había ningún rincón por donde alguna persona no llorara la pérdida de un ser querido. El luto se había apoderado de la ciudad, junto con los carruajes que transportaban enfermos a los hospitales y lazaretos, y aquellos que llevaban a los muertos al cementerio.
Medidas, remedios y xenofobia
Como ocurre en toda epidemia, las personas empezaron a buscar remedios eficaces para aliviar la fiebre. La medicina respondió con algunos esfuerzos, pero sus tratamientos consistían en purgantes, sangrías y vomitivos que causaban miedo en la población; por esta razón, muchos optaron por acudir a los herbolarios chinos, la acupuntura y hasta “remedios mágicos”, como el llamado “Febrífugo Guerrero” o el “Jarabe del doctor Kanvanauth”. Muchos decían que para curar la enfermedad se debía comer mostaza o tomar pócimas a base de vinagre y limón.
Por otro lado, se usaba Fenol y hasta cilindros donde se quemaban elementos como la pólvora o cuernos de vacas y toros para purificar el aire. También se realizaban campañas de limpieza, fumigación y atención médica gratuita que fueron beneficiosas para la población. Se suspendieron las clases en colegios, las fiestas masivas, eventos, entre otros; en tanto, la prensa advertía sobre la importancia de la prevención.
También se exacerbó la xenofobia en contra de los ciudadanos chinos e incluso se les separó del resto de enfermos en los hospitales y lazaretos. Esta discriminación llegó a tal nivel que en el Callao se prohibió la pesca, ya que se aseguraba que los peces se alimentaban de los cadáveres de asiáticos infectados que habían sido lanzados desde los buques, según indica el programa Sucedió en el Perú.
Los rezos y plegarias tampoco se hicieron esperar y fueron recomendados por la iglesia, que aprobó de forma excepcional la salida del Señor de los Milagros a finales de abril.
¿Cuánta gente murió?
La epidemia de la fiebre amarilla fue sumamente mortífera y está catalogada como la más letal de la historia de Lima. Duró aproximadamente desde marzo hasta junio y mató a 4445 personas.
Vale mencionar que en una ciudad habitada por casi 100 mil habitantes, dicha cifra se traduce en una tasa de mortalidad muy elevada. Para el caso de regiones el número de fallecidos se desconoce, pero se sospecha por algunos testimonios de la época que también fue bastante alto.
La fiebre amarilla apagó la vida de algunas personalidades como Francisco Lazo o Luis Montero, pintores peruanos, o Toribio Pacheco, político y periodista. Sin embargo, a pesar de la desgracia, también le dio a la ciudad un nuevo rostro, ya que luego de la convulsionada época se tomó en consideración ampliar los servicios sanitarios, dando como resultado la construcción del Hospital 2 de mayo y se inició la demolición de las murallas de Lima para evitar el hacinamiento. Asimismo, propició nuevas obras de saneamiento y una nueva visión del futuro con una ciudad más moderna y ordenada.