La Guerra del Pacífico es uno de esos episodios que han dejado huella en la historia. Nuestra joven nación, que tenía muy poco tiempo de haber alcanzado el sueño de la independencia, nuevamente volvía a ser oprimida por el yugo extranjero.
Nos situamos en la Lima de antaño, esa que todavía conservaba un aire virreinal pese a que se encontraba dando el paso a tiempos más modernos. El conflicto contra Chile había empezado en 1879 con resultados desastrosos para el Perú. Así, las campañas emprendidas en la frontera habían fracasado estrepitosamente.
El último bastión de la defensa capitalina que buscaba evitar el ingreso de los enemigos a Lima pronto caía en las batallas de Miraflores, San Juan y Chorrillos. La toma de Lima era estratégica y necesaria para acabar la guerra, y en ese punto también era cuestión de horas.
Por doquier se voceaba que los reservistas, batallones conformados por variados personajes sin formación militar, habían sido aniquilados. La cuestión política no era mejor: el presidente de aquel entonces, Nicolás de Piérola, había huido a la sierra y la anarquía era lo único que imperaba.
Desmanes, saqueos, robos, tiroteos y todo tipo de barbaridades inimaginables ocurrieron previo al ingreso oficial de las tropas chilenas. La máxima autoridad de la ciudad, el alcalde Rufino Torrico, poco pudo hacer para controlar el desorden, más que reunirse con el general chileno para entregar la ciudad y que fueran las tropas enemigas quienes impongan algo de orden.
Primeras semanas de la ocupación
En 17 de enero de 1881, el ejército extranjero ingresaba a la capital, encontrando una Lima anárquica y ensombrecida. Lo que vino después, fueron negociaciones fallidas y algunos años en que la vida cotidiana para los ciudadanos se vio marcada por cambios que reconfiguraron su día a día.
Durante las primeras semanas de la ocupación, los militares sureños fueron tomando posesión de algunas propiedades para utilizarlas como sus viviendas. El general chileno Manuel Baquedano no tuvo mejor idea que elegir el Palacio de Pizarro (Palacio de Gobierno) como su nueva residencia.
Otro episodio que golpeó fuerte en la moral fue la misa fúnebre ofrecida en honor a los caídos chilenos que se llevó a cabo nada menos que en la catedral de Lima.
Las hermosas calles de Lima que se caracterizaban por ser cosmopolitas, elegantes y a su vez populosas, llenas de tradición, alegría, bohemia y fiesta, pasaron a ser escenarios dignos de un funeral. Muchos ciudadanos habían huído hacia la sierra o el norte, otros, habían pedido asilo en Embajadas, conventos, consulados, refugio bajo la bandera británica en Ancón o simplemente se habían encerrado en sus viviendas esperando, tal vez, un milagro.
Por aquel entonces Patricio Lynch fue designado como gobernador interino de la ciudad. Sobre él recayó la labor de proteger las propiedades de extranjeros, así como sus vidas, por esta razón, por algún tiempo muchos limeños fingieron traspasar sus propiedades a ciudadanos de afuera para salvarse de los desmanes y saqueos que ocurrían muy a menudo.
El orden impuesto por la tropa chilena no era suficiente, por doquier ocurría un robo y ya nadie estaba seguro. Lugares como el Colegio Guadalupe, la Biblioteca Nacional, La Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el Parque de la Exposición, entre otros, fueron ocupados por los extranjeros, usados como cuarteles y en muchos casos los enseres, libros y todo tipo de objetos de valor fueron tomados como botín de guerra y llevados a Chile. Esto fue presenciado por los limeños en los primeros meses de la ocupación.
La vida cotidiana
Un oficio de suma importancia en los primeros momentos de la Lima ocupada fue el de los aguadores, quienes llevaban en burro barriles de agua limpia que era vendida en las viviendas. También tuvo relevancia el rol de las lecheras, entre otro tipo de oficios que estuvieron muy activos debido al temor de las familias que evitaban salir de sus casas, así lo detalla el libro “Lima Tomada, vida cotidiana durante la guerra con Chile 1979-1883″, de Emilio Rosario. Pese a esto y el miedo que imperaba, poco a poco la ciudad se vio obligada a volver a sus actividades y acostumbrarse a ver soldados chilenos por doquier.
El autor también menciona en el referido libro que hubo muy pocas estudiantes durante ese periodo, de ello da cuenta el caso de la francesa Adriana de Verneuil, quien estudiaba en un convento para señoritas y advirtió la poca afluencia de jovencitas. Muchas de ellas no querían separarse de sus familias o simplemente habían huido al interior del país.
Para las mujeres el panorama era por lo menos, complicado, considerando que estaban sujetas al acoso de los soldados sureños. Nobles damas de irrefutable belleza y elegancia cambiaron los vestidos por ropas anchas y disfraces de hombres que disimularan su físico. Casi no caminaban por las calles que lucían siempre las enormes ventanas cerradas. Iban a misa a horas de la madrugada para evitar el contacto con la mayor parte de los soldados y tapaban sus rostros con encajes. En los matrimonios los vestidos blancos fueron cambiados por el color negro en señal de luto. Todo esto era una muestra de dignidad y patriotismo que se expresaba a través del trato áspero contra el enemigo.
No obstante, la inevitable convivencia también dio como resultado algunas uniones amorosas entre chilenos y peruanas, e incluso algunas abandonaron la ciudad para ir con sus esposos una vez terminada la guerra.
La faltas al orden eran sancionadas crudamente y con azotes hasta la muerte. Se crearon muchas leyes para regular la ciudad, pero los servicios del estado no funcionaban correctamente. No había juicios o tribunales, y muchas costumbres populares antes prohibidas se empezaron a practicar sin restricciones, como es el caso de las peleas de gallos.
Por supuesto, hubo abusos en contra de civiles y también envíos de autoridades gubernamentales transitorias hacia campos de prisioneros en Chile. Portar armas, debido a la hostilidad de los limeños contra las tropas sureñas, estaba totalmente prohibido y podría ser condenado.
La ocupación, desafortunadamente, duró mucho tiempo y en medio de esto la situación empezó a tornarse en una extraña normalidad. Muchas familias volvieron a la capital y entidades como el mercado estaban controladas por Chile. Similar situación ocurría con ciertos aspectos de la burocracias, según explica el libro de Emilio Rosario.
En este interín se llevaba a cabo una fuerte resistencia en el interior del país, liderada por Andrés Avelino Cáceres, apodado por entonces el “Brujo de los andes”. Sus tácticas militares espantaban al ejército chileno y daban un ápice de esperanza al oprimido país, pero sobre todo, una lección de patriotismo.
Aunque Perú finalmente no ganó la guerra, lo cierto es que el escenario en la capital cambió radicalmente de la noche a la mañana y el conflicto bélico con Chile dejó una profunda herida que se resiste a terminar de cerrarse pese al paso del tiempo.
El papel de los escritores durante la Guerra
En este contexto, los escritores se volcaron en apoyo a la lucha contra el país vecino. Un ejemplo notorio es Ricardo Palma, quien se enlistó como reservista y padeció la pérdida de su casa en Miraflores debido al incendio. Clorinda Matto, por su parte, se encontraba en el Cusco, donde estableció un hospital para atender a los heridos. Abelardo Gamarra participó en varias batallas y contribuyó a la resistencia en La Breña, mientras que Mercedes Cabello desempeñó un papel crucial en Lima al brindar atención a los heridos en combate.
En un momento de extrema dificultad para la nación, tanto hombres como mujeres de la ciencia y aquellos sin educación se unieron en servicio a la causa para preservar la integridad del país.