Desde la llegada de los conquistadores españoles al territorio peruano por primera vez, pocos fueron los esfuerzos por volver a ser una tierra libre e independiente. Tuvieron que pasar casi 300 años para que se encendiera la primera llama que daría a nuestra futura libertad de las manos.
La misma que llegó gracias a José Gabriel Condorcanqui, quien pasaría la posteridad como Túpac Amaru II, con el inicio de su revolución en 1780. Pero no sería hasta días después que las intensiones de libertad serían llevadas al campo de batalla, dando inicio a un cambio en la historia.
Todo comenzó en Sangarará
En una recóndita localidad del Cusco, llamada Sangarará, el 18 de noviembre de 1780, en la localidad de Sangarará, se libró una batalla que marcó el inicio de la Gran Rebelión en América colonial.
Este movimiento, detonado el 4 de noviembre de 1780, tenía como objetivo principal erradicar sistemas injustos como la mita, repartos, alcabalas y promover un cambio social favorable a los indígenas.
El corregidor de Tinta, Antonio de Arriaga, fue capturado y ejecutado, y Túpac Amaru, líder del movimiento, decretó la abolición de la esclavitud el 16 de noviembre, elevando las tensiones entre los rebeldes y las autoridades coloniales.
La noticia llegó al centro del Cusco, y los realistas, bajo el mando de Tiburcio Landa, se unieron al corregidor de Quispicanchis, Fernando de Cabrera Peinado, y al cacique Pedro Sahuaraura. El ejército español se posicionó estratégicamente en la iglesia principal de Sangarará, preparándose para lo que se convertiría en una batalla trascendental.
Preparativos para el conflicto
La mañana del 12 de noviembre de 1780, Fernando Cabrera Peinado, corregidor de Quispicanchis, informó al ayuntamiento de Cusco sobre la captura de Arriaga y el inicio de la rebelión. En respuesta, el corregidor de la ‘Ciudad Imperial’, Fernando Inclán Valdez, estableció un consejo de guerra y solicitó ayuda a Lima el 13 de noviembre.
El obispo Moscoso y Peralta asumió la organización militar y la recaudación de fondos. La Iglesia, en un gesto significativo, donó 12 mil pesos, y otras órdenes religiosas aportaron 18 mil pesos adicionales.
Además, el obispo prestó otros 14 mil del dinero de la Iglesia, mientras que el cura de San Jerónimo, Ignacio de Castro, contribuyó con una suma adicional de 40 mil pesos.
Con estos fondos y bajo el liderazgo de Tiburcio Landa, se formó una compañía que incluía miembros de la milicia local, voluntarios del Cusco y aproximadamente 800 indígenas y mestizos provistos por curacas locales como Pedro Sahuaraura. Este grupo tenía la misión de derrotar a los rebeldes y reclamar una recompensa.
Al llegar el 17 de noviembre, las tropas realistas hicieron su ingreso a Sangarará, al norte de Tinta y a unos 3800 metros de altitud.
Luego de ver que todo estaba en paz y parecía no haber peligro alguno, la compañía de Landa acampó en el pueblo en lugar de elegir una ladera menos vulnerable. Mientras tanto, Túpac Amaru II, siguiendo de cerca al ejército realista, llegó sorpresivamente a Sangarará con un ejército de aproximadamente 6 mil hombres.
El inicio de la batalla
En las primeras horas del 18 de noviembre, las tropas de Lanza cayeron en cuenta que estaban rodeados. De acuerdo con algunos testigos de la época, la llegada de los rebeldes sonaba como un ‘temblor’. Al ver la inminencia del peligro, el corregidor Cabrera ordenó refugiarse en la iglesia del pueblo, aunque debido a la prisa, algunos realistas cayeron, siendo pisoteados.
Ante esta situación, Túpac Amaru envió emisarios para que los realistas se rindieran, ofreciéndoles respetar sus vidas y evitar un enfrentamiento sangriento. Sin embargo, la oferta fue rechazada por el corregidor Cabrera, que optó por resistir.
Entonces ambos bandos se enfrascaron en una feroz lucha. Los rebeldes, ansiosos de libertad, atacaron con determinación. Cientos de realistas murieron en el enfrentamiento, otros optaron por huir y la iglesia, escenario central del conflicto, sufrió daños significativos debido a una explosión provocada por el polvorín que habían colocado dentro de ella. La resistencia realista se volvió imposible frente a la eficacia del movimiento rebelde.
La fusilería de los rebeldes actuaba con precisión, mientras que la artillería de los sitiados carecía de espacio para su acción efectiva. En un momento crítico, la pólvora de los realistas se encendió, desencadenando un incendio que consumió el techo de la iglesia y colapsó una pared, aplastando a varios de los sitiados. Aprovechando esta situación, los rebeldes intensificaron el ataque deslizándose por el cementerio adyacente.
Desde este lugar arrojaron piedras con hondas desde detrás de una pared, dificultando la visión de los atacantes. Desesperados, muchos soldados realistas se confesaron con el acosado capellán, Juan de Mollinedo.
Cuando ya eran las 8:30 de la mañana, los rebeldes, enardecidos por la persistente resistencia realista, decidieron incendiar los restos del techo de la iglesia, propagando el fuego. Las vigas ardientes caían, las tejas explotaban y la iglesia, símbolo de la opresión colonial, se consumía en llamas.
Así la situación, la resistencia se volvió insostenible, y las tropas de Landa se arrojaron fuera de la iglesia para evitar perecer en el incendio. Sin embargo, al salir, se encontraron con la furia de los rebeldes, que los atacaron con palos, pedradas y lanzas. La batalla culminó al mediodía después de seis horas de intensa lucha, sellando la victoria de Túpac Amaru.
Resultado del conflicto
Las consecuencias de la batalla fueron significativas, sobre todo para las tropas de Landa que, inferiores en número y mal posicionadas, fueron aniquiladas sin piedad.
Informes de la época estiman 576 muertos, incluyendo más de 20 europeos. Bartolomé Castañeda, un superviviente, calculó que al menos 300 realistas perdieron la vida en la contienda. Los rebeldes, atendiendo a la ética de la guerra, liberaron a 28 criollos heridos.
Por su parte, nació la leyenda de Túpac Amaru, tras la victoria, golpeó el cadáver de Fernando Cabrera, expresando su rechazo hacia la resistencia férrea del corregidor. Además, los rebeldes ejecutaron a un curaca realista como un acto simbólico de su rechazo a la opresión colonial.
También, el capellán Juan de Mollinedo, capturado por los rebeldes, contabilizó 395 muertos en combate, más un número incalculable de incinerados en la iglesia. Túpac Amaru le proporcionó doscientos pesos para que enterrara a los muertos. El capellán fue liberado debido a su estatus eclesiástico y llegó al Cuzco. Mientras tanto, las bajas tupacamaristas no llegaron ni a veinte.
El movimiento de Túpac Amaru obtuvo algunos triunfos más hasta que fue traicionado por dos de sus seguidores y fue capturado y ejecutado, dando fin a la aventura de libertad.
Pero, a pesar de su trágico final, su recuerdo quedó vivo en algunos para luchar por nuestra independencia que todavía llegaría en 1821.