En gestión pública, el planeamiento estratégico es un proceso dinámico, sistémico y participativo, que se sigue para determinar las metas de un gobierno u organización y las estrategias que permiten alcanzarlas (Ortegón, 2008). Así, tomando como base el concepto originario de lo que es la economía, una ciencia que estudia la asignación eficiente de los recursos escasos, la planificación resulta ser una herramienta fundamental para la toma de decisiones en beneficio de la sociedad en su conjunto, considerando la mejor información disponible y luego de haber evaluado alternativas, consecuencias, beneficios y costos. Una de las tantas herramientas de planificación es el proceso de ordenamiento territorial (OT).
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), define al OT como un proceso técnico-administrativo que orienta la planificación, regulación y promoción del desarrollo de los asentamientos humanos, actividades económicas, sociales, y desarrollo físico. Para la FAO, la planificación tiene como objetivo determinar los usos del suelo que mejor satisfagan las necesidades de las personas, siendo el Gobierno nacional, regional y municipal, quienes definan sus Planes de Ordenamiento Territorial (POT).
En las últimas semanas, el Gobierno ha propuesto una Ley que regula e implementa el OT, a fin de lograr un crecimiento planificado y un desarrollo eficiente de los territorios; sin embargo, tal cual se plantea, y tomando en cuenta las condiciones de institucionalidad de nuestro país y las capacidades de determinados funcionarios públicos, existen más riesgos que oportunidades.
Para ninguno es novedad que la corrupción es uno de los principales problemas del país. La Contraloría General de la República dio cuenta que las pérdidas económicas por corrupción ascendieron a S/ 24,419 millones en 2022. Asimismo, la Red Liberal de América Latina (Relial), que elabora un Índice de Calidad Institucional (ICI) entre 183 países, ubica al Perú en el puesto 71, considerado como un nivel mediocre.
Por otro lado, de acuerdo con el Registro Nacional de Municipalidades, en 2022, 60% de las municipalidades a nivel nacional requieren capacitación en Procedimientos Administrativos, más del 48% en Catastro Urbano y Rural, más del 46% en Formulación y Evaluación de Proyectos Públicos, más del 40% en Acondicionamiento Territorial y Desarrollo Urbano, más del 38% en Gestión del Desarrollo Urbano y Territorial; es decir, se dejaría el destino de los suelos en personas poco o nada calificadas.
Con lo anterior en mente, debemos ser muy conscientes de las implicancias en materia de promoción de inversiones que traería consigo la norma. Tal cual se plantea en la iniciativa, el OT resultaría una herramienta política para deslegitimar los permisos de todo tipo de proyectos, puesto que, al no delimitar correctamente las competencias de los gobiernos subnacionales: gobiernos regionales o municipalidades, estos terminarían imponiendo POTs, según sus propios intereses.
El OT suena bonito, pero si no se cuentan con las condiciones para ejecutarlo, o no se trabaja una norma de manera técnica y consensuada, no solo se generaría un perjuicio para la población, sino también para actividades productivas y proyectos de inversión. Es decir, en lugar de ser un vehículo de desarrollo sostenido y ordenado de actividades, se convertiría en una herramienta letal de entrampamiento de inversiones.