Hablar de la felicidad implica un tema hondo. Así, resulta muy inusual que alguien se declare infeliz. Incluso es raro que se hable de una nación de gente infeliz. La referencia peyorativa de nación o región de infelices sería fácilmente tomada como un insulto, algo despectivo.
Sin embargo, el diccionario de la Real Academia Española nos aclararía esta tarea. El aludido diccionario nos reseña el vocablo con dos significados sutilmente distintos. Como alguien o algo de suerte adversa; o —más bien— como alguien o algo, bondadoso y apocado. Usted, estimado lector, debería sentirse halagado si alguien lo presenta como alguien bondadoso, es decir, como un infeliz.
Picazones aparte, vale la pena tener en cuenta que cuando hablamos del nivel de bienestar, del buen vivir —well being— o de éxito económico de una nación, poca gente —entre los cuales me incluyo— quedaría satisfecha si usamos un estimado oficial del producto nacional o ingreso real por persona, o sus ratios sobre los ingresos de una nación rica.
Paralelamente existen algunos que toman como referente al peculiar Índice de Desarrollo Humano, publicado por Naciones Unidas. Estadístico sobre el que, personalmente no asigno mayor valor, ni siquiera para medir —justamente— el Desarrollo Económico.
En medio de la búsqueda de un índice directo; uno que intente medir la felicidad o infelicidad de una nación cuidadosamente, apareció hace años atrás (2012), el excelente Reporte de la Felicidad Mundial (https://worldhappiness.report/) y su respectivo estadístico de la felicidad de una nación.
Ellos construyen su índice bajo la idea de que “una forma natural de medir el bienestar de las personas es preguntarles qué tan satisfechos están con sus vidas”. Para ello escalan las respuestas del 0 al 10 (0=completamente insatisfecho, 10=completamente satisfecho). En su esfuerzo estadístico intentan evaluar la propia felicidad, sin hacer suposiciones sobre sus causas. Algo así como una “satisfacción con la vida” o como un estándar de bienestar.
Textualmente, para explicar las diferencias en el bienestar en todo el mundo, los factores clave incluyen variables vinculadas a la salud física y mental, las relaciones humanas (en la familia, en el trabajo y en la comunidad), los ingresos y las virtudes del carácter laboral, incluida la pro socialidad y la confianza, el apoyo social, la libertad personal, la baja corrupción burocrática y ese oxímoron denominado gobierno eficaz.
Desde el 2012, cuando publican sus resultados por primera vez, no han dejado de revelar y ordenar a las naciones más felices —o infelices— del planeta. No resulta casual aquí que el campeón de la felicidad, desde hace ya un buen tiempo, resulte, Finlandia. En el lado opuesto, están ciertas naciones en descomposición a lo largo del planeta. También es relevante ponderar que algunas naciones latinoamericanas destacan. Y lo hacen tanto por lo modesto de su felicidad cuanto por su abultada infelicidad (a lo incario).
Un detalle no precisamente incoherente con su disparidad institucional y el severo declive económico que caracteriza la región en la última década.
¿Qué lecciones nos deja la evidencia publicada? Si investigamos la conexión entre la felicidad y la riqueza de un país, la primera figura nos trae una serie de inferencias (ver figura Uno).
La primera implica su asociación con el nivel de riqueza. El nivel de producto real por persona importa mucho. Particularmente cuando éste es muy bajo. Puntualmente, cuando se es pobre o pobrísimo. También nos sugiere que, contra menos oprimida, ergo pobre, resulta una nación- esta se hace más feliz. Luego, cuando una nación se liberaliza económicamente y logra crecer a un ritmo sostenido, los niveles de felicidad explosionan.
Eso sí, llegados a un elevado nivel de ingreso por habitante, la ganancia de felicidad se estanca. Mayor felicidad, podría decirse, solo en el cielo. Un observador acucioso, carísimos lectores, les recomendaría portarse bien en aras a alcanzar a niveles no terrenales de felicidad (que esta medición no captura).
Una segunda versión de esta correlación de 134 naciones nos sugiere que la felicidad agrupa a los pueblos. Nos lleva a reflexiones que no deberíamos evitar. Hoy coexisten naciones que registran tanto las deprivaciones más extremas con la opulencia más descarada. Naciones muy pobres e infelices versus naciones muy ricas con niveles estancados y altos de felicidad. Afortunadamente, el grueso de la muestra se ubica con ingresos y felicidades a las que podríamos catalogar como medianas.
Nada sorpresivamente, analizar la suerte de un grupo de 20 naciones latinoamericanas no resulta para nada algo aburrido (ver figura Tres).
Al hacerlo, el gráfico que contrapone, el producto por persona en dólares constantes con los valores respectivos -scores- del índice de felicidad, descubre dos cosas. Primero, planetariamente, aquí no están los más pobres e infelices, ni los más ricos, que ya no pueden elevar su felicidad. Los extremos resultan errores estadísticos en la región. Y segundo, entre los más infelices de la región destacan con nitidez naciones -como Venezuela o Jamaica- con extremadamente altos índices de opresión política y económica (léase con indicadores bajísimos de respeto a los derechos civiles, a la propiedad privada y a otras libertades). Naciones infelices con liderazgos opresores como los de Maduro, Diaz Canel o sus clones.
El corolario aquí resulta de la mayor importancia. Si alguna apreciación merece las naciones latinoamericanas es su apego, solamente retórico, a la libertad. Lo primero que hacen en los hechos los electores latinoamericanos es despreciar sus libertades económicas o políticas. Eligen o toleran elecciones extrañas de aventureros, como Petro, Lula da Silva, Evo Morales o Lopez Obrador. Gobiernos que los oprimen siempre a cambio de alguna dádiva o ilusión de recibirla.
Lo curioso es que vigencia de las libertades -al estar positivamente asociada con el nivel de producto, de inversión, de corrupción burocrática o estabilidad- están conectadas con los índices de felicidad. Podría, con apego, sostenerse que, por su deplorable respeto a su propia ciudadanía, los latinoamericanos sistemáticamente elegirían o tolerarían ser naciones frustradas. Más pobres e infelices.