Octubre es un mes con muchas tradiciones, pero hay una que se distingue y es la procesión del Señor de los Milagros, la cual se espera con muchas ansias por sus fieles. Sus raíces se remontan a una historia que ha perdurado a lo largo de los siglos. La leyenda relata que un esclavo pintó la sagrada imagen del ‘Cristo Moreno’ en una pared de adobe, la cual resistió un fuerte terremoto en la capital peruana.
La devoción por el ‘Señor de los temblores’ tiene sus raíces en el siglo XVI, cuando el encomendero español Hernán González reubicó a un grupo de indígenas tributarios de Pachacamac hacia las afueras de la ‘Ciudad de los Reyes’, hoy conocida como la avenida Huancavelica. En este lugar, llamado Pachacamilla, los esclavos mantuvieron su devoción por el Dios Pachacamac.
Orígenes de la fe
En la época virreinal, una devoción única comenzó a tomar forma en las entrañas del pueblo peruano. Miles de fieles se congregaban con fervor para implorar la intercesión del Señor de los Milagros, una figura venerada que trascendía fronteras y épocas. Pero, para entender la profundidad de esta devoción, es necesario remontarnos a tiempos antiguos, cuando Pachacamac era conocido como el Señor de los Temblores.
Los movimientos sísmicos eran una constante en el territorio peruano, y este lugar ceremonial de Pachacamac que pertenecía a los Ychsma. Sin embargo, cuando los incas conquistaron la región, demostraron un respeto singular por el templo de Pachacamac. Los españoles, en cambio, no compartieron el mismo respeto y devastaron todo lo relacionado con la adoración al Dios Sol.
El antropólogo Juan Ossio, en declaraciones para TV Perú, arroja luz sobre la evolución de la religión en la sociedad peruana: “Simplemente, nosotros somos una sociedad que reemplazó el culto de las huacas por los santos, y estos últimos se han convertido en nuestros representantes que organizan el tiempo, el espacio y las relaciones sociales”.
El experto establece un vínculo interesante entre el Señor de los Milagros y el inca. Ambos eran monarcas andinos, investidos con un poder que les permitía controlar los movimientos telúricos. “La idea de tener un dios masculino se asocia con la importancia que tenía el inca como monarca divino”, afirma el especialista. “Más aún, me atrevería a decir que el gran impacto de Jesucristo no radica únicamente en su condición de redentor, sino en su papel como monarca divino”.
El primer recorrido del Señor de los Milagros
La pintura original del ‘Señor de Pachacamilla’ no sería la imagen que emprendería su recorrido por las calles de Lima en la histórica procesión de 1687. En su lugar, una réplica, cuidadosamente, elaborada sería la protagonista de ese memorable desfile. El historiador, Pedro Gjurinovic, enfatiza que es la imagen que sale en procesión la que evoca una profunda devoción, muchas veces opacando la del muro original. Mientras que, José Antonio Benito, otro experto en la materia, coincide en que los habitantes de Lima abrazan con fervor la procesión del Señor de los Milagros que convoca a multitudes.
Sebastián de Antuñano y Rivas, un capitán de navío y negociante originario de Vizcaya, España. En 1667, junto con Antonia Lucía del Espíritu Santo, se embarcó rumbo al Perú en busca de un futuro mejor, como tantos españoles que cruzaron el Atlántico en esa época. Sin saberlo, su llegada marcaría un punto crucial en la propagación de la devoción al Señor de los Milagros de Lima.
La primera procesión del Señor de los Milagros fue organizada por Antuñano y Rivas en un contexto dramático: el terremoto del 20 de octubre de 1687. A pesar de la devastación que causó el sismo, la imagen se mantuvo intacta, lo que llevó a Antuñano a decidir crear una réplica para llevarla en procesión por las calles de Pachacamilla. En ese entonces, la imagen que salió en procesión también mostraba en su reverso a la Virgen de la Nube, similar a la que conocemos actualmente.
Durante su primer recorrido, la imagen llegó hasta la Plaza Mayor y el cabildo limeño, donde recibió fervientes muestras de devoción por parte de los fieles y los habitantes de ambos lugares.
Cuando Sebastián de Antuñano y Rivas creía que su tiempo en este mundo llegaba a su fin, el cargo para organizar las procesiones pasó a manos de una de las beatas de las Nazarenas, Antonia Lucía del Espíritu Santo, quien transformó el culto de un simple beaterio en una devoción religiosa en constante crecimiento.
La pintura del Señor de los Milagros
La tradición peruana nos traslada a 1651, cuando un miembro de la cofradía de Pachacamilla, un hombre de ascendencia africana, decidió plasmar en el balcón de su hogar una imagen de Cristo crucificado. En ese momento, lo que conocemos como el culto al Señor de los Milagros comenzó de manera modesta, siendo venerado únicamente por aquellos que se acercaban al humilde rincón de adoración.
Sin embargo, la historia dio un giro significativo en 1655, cuando un devastador terremoto sacudió la región. Enterado de este suceso, el virrey conde de Lemos decidió tomar cartas en el asunto y envió a un pintor con la misión de borrar la imagen del balcón. Para sorpresa de todos, este pintor no logró cumplir su encomienda, ya que los soldados encargados de custodiarlo huyeron presa del pánico ante una extraña lluvia. La imagen del Señor de los Milagros permaneció inquebrantable.
No fue hasta 1670 que un limeño llamado Antonio de León y Loyola experimentó un milagro personal al sanar de un tumor maligno. Un año después, el mismo virrey tomó medidas adicionales y ordenó la construcción de una ermita para albergar la imagen. Ese mismo año, la autoridad arzobispal nombró a Juan de Quevedo y Zárate como el primer mayordomo de la hermandad que cuidaría de la venerada figura. Fue en ese período que la imagen comenzó a ser reconocida como el Señor de los Milagros.
Las etapas del Señor de los Milagros
Según el historiador Pedro Gjurinovic, el Señor de los Milagros experimentó tres etapas en su representación. La primera consistió en la imagen del crucificado con el fondo de una ciudad, posiblemente Lima, creada por el africano de Angola.
Luego, en 1671, se añadieron las representaciones de la Virgen María y de San Juan, o en opinión de algunos, María Magdalena. Finalmente, el Virrey Conde de Lemos ordenó que se pintara sobre el Señor de los Milagros la imagen del Espíritu Santo y la del Padre, completando así la trinidad vertical.