La primera vez que tuve un perro fue una casualidad. Mi hermana Leslie (y mi gemela, además) compró un cachorro como “regalo” para su enamorado, pero la relación terminó antes de que el perrito fuera entregado y mi familia decidió darle una oportunidad. Odie era el rey de la casa, nunca habíamos tenido una mascota y lo llevábamos a todos lados, incluso si hacíamos viajes cortos. Por eso fue una verdadera tragedia familiar cuando le diagnosticaron cáncer (linfoma maligno) y el pronóstico era el peor.
La quimioterapia no funcionó como esperamos todos, hasta yo, que me opuse a someter al perrito a tanto estrés de un tratamiento tan invasivo. Y, mientras todos en mi casa entraron en un estado de “negación”, yo hacía largas colas en el Hospital de Enfermedades Neoplásicas (INEN) para comprar sus medicinas en las que se fue absolutamente todo mi sueldo. Odie no entendía lo que pasaba y estoy segura de que la angustia por no entender por qué yo, la persona en la que más confiaba, lo llevaba a ese consultorio frío donde lo pinchaban tantas veces. Luego de esa experiencia supe que nunca volvería a someter a un animal de mi familia a ese tipo de situaciones. Odie se fue y con él una parte de mi también, dicen que el primer perrito es como el primer amor y estoy segura de que eso no es verdad porque los animales nos dan un amor tan incondicional que supera cualquier relación entre seres humanos. Por este perrito me hice vegetariana, era imposible no ver su carita en cada pollo que clamaba por ayuda en el mercado.
Este mes, en el que se celebra el “Día del perro adoptado” recordé a Odie y a todos los animales que han sido parte de mi familia. Luego de él encontré a Camila, una perrita blanca de orejitas color caramelo que me conmovió a primera vista, cuando la vi durmiendo como si el mundo no existiera, en una vereda al lado de la panadería de mi barrio. Estaba tan sucia que creí que su color era gris. Camila me acompañó nada menos que 21 años, con ella no iba a repetir la experiencia de Odie y la cuidé tanto que los veterinarios me decían “ya no le queda mucho” desde que cumplió 16, así que cada año ambas éramos felices cuando volvíamos cada seis meses y ella seguía tan fuerte y feliz a pesar de tener problemas cardiacos, ceguera y diabetes. Cami o “bebé bola”, como le decía, me dio tremenda lección de fortaleza.
Me hizo una mejor persona para cualquier mascota, aprendí cómo mejorar la calidad de vida de un animal y a organizar mejor mi dinero para cubrir sus necesidades.
Tan longevo como ella fue mi siguiente hijo: Bebu, que en realidad se llamaba Peluche (mi mamá me obligó a ponerle ese nombre como condición para que aceptara que se quede en casa), o Don Bebu para los amigos. Lo encontré casi sin pelo en una esquina de mi cuadra, lo curé y nos volvimos inseparables, me acompañó cuando me mudé a vivir sola y pasábamos horas paseando en los parques de Miraflores, donde quedaba nuestro departamento. Mi chico fue influencer y hasta salió en televisión, por eso no fue extraño que, cuando murió (a semanas de haber cumplido nada menos que 20 años), sufrí la peor depresión de mi vida.
Ese día, supe que ningún dolor se podría igualar jamás a lo que experimenté en aquel momento. Bebu cambió por completo mi perspectiva sobre la vida: no postergues nada que te haga feliz para mañana. En sus últimos años trabajé demasiado y no compartía mucho tiempo con él, entonces entendí que ese tiempo que no pasamos juntos nadie me lo iba a devolver. Decidí nunca más perderme momentos importantes con la gente que quiero.
Hoy tengo tres animales adoptados: Lolita, una abuelita de 12 años que hace 2 dejó el albergue para ser parte de mi familia; Mechita, una gatita de 6 años que fue abandonada al interior de la Universidad Agraria La Molina, y Anvorguezo, un gato de 9 años naranja y hermoso cuya dueña padecía de una enfermedad degenerativa que provocó que lo olvidara y lo rechazara.
Todos los animales que han pasado por mi vida, rescatados y que vivieron conmigo, han enriquecido mi vida demasiado, me han dejado enseñanzas que me han convertido en la persona que soy, en la activista que quiere cambiar la realidad de los animales como ellos, sin distinción de especie.
Ninguno fue de raza (salvo la loquita de Olivia, una schnauzer toy enana de 16 años y ciega que tenía una actitud de un perro de 40 kilos) y tampoco he buscado que lo sean porque estoy convencida de que en un país como el Perú, donde todos somos una mezcla de tantas sangres, sería absurdo.
En el Perú hay aproximadamente 8 millones de perros abandonados, traicionados por la que ellos creían “su familia” y esperando a que los adoptes para siempre. Darles la espalda porque no tienen una raza definida es cruel ¿Por qué mejor no abrirles la puerta de nuestra casa para cambiar su historia?
Un perro o gato adoptado es el ser más leal que encontrarás en la vida y te lo puedo garantizar.
No le importará si tienes apenas un tomate en la refrigeradora o dinero en la billetera para comprarle la mejor comida de la tienda de mascotas, él será feliz estando contigo, aunque deban dormir bajo la lluvia. Serás perfecto para él o ella incluso si cometiste errores que crees imperdonables.
Alguna vez escuché de que la vida tan corta de un perro es “una traición al amor” y estoy segura de que es verdad. Cuando conozcas ese amor incondicional estoy segura de que no habrá vuelta atrás.