Durante años, el sociólogo Jorge Yamamoto —docente e investigador de la Universidad Católica— ha seguido la pista de la felicidad y las mentalidades de pequeñas comunidades y grandes ciudades. De hecho, escribió un libro —La gran estafa de la felicidad (Planeta, 2019)— y ha señalado que los peruanos somos cínicamente felices y sostenidamente subdesarrollados.
¿Por qué en casa, quizá después de la cena, asentimos sin aspavientos cuando alguien de la familia dice: “si te roban, no pongas resistencia, la vida vale más”? ¿Por qué normalizamos conocer a alguien víctima de extorsión o sicariato? ¿Cuándo nos aclimatamos a esa delincuencia desbordada?
Yamamoto estima que el peruano tiene “un módulo chicha” que lo hace salir “adelante, dentro o fuera de la ley”, que lo saca a flote incluso en las horas más oscuras. Sin embargo, ese pragmatismo, bajo su mirada, también ha sido un posible detonante del problema. Mientras el Ejecutivo plantea sacar a las calles a los militares y algunos burgomaestres elogian las políticas del líder salvadoreño, Nayib Bukele, el investigador social plantea ir a la génesis: los valores y la conducta ciudadana.
Aun si fuera viable, ¿un ‘plan Bukele’, desde el punto de vista social, sería la solución para combatir la delincuencia?
En las encuestas, el tema de la delincuencia aparece entre los primeros de mayor preocupación para el país, una alerta que en su momento fue temprana pero ahora ya es tardía. En países en donde ha escalado la violencia a unos niveles ya inmanejables —hablamos de narcoestados, de estados conducidos por las organizaciones criminales— hay un punto en el cual se le pone freno y se puede controlar, pero pasado cierto nivel ya es como un cáncer avanzado.
Para algunos analistas, ya estamos tarde; para otros, todavía estamos en un momento crítico. Intuitivamente, la población va reconociendo eso. La consecuencia es, precisamente, el apoyo a medidas radicales como renunciar a los derechos humanos o buscar medidas como las de Bukele. Desde luego, eso no necesariamente va a resolver el problema. Lo que ha hecho Bukele es una aplicación de un principio de comportamiento social básico, y es que si tú castigas y frenas una conducta eficazmente, esa conducta se reduce y se controla; no va a desaparecer la delincuencia, pero no se sale de control.
¿Nos hemos acostumbrado a la criminalidad o simplemente nos hemos vuelto indiferentes?
El peruano tiene un chip que [en el grupo de investigación de la PUCP] le hemos llamado adaptación optimista pragmática, que quiere decir que cuando enfrenta un problema, somos muy prácticos, demasiado prácticos diría yo. Es un módulo chicha [por el que] sale adelante dentro o fuera de la ley. Ese pragmatismo ha llevado a que empiece a crecer el tema de la extorsión: ¿qué me conviene?, ¿unirme con las fuerzas del orden para ponerles freno a estas organizaciones criminales, o voy negociando? El pragmatismo llevó a la segunda opción y eso permitió que las organizaciones criminales crezcan, se acostumbren. Entonces, se volvió insostenible y, de una amenaza verbal, pasaron a mostrar armas, a disparar en las casas, a matar a los empresarios a toda su familia, a poner granadas y ya pronto vamos a ver, como en México, gente colgada en un poste.
Y cambio la pregunta: ¿hay sensación de hartazgo o de temor?
No tengo estudios recientes, pero puedo hacer algunas estimaciones. En primer lugar, el peruano tiende a mantener el optimismo, como que no pasa nada, y lo hemos visto en situaciones críticas como la pandemia. El peruano promedio tira para adelante. Empresarios severamente amenazados, en vez de irse, siguen tirando para adelante. Pero, por otro lado, la procesión puede ir por dentro, entonces un elemento coherente con esta idea es el incremento de la ansiedad y la depresión que, además, tiene como consecuencia que la gente está más proclive a teorías de la conspiración, menos racional. Estamos sembrando una siguiente generación más proclive a la violencia. Y en los últimos años hemos tenido una felicidad cínica.
En un estudio pasado encontramos que, en zonas de violencia y delincuencia, las personas que viven en esas situaciones tienden a adaptarse y paradójicamente no reportan la inseguridad, se adaptan rápidamente; sin embargo, apenas pueden, salen disparados de ese sitio. La hemos pasado tan negra que tenemos un sistema de adaptación muy potente que nos pasa la factura en ese optimismo suicida, aunque nos permite enfrentar de alguna manera el estar totalmente abatidos en la vida cotidiana.
Lo anterior pareciera contradictorio con las estadísticas de incremento tremendo de ansiedad y depresión. Diría que hay un grupo de personas que mantiene ese optimismo y tira para adelante en las buenas o en las malas, y otro que ya venía arrastrando el impacto psicológico de salud mental de la pandemia. Y sobre mojado, termina de llover.
No lo saben quienes gobiernan, pero cómo se ataja el problema.
Valores y conducta ciudadana. Nuestros valores son de sacar adelante a la familia y amigos, a la buena o a la mala. La crisis de valores y comportamiento cívico esta al extremo. Falta liderazgo, además. Nos estamos quedando en la manifestación de la enfermedad, en el asesinato, en los ataques... esas son las ronchas, la pus que brota. Hay que entender los procesos sociales, económicos y culturales que están ocurriendo detrás de eso. Una enfermedad se ataca de raíz. Cuando sepamos entender ese proceso y sepamos, además, qué hay que cortar, ese será el momento en que estaremos mejor. Mientas tanto, solo estamos buscando amuletos como el plan Bukele y [la salida del] Ejército.