Hace dieciséis años, en un hito histórico, 144 países, incluyendo a más de 20 de América Latina, aprobaron la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas el 13 de septiembre de 2007 en Nueva York. Así como en la arena global, en la región latinoamericana se han logrado avances en el ámbito legal en cuanto a la garantía de los derechos de estos pueblos. No obstante, basta ver un poco más allá para encontrar serias paradojas que nos obligan a levantar la voz con urgencia antes que a celebrar los progresos logrados.
Una de las demandas históricas más importantes de los pueblos indígenas es aquella referida a la garantía de sus derechos territoriales. El territorio, además de proveer sus medios de vida, es central para su conexión espiritual, para la construcción de su identidad y la reproducción de su cultura. Este espacio, a su vez, permite el ejercicio de su autonomía y autogobierno, el desarrollo de sus relaciones sociales, y el sostenimiento de su acción colectiva. Así, garantizar los derechos territoriales de los pueblos indígenas resulta un paso inconmensurable para asegurar otros derechos fundamentales, tanto individuales como colectivos.
En nuestra región, el comportamiento de los gobiernos frente a este derecho ha sido, por lo general, dual y bipolar. Por un lado, hay una extendida ratificación de convenios y declaraciones internacionales en favor de los derechos indígenas, así como una proliferación de normas y políticas de calidad aceptable para la realización de sus derechos territoriales. Y, por otro lado, América Latina se sitúa en el mundo como la región más letal para los defensores y defensoras de la tierra y el medio ambiente, siendo las personas de origen indígena quienes registran más ataques y asesinatos. Más aún, de acuerdo con la FAO, el 30% de los territorios indígenas no cuenta con reconocimiento legal en la región. Existe, entonces, una enorme brecha entre la producción normativa y su implementación, pero que se camufla bastante bien ante la falta de datos y de visibilidad sobre la situación de los pueblos indígenas de la región. En ese sentido, resulta urgente superar la invisibilidad estadística y generar información complementaria a la oficial, considerando la voz de los distintos actores del territorio, y contribuyendo a desenmascarar el “virtuosismo” legislativo.
Una segunda paradoja, bastante más escandalosa, ocurre cuando las leyes y políticas que deberían proteger a los pueblos indígenas son diseñadas para restringir sus derechos territoriales de manera deliberada. Ocurre de forma periódica en la región, como recientemente han testimoniado los pueblos indígenas de Jujuy (Argentina) acerca de la decisión gubernamental de reformar la Constitución, facilitando la explotación del litio en sus territorios, o con los intentos del Congreso peruano por alterar las normas que protegen los derechos de los indígenas en aislamiento voluntario. Por lo general, este camino genera severos conflictos sociales y altos costos en vidas humanas.
Ante esta realidad, es esencial dirigir la atención no solo a la normativa, sino al comportamiento público en los territorios. ¿Se asignan suficientes recursos para regularizar territorios indígenas? ¿Qué institucionalidad pública ha sido creada y con qué capacidades cuenta para atender esta problemática? ¿Cómo se garantiza la participación indígena y la consulta previa? Observar la relación entre el Estado y sectores económicos que presionan sus tierras es igualmente crítico. Resultará un contrasentido, por ejemplo, implementar generosos programas de manejo de recursos naturales para las comunidades indígenas, si a la par se generan incentivos para la operación de petroleras o la expansión de los monocultivos sobre sus tierras.
Afortunadamente, las organizaciones indígenas y sus aliados trabajan en conjunto para enfrentar estos desafíos. Iniciativas como el Grupo de Trabajo de Pueblos Indígenas, que promueve la ILC América Latina, y su campaña Asegurar los Territoriales Indígenas para Proteger la Vida, apuntan en esa dirección.