La tarea de resumir lo que pasa en el Perú puede ser o muy fácil o complejo. En simple, podemos decir que el Perú es un país donde las crisis nunca dejan de aparecer, gracias a que sus gobernantes a todo nivel no dan la talla. En complejo, podemos decir que no sabemos por dónde comenzar a analizar la situación del país, pues por donde miremos vemos caos.
Ambas miradas llegan cargadas de sentido común, pero siempre debemos sospechar de lo que aparece fácilmente entendible.
El primer semestre del 2023 llegó colmado de protestas, y culminará de nuevo de esa manera. La protesta es un derecho aceptado en la legislación nacional e internacional, sin embargo, no es del todo bienvenida por quienes gobiernan (en Perú o cualquier país), pues su carencia de jerarquía y exceso de propósitos dificulta la negociación que se da de mejor manera en otras arenas donde hasta la oposición tiene intereses y posiciones más estructurados. Al final, más allá de la buena o mala conducta de los se animan o son animados en protestar, se puede deja entrever que el gobierno, ya en este caso el peruano, no tiene la capacidad de mover al Estado para que resuelva al menos los problemas que permiten que se enciendan los ánimos de protestar.
Si el párrafo anterior está muy sesgado hacia el Poder Ejecutivo, no se debe dejar fuera a la ecuación de la gobernanza a los demás poderes que están a su mismo nivel constitucional y que desde su posición tampoco colaboran con la gobernabilidad.
Por un lado, el Congreso ha encontrado una manera de convivencia con el Ejecutivo donde la posibilidad de vacancia ya no es primera plana; pero, por otro lado, acciones particulares de sus miembros aún no puede reconstruir una imagen legítima y seria de lo que se espera de esta institución, y por otra no se aprovecha la oportunidad de esta mejor relación con el Ejecutivo para mejorar el Estado desde el rol que les compete.
Por otro lado, el Ministerio Público es presa de las debilidades de sus propios líderes, debilidades que le dan leverage a los investigados para mejorar sus posiciones en el juego político. Y en ese juego, las autoridades de las instituciones electorales se ven envueltas en procesos de ajusticiamiento político. El partido que el Perú vive entre sus instituciones formales parece ser diferente al partido que “la calle” quiere jugar: todo el esfuerzo político parece consumirse en el mundo formal, mientras que “la calle” tomará la ciudad sin temor a la única respuesta conocida desde el Estado: represión.
Sin embargo, este sistema político que pareciera diseñado para autodestruirse, permite que la economía “on average” no esté para nada mal. Así, emerge claramente que las grandes reglas del modelo peruano dificultan por un lado que el sistema político distribuya mejor lo que brota del milagro económico, y a la vez, en sentido contrario, el mercado está protegido del caos político. Eso parece bueno, o muy bueno.
Lástima que suceda en un país donde los beneficiados son aún muy pocos, por lo que la desigualdad seguirá aumentando.
Pero tampoco no nos confiemos en este auge económico, nuestras actividades económicas están lejos de basarse en innovación o negocios estratégicos; por lo que nuestro auge depende de factores que no controlamos, y donde nuestra opinión no es relevante, por lo que este auge es muy vulnerable.
El Perú no sufre solo, muchos países comparten situaciones similares. Esa similaridad significa posibilidad de cambio, pues hay arreglos macro y micro en nuestras sociedades que aunque parezcan estar bien planteados, al final fallan al interrelacionarse. La tarea no estaba clara hace doscientos años, ni parece haberse aclarado en los últimos veinte. En simple, hay tareas por hacer.
En complejo, hay que buscar y/o construir un nuevo conjunto de reglas, formales e informales, que al interactuar lo micro con lo macro den los resultados que se le deben por siglos a nuestras sociedades.