Mauricio García Villegas: “En América Latina hemos tenido muy buenas ideas, pero todo ha sido quebrado por emociones tristes”

El escritor colombiano conversó con Infobae en su paso por la Feria Internacional del Libro de Lima sobre su más reciente libro ‘El viejo malestar del Nuevo Mundo’, donde analiza en un excepcional ensayo sobre cómo las emociones colectivas han tenido influencia en las sociedades de la región en los últimos siglos hasta el presente.

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Mauricio García Villegas, doctor en
Mauricio García Villegas, doctor en Ciencia Política, desarrolla un ensayo sobre América Latina.

América Latina es una región rica en diversidad cultural, histórica y social. Por eso, ha sido objeto de varios estudios. El más reciente es del reconocido escritor colombiano Mauricio García Villegas (Manizales, 1959), quien ha publicado “El viejo malestar del Nuevo Mundo” (Editorial Ariel), donde desmenuza en un excepcional ensayo cómo las emociones colectivas han tenido influencia en las sociedades de la región en los últimos siglos hasta el presente. Partiendo desde la conquista de América, la huella de los Austrias y Borbones en la colonia, la relación actual con España, los resentimientos del pasado, el caudillismo y la desigualdad.

Infobae Perú conversó con García Villegas en su paso por la Feria Internacional del Libro (FIL) de Lima, donde participó de un conversatorio sobre los conflictos y las emociones que padece nuestra región en la actualidad junto al politólogo Alberto Vergara, autor del libro “Repúblicas Defraudadas” (Editorial Planeta).

—¿Por qué América Latina ha sido una región de ‘emociones tristes’ como se menciona en la tapa del libro?

—El concepto de emociones tristes viene de Baruch Espinoza, el gran filósofo del siglo XVII. Según él, hay emociones como el miedo, el odio, la venganza, el resentimiento, la envidia, que apocan a las personas, las disminuyen. Yo utilizo esa idea para decir que a los países les pasa lo mismo. Cada país tiene una identidad que, como la personalidad en el caso de los individuos, está formada por un balance de emociones o, como explico en el libro, por unos arreglos emocionales. Cuando, en esos arreglos, el peso de las emociones tristes es demasiado grande, el país se abate y a veces se malogra. Algo de eso ha ocurrido en América Latina, con diferencias, claro, entre países y épocas. En el continente hemos tenido muy buenas ideas, proyectos y empresas colectivas, pero con mucha frecuencia todo eso ha sido quebrado por las emociones tristes.

—¿Cómo los países podrían paliar ese problema?

—La cultura y las reglas son los dos instrumentos que tenemos para precavernos contra el desborde las emociones tristes. Por medio de la cultura aprendemos, desde niños, a vivir en sociedad a controlar los odios, a comportarnos de manera civil y respetuosa. El derecho y las reglas sociales contribuyen igualmente a eso. Una bonita metáfora del derecho es la de Ulises amarrado al mástil de su barco. Cuando él y sus tripulantes regresan de Troya pasan por el lugar donde están las sirenas, que embelesaban a los marinos con sus cánticos para apoderarse de ellos. Sabiendo que eso puede ocurrir, Ulises les pide a todos los suyos que se tapen los oídos con cera mientras él se hace amarrar al mástil; desde allí oye el hermoso canto de las sirenas, pero no puede hacer nada para conducir el barco hacia donde están ellas. Pues bien, el derecho es como ese mástil que impide que los pueblos se dejen llevar por las emociones que los perjudican.

En América Latina, entonces, necesitamos hacer un gran esfuerzo por mejorar, primero la cultura ciudadana, que está muy asociada con la educación y en particular con lo que los modernos llamaban la educación sentimental y, segundo, la legitimidad y la eficacia de las instituciones, con sus constituciones y sus reglas.

—Es ahí que entra a tallar que no haya Estados fuertes en nuestro continente como usted comenta en el libro. ¿Se hicieron mal las independencias? ¿Hay una ausencia de auténticos líderes y más una proliferación de caudillos?

—El hecho de que en América Latina tengan mucho peso las emociones tristes no se debe a razones raciales, ni genéticas, ni siquiera exclusivamente culturales. Se debe, en buena parte, a las circunstancias y particularmente a la poca legitimidad y poca efectividad de las instituciones políticas en las que hemos vivido. El mal funcionamiento del Estado, como lo decía Hobbes, desata las peores emociones en los individuos, como la codicia, las ansias de gloria y el miedo, todo lo cual puede llevar a la guerra civil, algo que ha ocurrido con mucha frecuencia en el continente. El malestar de América Latina se debe, en buena medida, a la falta de sintonía entre instituciones fuertes en legitimidad y eficacia, y sociedades menos desiguales e injustas.

Lo pongo en otros términos: en los regímenes tiránicos la gente tiene los motivos para rebelarse, pero no tiene los medios; en los regímenes democráticos la gente tiene los medios para rebelarse, pero no tiene los motivos y en los regímenes que funcionan mal, con una legitimidad y una eficacia precarias, la gente tiene los motivos y los medios para rebelarse. Algo de esto último ha pasado en muchos países y en muchos momentos de la historia de América Latina.

—Habla también del espíritu americanista. Sin embargo, ¿cómo podemos construir una unidad latinoamericana cuando hay sociedades diversas que buscan sus propios intereses?

—Una de las hipótesis que defiendo en este libro es que los latinoamericanos somos una sola nación. Parecemos muy distintos, por las costumbres y los acentos, pero tenemos una manera muy similar de ver el mundo, la sociedad, el Estado, la familia, el vecino, el colega, la justicia, la autoridad, la libertad, lo trascendente y lo intrascendente, lo que vale la pena y lo que no, la obediencia y la desobediencia, todo ello ha sido propiciado por un pasado común, con la misma lengua y la misma religión. Este sentimiento de pertenencia fue fuerte en el pasado: en los escritos de los jesuitas expulsados a finales del siglo XVIII, en los textos de Humboldt a su paso por el continente, en las ideas de los próceres de la independencia, como Bolívar, en los textos que se escribieron a finales del siglo XIX, cuando los Estados Unidos se apoderó de las últimas excolonias españolas, etc.

En el último medio siglo hemos perdido ese sentimiento y vivimos en un aislamiento parroquial y nacionalista: las fronteras son difíciles de cruzar, la infraestructura vial entre países es escasa, no hay una moneda común, ni un mercado unificado, y cada país vive enfrascado en su mundillo local. La parroquialidad nos impide resolver problemas comunes y salir adelante. América Latina nunca negocia unida con las grandes potencias. Cada uno de los países tramita sus asuntos por aparte y eso es nocivo para el avance del continente. Europa, con culturas, religiones y lenguas distintas ha logrado unirse. Allá existe un “efecto de imitación” que sirve para emular como las “mejores prácticas” como se dice hoy en día. En Latinoamerica no solo no copiamos lo mejor que algunos hacen, sino que a veces pareciera que solo copiáramos lo peor. Deberíamos recuperar ese sentimiento de unidad y, a partir de allí, fortalecer nuestras instituciones internacionales, que funcionan mal, por no decir muy mal. Esa es una tarea urgente que estamos en mora de acometer.

El viejo malestar del Nuevo
El viejo malestar del Nuevo Mundo (editorial Ariel) es el más reciente libro del autor colombiano Mauricio García Villegas.

—¿Con los actuales gobiernos progresistas en la región se podría lograr ese proceso de integración?

—Para que las instituciones internacionales funcionen bien, es necesario que no estén sometidas a los vaivenes de la política, que es justo lo que ha pasado en América Latina, no solo con las instituciones internacionales, sino también con los Estados: cuando llega un partido político al poder, acomoda el derecho y las instituciones a sus intereses. Eso no puede ser. Las instituciones deben ser relativamente autónomas del color político de quienes están a su cargo. En el continente lo que ocurre con mucha frecuencia es una captura de las instituciones por parte de la política.

—Hemos percibido también que existe un aumento de discursos de resentimiento, anticolonialistas e indigenistas hacia España. ¿Por qué cree que se da esta tendencia?

—Con España hemos tenido momentos de amor y desamor, tal vez más frecuentes los segundos que los primeros. Hay mucho desconocimiento del pasado y de lo que España significó en ese pasado. Por efecto de las llamadas “doctrinas decoloniales” o “poscoloniales”, que han tomado mucha fuerza en el continente en las últimas décadas, se ha difundido una idea muy cercana a lo que se conocía como la “leyenda negra” sobre España; es decir, una versión de imperio español como la encarnación de lo maligno, como un poder que solo trajo perversión y maldad a estas tierras. Pero la historia de los pueblos está llena de complejidad, de vicios y de virtudes y esa versión de España, como su contraria, la llamada “leyenda dorada”, es simplista y falsa. Para entender la historia, para entendernos a nosotros mismos, debemos hacer lo posible por no ver en los poderosos solo maldad y en los dominados solo bondad. Eso no ayuda, la realidad es mucho más compleja y matizada.

Ese simplismo es el que lleva a muchos hoy en día a tumbar estatuas y querer reescribir el pasado de un plumazo. No es que todas las estatuas merezcan estar en sus pedestales ni que todo lo que se ha dicho sobre el pasado deba ser aceptado, por supuesto que no, pero para que esos cambios tengan sentido deben ser estudiados, argumentados y debatidos. Pero me temo que estemos perdiendo la paciencia para hacer esas cosas.

—En su libro habla también de las redes sociales. ¿El discurso de la cancelación puede provocar que la discusión pública no tenga mayor reflexión e intercambio de ideas?

—Vivimos en una época que idolatra lo emocional y que menosprecia lo racional. Tal vez las redes sociales, en las que todo es inmediato, efímero y emocional, estén contribuyendo a eso. Hoy sabemos que el porcentaje de extremistas y saboteadores en esas redes es mayor que el que existe en la sociedad y, en sintonía con eso, el porcentaje de moderados que allí participa es menor que el que existe en la sociedad. El gran peligro que tenemos hoy es que el voto popular, por efecto de las redes, obedezca a lo que está pasando en las redes y no a lo que efectivamente pasa en la sociedad. Es decir, que los radicales, los saboteadores y los imbéciles obtengan mayor cantidad de votos de los que se merecen e incluso lleguen a altas posiciones del Estado, cuando en realidad la sociedad cree poco en ellos.

Manifestantes derriban una estatua de
Manifestantes derriban una estatua de Colón en la ciudad colombiana de Barranquilla. EFE/ Ricardo Maldonado/Archivo

—En los últimos años vemos que líderes políticos recurren a la polarización y el populismo como herramientas para imponerse en elecciones. ¿Qué tan peligroso podría resultar que se convierta en un patrón natural y necesario para quien desee acceder a un cargo público?

—Muy peligroso, el populismo es un gran vicio de la política latinoamericana. Empezó en el siglo XIX con los caudillos y hoy lo vemos con gobernantes que llegan al poder para acabar con las instituciones, gobernar sólo para sus seguidores, difundir el culto a su personalidad, todo ello con discursos grandilocuentes y sesgados que estigmatizan a la oposición y anulan la libertad y los derechos de quienes piensan diferente. El populismo crea, como lo digo en el libro, “democracias de sinécdoque”, es decir, regímenes políticos en los que la parte es tomada por el todo: los seguidores del líder populista son vistos como el pueblo, el único pueblo. Los demás son apátridas, como de hecho pasa hoy en día en Nicaragua.

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