Lima como la conocemos suele sumergirnos en la melancolía, el caos, e incluso, en la violencia. El entorno puede tornarse blanco y negro, como si se tratase de una película silente. El cobijo que la gran mayoría de peruanos encuentra, como un abrazo cálido, es la llegada del mes de julio. Aunque nos encontramos en pleno invierno, el inicio de la temporada circense nos llena de emoción, de ilusión. Ese es el color que vemos entre el gris.
Desde hace 40 años, La Tarumba eleva su carpa. Este circo tradicional hecho a mano tiene un efecto asombroso: sin importar la edad, al ingresar a su mundo, te reconectas con tu infancia, con tu niño interior.
Infobae Perú visitó la mágica casona en Miraflores donde nace cada espectáculo que vemos en escena. Esta es una narración de una emotiva entrevista a su fundador, Fernando Zevallos, un soñador innato. Un maestro de la vida.
Nos recibió en el “corazón” de La Tarumba. Un espacio físico, colorido, compuesto por un sofá curvo y vitrales. Lo que puede resultar un área más de una casa, para él es todo lo contrario. Es un punto energético, de reflexión, pero sobre todo, de aprendizaje. Es una ventana al crecimiento. Una posición privilegiada para ver la pasión de los niños que llegan a los talleres artísticos.
La cuadra cuatro de Quilca, en el Centro Histórico de Lima, fue el hogar de Fernando. Los circos que se acomodaban en los terrenos de la zona y el teatro callejero de Jorge Acuña -un mítico mimo peruano que convirtió la Plaza San Martín en su escenario- le permitieron reconocer que el arte es más que una emoción, es la esencia de la vida.
“En Fiestas Patrias, andaba en los circos. El resto del año, en el Cine Tauro, ayudaba a cargar las cosas de los músicos. Y cuando había buen clima, veía espectáculos en la Plaza San Martín. Creo que esa fue mi escuela. He tenido suerte”.
Lo lúdico puede alejarnos de las preocupaciones futuras, esas que adoptamos cuando llegamos a la adultez. En su caso, desde niño, entendió cuál era su propósito, lo que quería hacer realidad: levantar una carpa. “A mi el circo siempre me emocionó, y hasta ahora me sigue emocionando. Incluso, pienso que, el día que deje de emocionarme con el circo, será el momento de retirarme”.
A los 16 años intentó unirse a la gira de una compañía circense. Recuerda que sus padres se lo prohibieron a toda costa, por lo que, en un acto de rebeldía, escapó de casa para refugiarse donde unos tíos. Su actuar trajo consecuencias. El traslado a otro colegio en su adolescencia fue la llave para encontrarse asimismo en un club de teatro que dictaban.
Absorbió todo lo que pudo y unió sus deseos con técnicas para ir construyendo el concepto de su circo, que iba más allá de la conquista del espacio: que deje una reflexión.
El hombre detrás de los cientos de actos de La Tarumba se encuentra agradecido con cada una de las familias circenses que lo adoptaron como un hijo. Que lo cuidaron y le enseñaron lo que es trabajar en equipo, el respeto y el cariño entre artistas.
“Los artistas tenemos un espíritu contestatario”, me respondió Fernando al recordar cómo enfrentaron el dolor, la tristeza, la violencia, con alegría y esperanza durante la época del terrorismo que nubló la vida de los peruanos. En 1983, cuando visitaban el país con sus espectáculos, se vieron en el medio del fuego cruzado. Ellos, artistas de la calle, sacaron una bandera blanca para defender la belleza, entendida como “el resplandor de la verdad”, citando a Platón.
Él y sus compañeros se aferraron a la vida. “Vivir es pelear por nuestros derechos a ser felices”. Uno de los primeros montajes como compañía fue “Upa la esperanza”. En aquella época, y antes de que el término ‘clown’ cobrara popularidad, ellos se pusieron en la piel de los payasos, estos personajes que se ponen como blanco de burlas para que los demás vean los defectos y lo absurdo de la humanidad.
“Provocábamos una reflexión, una conmoción, y al final dejábamos un hilo de esperanza. Esto lo decíamos a través del humor, de la risa, la ternura, la poesía”.
Los tarumbos que iniciaron esta aventura sobrevivieron al terror de la violencia defendiendo la vida a través del arte. Las invitaciones a festivales en el extranjero, y el “boca a boca” que despertaron la curiosidad por conocerlos, también atrajo miradas de tiranos en el poder.
De sus recuerdos rescata que habían intereses por usarlos en el ámbito político. Las amenazas no tardaron en llegar. El destino y esfuerzo los encaminó a una casona miraflorina, que se convertiría en su guarida, donde recibirían a niños para educarlos en artes escénicas y alejarlos, por unas horas, de entorno sombrío que carcomió al país.
En la historia del circo de Fernando Zevallos existe un capítulo que es complejo de definir, porque involucra emociones y recuerdos. Su esencia inicial, que aún se mantiene al interior de la carpa, el ser valorados por lo que son capaces, y no de dónde procedían.
El proceso desde el año uno hasta la actualidad no ha sido netamente improvisación, o prueba y error. Para cada montaje se comprometían en una intensa investigación, en la que solicitaban apoyo de expertos en diferentes materias para crear espectáculos de calidad y saber si era viable realizarlos.
Este artista soñador manifiesta que en la década de los ochenta, no solo Lima destacaba por lo gris del cielo. “Será por la violencia, la crisis económica o política. Lima era gris en todo. Dijimos, vamos a proponer color desde el escenario”.
Describe que entre los cerros y las esteras sobresalía una mancha de color, La Tarumba. Sin imaginarlo, la ciudad se preguntaba qué era, quiénes habitaban ese lugar irreal, pero fascinante. Llegaron las presentaciones pagadas en las calles, colegios y teatros. Se dieron cuenta que, si se esforzaban, podían vivir del arte.
Tras varios viajes, y ser espectador de otros circos hermanos, Fernando se reunió con su equipo para evaluar el diseño de su propia carpa, esa con la que soñó desde niño. Él se involucró hasta en el más mínimo detalle. Aunque los arquitectos no entendían todas sus ideas, él no se cansaba de repetirles que todo se trataba de la energía.
“... Yo les decía que ubicando tal y tal cosa de esta manera, la energía iba a fluir de esa manera. Y pensaban que estaba loco. Cuando vieron que sus diseños funcionaron, me dijeron: ahora te entendemos (...) Las formas curvas era para que pareciera que estuviera volando”.
El rostro del tarumbo se transformó. Frente a mí estaba ese niño que, con una sonrisa radiante, describe cómo fue ver su sueño hacerse realidad. Me comenta que es imposible no emocionarse al contarme ese momento.
“El circo no solo es entretenimiento. No. Primero, el circo es arte. Es muy generoso. Te entretiene y que incluso te da de comer. Todo lo que está alrededor del circo tiene que movilizarte espiritualmente”.
Sus ojos exponen su alma apasionada. Las lágrimas recorren su rostro cuando le pregunto por la primera vez que vio la carpa armada. Fueron muchos años de espera. Recordó momentos de su infancia, de pérdidas, como el fallecimiento de su padre, cuando tenía siete años.
En el circo olvidaba la pena. Las familias que formaban estas caravanas, que tenían vidas errabundas, lo adoptaron y protegieron.
“Todo eso pasaba como una película por mi cabeza. Yo sentía, y lo siento hasta ahora, que a mí me toca devolver eso. Que para eso estoy acá”, me confiesa con una voz entrecortada que solo me genera empatía y un respeto absoluto por un hombre que siempre apostó por él mismo, por sus metas, por su misión en este mundo terrenal.
Se siente afortunado, pero con una gran responsabilidad. Es consciente del rol que tiene en la vida de cada niño, adolescente y artista adulto que pisa la casona. Desea darles caminos, abrirles puertas para que ellos construyan su propia historia.
Las experiencias de Fernando son enseñanzas, una suerte de alegoría a la vida. Reconoce que la felicidad es un trabajo diario, la suma de momentos alegres, tristes, o aquellos que emocionan, como lo que ocurrió durante nuestra conversación en el “corazón” de La Tarumba.
El éxito del circo no lo mide por las ganancias o la fama. Sino por lo que transmite. Esas emociones que despierta en cada espectador, que se lleva algo con ellos, a veces no tan alegre, pero que, en ambos casos, nos enseña a ser felices.
En este 2023, el espectáculo lleva como nombre “Camborio”, un homenaje a la cultura gitana y lo que representa para el arte. Al ingresar a la “carpa flotante” dejas de ser un adulto con “una mochila de pesos”. Vuelves a ser niño. Vuelves a soñar.