Como en la literatura, en temas económicos siempre es posible escribir cosas bonitas. Llevar la discusión hacia un problema de corto plazo, cuya solución de fondo escape de las manos del gobierno de turno y donde cualquier mínima mejora —aunque esta sea solo comparativa— sea tomada como una noticia positiva. Necesitamos recibir noticias positivas, nos dicen. Por el contrario, soy de los que piensan que necesitamos saber dónde estamos parados. Cuáles son nuestros retos concretos y —sobre todo— ser menos respetuosos con las creencias.
En estas líneas buscaré enfocar un aspecto crítico para cualquier país de la región: la suerte económica de las naciones que la rodean; de la región en su conjunto. Me refiero aquí a ese agregado de economías que la base de indicadores globales del Banco Mundial etiqueta como Latinoamérica y el Caribe (LAC). Notemos que hoy resulta clave enfocar la región, por al menos tres razones: (1) nos parecemos macroeconómicamente mucho más de lo que creemos; (2) capturamos flujos de comercio e inversiones compartidos (formales o subterráneos); y (3) convivimos en una región políticamente contagiosa.
Sobre este último acápite es importante destacar que se dan inoculaciones o contagios a los que podríamos etiquetar, como por las buenas (se copian las modas y momentos económicos y políticos de una nación a otra); pero también los hay por las malas (se financian agrupaciones o protestas políticas afines entre naciones de la región e incluso se trata de aislar por todos los canales posibles a quienes no comparten errores o ideologías).
En buen español, desde la caída de Venezuela, resultaría cándido obviar ciertos afanes hegemónicos en la región (engendrados desde una pequeña isla caribeña). Estos se caracterizan por la introducción activa de reglas abiertamente marxistas, que deterioran variables como los derechos políticos, el grado de respeto a la propiedad privada u otros índices de libertad política o económica.
Es en este contexto que es menester ponderar que en el agregado de América Latina y el Caribe prevalece la escala de tres economías en abierto retroceso económico —Argentina, Brasil y México (dos tercios de su PBI)—; mientras se esconde la evolución de naciones institucionalmente más sólidas a la fecha (como Chile, Costa Rica o el Uruguay). El detalle aquí pasa por reconocer que las performances de todas las naciones de la región —en mayor o menos medida— se ve contagiadas o atacadas, por el desenvolvimiento grupal. Es aquí donde salta la libre. La región, aunque todavía se le etiquete como tal en los reportes de ciertas agencias multilaterales, ha dejado de ser emergente. En la última década, económicamente LAC se ha estado sumergiendo en términos de su escala o nivel de desarrollo relativo (Ver Figura I). Si observamos patrones quinquenales, no solo crecemos mucho menos (mientras la población ubicada debajo de la línea de pobreza explosiona), sino que la evolución del producto por habitante —en comparación al indicador similar de un país desarrollado— no solo se reduce, sino que ha iniciado un franco proceso de mayor subdesarrollo relativo. Dentro de este cuadro, referirse a indicadores amelcochados —como el Índice de Desarrollo Humano— carece de elemental coherencia. La región como conjunto se aleja del mundo desarrollado.
La segunda figura acá, nos refiere gráficamente, a los patrones en los que la región pierde el tiempo (si nuestra perspectiva fuese remontar desarrollo económico). El subgrafo superior de la izquierda, nos refiere a que el PBI por habitante regional, desde hace muchos años, ni siquiera alcanza el promedio simple del Producto Global. El segundo subgrafo de la derecha resulta algo más halagador, nos ubica sostenidamente por encima de los índices similares de las naciones de ingresos llamados medios y bajos (naciones cuyo aporte no captura ni el 40% de la producción global). Los dos siguientes subgrafos resultan demoledores para constatar el declive económico regional. Por un lado, comparándonos con las naciones de ingresos altos, nuestra producción por persona bordea estable y penosamente apenas un séptimo de su índice respectivo. Por otro lado, comparándonos con la República Popular China -posiblemente la dictadura más dinámica de todos los tiempos- el subgrafo nos machaca como esta última nos pasó por encima. Mientras en 1960 el producto por persona de un latinoamericano promedio era casi catorce veces mayor al de un chino, el estimado multilateral para este año descubre que el producto por persona de un latinoamericano promedio ya es inferior (el 0.7) del de un chino.
La clave aquí es muy sencilla. Luego de décadas de política económicas erradas, nos hemos comprimido. Como sostenía el libertador-dictador Simón Bolívar, caímos en manos de gobernantes variopintos que usaron todas las retóricas. Todas eso sí, marcadas de mercantilismo-socialista. Solo comparándonos desde los ochenta, el declive regional se hace gráfico (ver Figura III).
Nada impredeciblemente (ver Figura IV), con la existencia de series estadísticas consistentes de deterioro institucional -o Corrupción Burocrática si usted prefiriese etiquetarla así-, se puede detectar que el transito hacia regímenes de izquierda (como las de Lula da Silva, Chávez-Maduro, Kirchner-Fernández, López Obrador, Petro, Morales, Viscarra-Sagasti-Castillo-Boluarte), no resultó algo inocuo. Oprimen libertades e inflan el tamaño del botín presupuestal, esas variables explicativas usuales de los índices de control o percepción de la corrupción burocrática.
Contrariamente a lo que se repite (o se obvia) en el grueso de las discusiones sobre la evolución económica reciente de Latinoamérica, las implacables cifras disponibles nos recuerdan que la región —en su tránsito hacia regímenes que imponen mayor opresión económica y política— se corrompe, ingresa al declive y se subdesarrolla. Urge caminar en la dirección contraria. Respeto abierto a las libertades políticas, derechos civiles, propiedades privadas y libertades económicas. La retórica liberal sería tal vez un aderezo innecesario.