Hablar de educación en nuestro país es hablar desde la preocupación y la urgencia de seguir aportando desde distintos frentes. Si bien es cierto el Estado es responsable de asegurar que la educación sea accesible y de calidad para todas las personas, también existen iniciativas privadas, de la sociedad civil o espacios independientes, muchos de ellos que, en coherencia con los derechos de las niñeces y adolescencias, aportan significativamente en educación.
Esta preocupación se incrementa si observamos las barreras estructurales que intervienen en el logro de las competencias que se espera alcance el estudiantado durante cada ciclo de escolaridad. La falta de servicios básicos, el mal estado de la infraestructura, la falta de acceso a la conectividad, falta de materiales educativos, desnutrición, dificultad en el traslado a las instituciones educativas; son algunos factores que afectan a gran población estudiantil peruana.
Sin embargo, las niñas y adolescentes mujeres no solo se ven afectadas por lo anterior, sino que se suma la carga de cuidados y tareas en el hogar, violencias específicas por género, embarazo adolescente, creencias limitantes, ausencia por la falta de recursos y espacios para la salud menstrual, entre otros. Y si a lo anterior le agregamos la ubicación o procedencia de la estudiante podemos encontrar situaciones muy específicas que viven niñas y adolescentes en zonas rurales de Perú.
Ser conscientes de todos estos factores y de la desigualdad que nos atraviesa como nación nos puede permitir comprender cuánto y cómo se puede aportar desde la educación al desarrollo de las habilidades y conocimientos de las niñas y adolescentes de zonas rurales para mejorar sus oportunidades.
De acuerdo al ESCALE (2018), la deserción escolar en las mujeres es de 10.2% mientras que en los hombres es de 8.4%. Adicionalmente solo el 6.2% de mujeres en zonas rurales culminan la educación superior, según el INEI. Es decir, las niñas y adolescentes rurales son las más afectadas frente a las desigualdades, por lo que se debe reforzar las acciones desde la educación para aportar a su desarrollo integral.
De acuerdo al Banco Mundial, si todas las niñas del mundo recibieran 12 años de educación de calidad, los ingresos de por vida de las mujeres podrían aumentar entre $15 y $30 billones de dólares a nivel mundial. Según la misma fuente, las mujeres con educación primaria sólo ganan entre un 14% y un 19% más que las mujeres sin ningún tipo de educación, sin embargo, las que tienen educación secundaria ganan casi el doble. No deberíamos tener que justificar los beneficios de educar a las niñas y adolescentes, ya que debería asumirse como lo que es, un derecho. Sin embargo, el dato anterior nos muestra cómo pueden mejorar las oportunidades económicas si se apuesta por una educación básica accesible y de trascendencia.
Otro factor importante a tener en cuenta es que cuando hablamos de educación de trascendencia nos referimos a una educación que aporte a sus proyectos de vida, acorde a sus necesidades, que les permita desarrollar competencias para la vida, fortalecer su agencia y autonomía para la toma de decisiones, así como el ejercicio de sus derechos y autoabogacía. Efectivamente, el Ministerio de Educación, a través del Currículo Nacional de la Educación Básica, plantea un perfil de egreso que involucra el logro de competencias y herramientas para el desarrollo pleno, la inclusión social efectiva de modo que la persona ejerza un rol activo en la sociedad y la continuidad de aprendizaje a lo largo de la vida. Además, presenta enfoques transversales que acompañan el logro de ese perfil de egreso, uno de ellos es el de Igualdad de Género.
Las estudiantes de zonas rurales merecen y necesitan recibir una educación que les asegure desarrollo pleno. Un primer paso para aportar desde la educación es la comprensión del problema de desigualdad estructural que atraviesa a las estudiantes de zonas rurales. Ser conscientes de la desigualdad nos permitirá tomar acción oportuna.
Al mismo tiempo, este reconocimiento debería conducirnos a cambiar las normas sociales que sostienen estereotipos de género y devienen en acciones que ponen en desventaja a niñas y adolescentes. Cambiar las normas implica un ejercicio de reflexión personal para evaluar nuestros propios sesgos, de modo que no los traslademos a nuestras prácticas educativas. Además, implica diálogo y la generación de espacios que propicien el cuestionamiento de estas normas para dar paso a una educación en equidad.
Otra acción importante desde la educación es hacerles frente a las violencias de género. Esto supone promover espacios para la toma de conciencia, conocimiento y respeto por la normativa para la prevención y atención de casos de violencia, un trabajo articulado con toda la comunidad educativa y promover la organización entre el propio estudiantado.
La escuela debe ser un espacio que promueva el liderazgo y facilite el proceso de empoderamiento de las niñas y adolescentes para que puedan llevar a cabo sus proyectos de vida y tomar decisiones en autonomía. Promover su participación, ampliar las expectativas respecto a sus logros, erradicar mensajes basados en el prejuicio, presentar referentes mujeres, propiciar ambientes seguros, fomentar su participación en actividades u oportunidades que sumen a su educación, son algunas de las acciones que podemos ejecutar desde nuestro rol docente, cuidador o como autoridades educativas.
Si bien desde la escuela podemos y debemos aportar al desarrollo de las niñas y adolescentes, necesitamos recordar que las barreras estructurales dificultan las oportunidades, especialmente para las estudiantes de zonas rurales, por lo que es imperante que como sociedad nos impliquemos en la construcción de un país más justo y con más oportunidades para todas y todos independientemente de la diversidad en nuestras identidades.