Los últimos dos años de su vida, Andrea (25) los ha dedicado al trabajo sexual en el distrito de San Juan de Lurigancho, al este de Lima, según contó a Infobae Perú. Arribó al Perú desde Venezuela con 23 años recién cumplidos, motivada por la promesa de un empleo digno y un futuro mejor. Una mujer en su país le ofreció “un buen trabajo” y “un sueldo más que digno” si migraba.
“Parecía una buena oportunidad”, recuerda. La propuesta era clara: trabajar por pocas horas y obtener altas ganancias como mesera o anfitriona en exclusivos restaurantes de la capital peruana. Sin embargo, la realidad fue completamente diferente. “Todo fue una mentira”, añade con firmeza, aunque su tono refleja resignación.
Andrea evita hablar de arrepentimientos. Pero tiene claro que, de haber sabido que caería en manos de redes de trata de personas y explotación sexual, nunca habría dejado a su familia, pese a las dificultades económicas en su país natal.
Al llegar a Lima, la despojaron de su celular y le entregaron otro, un aparato controlado para evitar que pudiera alertar a sus seres queridos. Además, sus documentos pasaron a manos de sus captores, dejándola en completa indefensión. Pronto comenzaron las amenazas. “Me dijeron que si no trabajaba, no comería. O que les dirían a mis padres cosas horribles”, narra.
En cuestión de días, fue obligada a trabajar en una concurrida calle cerca al llamado Metro La Hacienda, donde numerosos hostales y hoteles funcionan como espacios para el comercio sexual en la vía pública.
Durante los cortos descansos que le permiten, Andrea comparte una habitación diminuta con otras cuatro mujeres, todas migrantes venezolanas. “A veces dormimos dos o tres en una cama. Es lo que nos toca”, dice con una sonrisa que apenas disimula el cansancio acumulado. Aunque está atrapada, prefiere hablar de adaptación. Sus palabras denotan fortaleza, pero también una dura realidad: la resignación que sienten muchas mujeres como ella.
Según la División de Trata de Personas de la Policía, estas redes criminales pueden llegar a traer hasta 80 mujeres extranjeras al día al Perú con fines de explotación sexual. Andrea es solo una entre muchas.
“A estas mafias no les importan las mujeres. He visto a chicas muy jóvenes, enfermas, incluso consumiendo drogas. Ellos solo piensan: ‘la ponemos en la esquina y punto’. Cuanto más jóvenes, mejor. Su único criterio es que tengan cuerpo y que puedan trabajar”, asegura —a Infobae Perú— Ángela Villón, presidenta de la Asociación Miluska Vida y Dignidad, una organización que lucha por los derechos de las personas trabajadoras sexuales, incluidas mujeres migrantes, hombres gais y personas trans.
Como ex trabajadora sexual, Ángela conoce de cerca la violencia y deshumanización que enfrentan quienes ejercen este trabajo, especialmente bajo coerción. “Me preocupa cómo estas mujeres están siendo maltratadas. Viven en condiciones infrahumanas y esto termina afectando su autoestima y personalidad”, señala con indignación.
Villón detalla cómo estas organizaciones delictivas invierten entre 2.000 y 2.500 soles en el transporte, comida y alojamiento de las mujeres. Sin embargo, las mantienen sometidas a través de deudas desorbitadas que pueden superar los 15.000 dólares.
“Es una deuda que nunca terminan de pagar. Las obligan a trabajar durante años, cobrándoles por todo y controlando cada centavo que ganan”, explica.
Consultado por Infobae Perú, el abogado penalista Álvaro Peláez destaca que estas redes funcionan como “estructuras criminales organizadas”, complejas y bien articuladas. Su principal objetivo es obtener beneficios económicos a costa de la explotación de personas, y para ello cometen múltiples delitos.
“No se trata solo de trata de personas. Estas organizaciones también incurren en proxenetismo, explotación sexual, extorsión y, en ocasiones, sicariato. Las penas pueden llegar a ser muy altas, hasta 35 años de prisión si existen agravantes”, detalla el experto.
Además, Peláez explica cómo estas redes identifican y estudian a sus víctimas antes de captarlas. “Saben reconocer la vulnerabilidad. Mujeres migrantes que enfrentan situaciones de pobreza extrema o violencia suelen ser el blanco perfecto. En algunos casos, la necesidad económica es tan grande que terminan aceptando su situación como inevitable”, puntualiza.
La Policía Nacional ha identificado que estas mafias operan en varios distritos de Lima: Los Olivos, Independencia, San Martín de Porres, Cercado de Lima, Lince, Villa El Salvador, San Juan de Miraflores, San Juan de Lurigancho, Ate, Santa Anita y El Agustino.
A pesar de los operativos y las detenciones, la extorsión continúa. Las trabajadoras sexuales deben pagar entre 200 y 600 soles semanales para poder ocupar un espacio de la calle en una determinada zona rosa. Quienes no cumplen, sufren amenazas o violencia directa.
“Dicen que desarticularon las bandas, pero todo sigue igual. Los pagos no paran y las mujeres siguen siendo obligadas a trabajar para pagar deudas o ‘cupos’. Si caen los cabecillas, los subalternos toman el control”, denuncia nuevamente Ángela Villón.
La Policía Nacional también ha identificado que estas redes tienen una composición multinacional. Principalmente están integradas por personas de Venezuela, Colombia y Perú, quienes compiten por el control de las “plazas” en Lima. Estas disputas, a menudo, derivan en enfrentamientos violentos entre bandas.
Una de las últimas organizaciones desarticuladas operaba en las llamadas zonas rosas de Los Olivos, Comas y Puente Piedra. Según las investigaciones policiales, esta red era liderada por Héctor Alfonso Prieto Materano, alias ‘Mamut’, de nacionalidad venezolana. Las autoridades lo reconocen como el cabecilla en Perú de la megabanda crimina el Tren de Aragua.
“Estas personas no tienen otra actividad lícita. Su modelo de vida es someter, controlar y extorsionar. Utilizan la violencia como herramienta para mantener su poder”, afirma el coronel PNP Víctor Revoredo, jefe de la División de Homicidios.
Las redes sociales, especialmente TikTok, revelaron el estilo de vida que llevaban los cabecillas de estas mafias. Con el dinero obtenido a través de la explotación y extorsión de mujeres, alquilaban casas lujosas con piscina en zonas exclusivas del sur de Lima, consumían bebidas costosas y lucían joyas y prendas de marca.
La trata de personas es la segunda economía ilícita que mueve más dinero en todo el Perú. Se ubica -de acuerdo a cálculos de la organización Capital Humano y Social Alternativo- como una de las más lucrativas para las redes criminales por los 1.300 millones dólares que pueden obtener anualmente. De ese total, 600 millones corresponden a la explotación sexual.
“La trata de personas es un delito muy complejo. Es un delito proceso, en donde simplemente por el hecho de captar a una persona con fines de explotación ya se está incurriendo en el delito. Eso hace que sea mucho más complicado calcularlo, porque obviamente no se explícita la intención de explotación sino hasta el final”, afirma Ricardo Valdés, director ejecutivo de CHS Alternativo y ex viceministro de Seguridad Pública, a Infobae Perú.
Además, remarca que la trata de personas es una economía ilícita que está “absolutamente” en todo el país y los procesos de captación para víctimas de explotación sexual o trabajo forzoso “son extensos”.
En medio de ese desalentador panorama, Andrea continúa enfrentando una dura realidad, marcada por la explotación, el aislamiento y la falta de alternativas. Su historia refleja no solo la violencia ejercida por las mafias, sino también las fallas estructurales en la protección de mujeres migrantes y trabajadoras sexuales.
“Quiero salir de esto, pero no sé cómo. Lo único que puedo hacer es seguir trabajando y esperar que todo cambie algún día”, dice Andrea.
Su testimonio es un recordatorio urgente de la necesidad de políticas públicas integrales que garanticen los derechos humanos, protejan a las víctimas de trata de personas y combatan, de manera efectiva, estas redes criminales que se lucran con la vulnerabilidad de quienes buscan una vida mejor.
*El nombre real de Andrea fue protegido por su seguridad. Ella y otras de sus compañeras reciben constantemente amenazas de muerte para obligarlas a seguir siendo parte de esta cadena de explotación sexual.