La casa de Laura Di Cola, en la capital argentina, tiene un techo verde salpicado de canteros elevados y una huerta donde, además de zanahorias y acelgas, crecen hierbas salvajes que ella ha incluido en sus recetas por su “alto valor nutricional”. Desde hace mucho, la traductora, chef y difusora de la gastronomía circular —un concepto que reivindica el aprovechamiento del subproducto alimentario— se moviliza en bicicleta para reducir su huella de carbono.
Escribió tres libros (‘Harina sin manos’, ‘Sin delantal’ y ‘Sin desperdicio’) para abordar ese método-filosofía-apuesta que emprendió al cambiar su trabajo en un banco de Córdoba —la ciudad donde se mudó a los 17 a estudiar— por alacenas, cacerolas y hornos. La decisión no tardó demasiado.
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“Fíjate que ganaba bien, tenía estabilidad, pero no era feliz —recuerda a través de una videollamada—. Me tomó un buen rato entender que podía hacer lo que me gustaba, tener éxito o no, pero ser feliz. Al final, la responsabilidad sobre uno mismo siempre es más grande”. Entonces, madre de dos chicos y desempleada, vendió algunas cosas para financiar su segunda carrera. No era un asunto nuevo para Di Cola.
“Estuve muy metida desde chica, el vínculo con lo natural también me viene por ahí —dice—. Mis abuelas hacían buñuelos de manzana, ravioles caseros, o, cuando llegaba marzo, con mamá, nos mandaban a juntar higos u hongos para tener en reserva. Los días de la infancia son determinantes”.
Como un guiño a esos años, prepara dulces con las cáscaras de naranja que otros desechan; guarda los carozos y las semillas para tostarlas y convertirlas, por ejemplo, en un polvo que luego acompaña sus ensaladas o comidas. Y prepara su propio compost para emplear los residuos orgánicos como fertilizante. Cuando le preguntan por qué lo hace o para qué, Laura Di Cola sonríe como si dijera ‘es que no hay otro camino’.
“Mientras haya una persona con hambre en el mundo, me parece poco ético tirar los restos, que son di-vi-nos”, remarca con la voz cadente, el cabello cano, prolijo, en cascada.
A inicios de enero, la promotora del movimiento ‘De la huerta a tu mesa’ visitó el Perú para presentar su último libro, pero, sobre todo, para abrir paso a la cocina circular en un país donde se pierden o desperdician al menos 12,8 millones de toneladas de alimentos, casi la mitad del suministro total, según un estudio de Sustainability.
Estuvo en Cusco, donde realizó una experiencia de campo con comunidades locales, y en Máncora, donde tendió una alianza con Tom Gimbert, el arquitecto que empleó heces de burro, caña y aserrín para erigir hoteles de lujo en el balneario más emblemático del país.
En su estadía, por casi una semana, Di Cola explicó el desafío de su apuesta: dejar de ver al alimento como una cosa que se utiliza y descarta, cuando en el mundo al menos 11 personas mueren de hambre al minuto, de acuerdo con un informe de América Futura.
“No me gusta la palabra escasez. Me gusta mucho la abundancia, pero, digo, también la escasez entendida por ese lado: con nada hacer algo; con lo que hay, con lo que sobra, con lo que muchos tiran, proponer algo —matiza Di Cola—. Al principio me dio miedo salir a contarlo porque pensé que se iba a malinterpretar. Me decían: ‘tú no compras huevos para no tirar las cáscaras’. Y yo replicaba: ‘compro huevos, pero no tiro las cáscaras’. Se veía como algo, si quieres, negativo, de miserable. Y cuando entendí que eso no es miserable, sino supergeneroso, no paré más”.
Su estancia ha devenido en una propuesta gastronómica, pionera en el país, para Bistró Alma, ubicado en uno de los hoteles construidos por Gimbert (Alma Loft). Ha ideado, por ejemplo, platillos como sandía marinada, tatín de espárragos, vinagreta de mango, sopa fría de zanahoria y leche de coco, blinis de maíz elaborado con lo que queda del gazpacho, crema de cacao vegano y pear crumble con frutas locales como la piña, cuya cáscara tiene una enzima que ablanda todo tipo de carnes.
En el país que se jacta de su culinaria profusa, estas opciones que reivindican lo que aparentemente ya no sirve no son solo una novedad, sino una bandera del cambio.
“Ha sido interesante integrar esa sensibilidad de Laura a los cocineros para acercarnos más a la idea de hacer un mundo mejor, desde nuestras pequeñas acciones. Quizás anime a otros y tengamos más aliados en esta acción contra la crisis climática”, dice Tom Gimbert, un exponente de la arquitectura vegetariana que llegó a Máncora hace más de una década y ahora apunta a darle otro rostro al turismo en una de las zonas más amenazadas por la ola inmobiliaria y la contaminación.
“La idea era empezar con platos básicos, plantar la idea de compostar y evitar los plásticos de un solo uso, que son mortales —añade Di Cola—. La cocina circular nos envuelve a todos, nos compromete a todos. La basura no debería ser un lugar porque después va a la tierra y se forman islas de plástico”.
Precisamente, cuando salía del aeropuerto de Talara, la cocinera consciente vio una escena que la desencajó: rumos de basura, desmonte, botellas y bolsas amontonadas por faltas de políticas ambientales. Volteó la vista para que no la hiera “ese panorama de guerra”. Desde entonces, no deja de pensar en cuántos siglos harán falta para que se desintegren esos envases de polietileno.
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