Stefani Joanne Angelina Germanotta (33), más conocida como Lady Gaga, es una cantante, compositora, actriz y productora estadounidense. O una nena grande escondida detrás de una mujer, que se vio obligada a hacerle frente a un destino que se burló de sus ganas desde el primer intento.
¿Cómo nos vemos? ¿Cómo nos ven? ¿Quiénes somos realmente? La ambición se hace carne y duele. El precio de ser queridos se transforma en ley. Todo aquello que vinimos a ser, parecer y padecer, nos condena y se desangra arriba del escenario de nuestros propios sueños. El llanto se transforma en grito, el grito se transforma en canto, y nuestro nombre (que siempre será el significante y el significado) nos ahoga y nos bautiza con la fuerza de lo irreparable.
"Nunca permitan que nadie les diga que no van a poder", repite casi como un mantra cada vez que la entrevistan. Y tiene razón, porque su imagen es el mejor espejo de lo que predica. El mejor reflejo de todo lo que fue capaz de ser y hacer, a pesar de que muchos la tilden de melancólica, exagerada o reiterativa.
UNA ESTRELLA DIFERENTE. Datos más, datos menos, armar una nota que hable de una artista consagrada y limitarnos a sus "éxitos" es, a decir verdad, una tarea medianamente sencilla, para qué mentirles. Basta con hacer un desk research (o investigación de escritorio) y comenzar a escribir y describir cuáles fueron sus discos más vendidos, sus premios… Contar cómo y de qué manera incursionó (en este caso) en el mundo de la música y listo. Con eso ya tendremos una idea general de lo que será el futuro retrato que con suerte terminaremos de pintar en el nombre del oficio y la buena voluntad. Pero con ella resulta imposible. Y resulta imposible porque, entre otras cosas, hablar de Lady Gaga y remitirse únicamente a los datos publicados en Internet (mientras las imágenes de Gaga: Five foot two, el documental que realizó en coproducción con Netflix, vuelven a mi mente una y otra vez) me parece, por lo menos, una falta de respeto.
Una falta de respeto a su valentía, a su intención y al riesgo que todos sabemos que corremos cuando dejamos nuestro dolor al desnudo. Son casi las tres de la mañana. Sé que ya vi el documental, que debería estar cerrando esta nota, pero algo me dice que necesito verlo de nuevo. La canción que ella le escribió a Joanne, su tía que murió de lupus a los 19 años, se transforma en un eco y no me deja pensar.
Me levanto, voy a la cocina y preparo café. Vuelvo, voy a Netflix, aprieto play. Lady Gaga llora, grita, se ríe y se emociona. Canta, baila, festeja y se retuerce de dolor. Ensaya, compone, se queja y agradece. Sale de un hospital. Entra a una presentación. Adelanto el documental hasta llegar a la escena que estoy buscando. Hasta encontrar aquella canción que le escribió a su tía, pero que a mi humilde entender es el retrato más fiel de su propia confesión. O confusión, vaya uno a saber. Finalmente, la encuentro. Sí, es esa. Lady Gaga entra a la casa de su abuela (madre de Joanne) con un enorme ramo de flores.
La abraza, la besa, se emociona. La abuela la mira con los ojos llenos de amor. Ella le dice que escribió una canción en memoria de Joanne y quiere que la escuche. Pero antes de comenzar a cantar, un poema que su tía escribió poco tiempo antes de morir (y que su abuela tiene casualmente guardado en una caja que se deja ver sobre la mesa de la manera más obvia y ostentosa), la interpela. Entonces se sienta y comienza a leer: "Oye lo que no digo. No te dejes engañar. Llevo una máscara. Mil máscaras. Me entrego al juego. Al desfile rutilante, pero vacío de las máscaras", dice el papel que sostiene entre sus manos temblorosas. Levanta la cabeza. Pregunta si eso realmente lo escribió Joanne. Su abuela le contesta que sí. Deja el papel, se arrodilla a su lado y comienza a cantar. A cantar la canción que lleva el nombre de su tía, el segundo nombre de ella y que, como si eso fuera poco, le da título a su último disco y a la gira "Joanne World Tour".
LA MIRADA QUE EMOCIONA. No acordarme de sus comienzos es imposible. Pensar que la misma mujer que en 2008/2009 estaba repleta de excesos, era tildada de "freaky", se vestía de manera extravagante y se hacía celebridad por su primer álbum The Fame es la misma que hoy está sentada en la casa de su abuela en jogging y sin una gota de maquillaje cantándole al oído es realmente impactante. La melodía y la letra me conmueven. Pienso en las coincidencias. En todo eso que a veces no decimos por miedo a dejar de pertenecer. En esa fuerza que por algún motivo la impulsó a deshacerse de sus disfraces para siempre. En el coraje que hay que tener para transformarnos en nuestro propio escudo y dejar de maquillarnos los miedos. En el peso del nombre que nos ponen y nos imponen al nacer. En sus ganas de reconstruirse.
En sus innegociables esfuerzos por parirse otra vez. Y también pienso que ustedes seguramente se estarán preguntando por qué todavía no hablé de los Oscar 2019 y su supuesto romance con Bradley, pero sinceramente eso es lo que menos me importa. Y no me importa porque esa mujer, esa, la que estaba sentada en el piano y lucía un collar de Tiffany de no sé cuántos millones de dólares, es esta misma mujer de la que les estoy hablando. La que se está rearmando para encontrarse con ella misma. La que sufre una enfermedad crónica (y por lo mismo invisible), pero que no se deja vencer. La que le pone el cuerpo al dolor una y otra vez. Una y otra vez. La que este año se vio obligada a cancelar su gira porque su salud la dejó tirada sin permiso ni piedad y nunca le preguntó cómo se llamaba. La que confesó haber sido abusada por un productor a los veinte años y se animó a gritar, contar y cantar su dolor. La misma que fue tildada de androide, hermafrodita y no sé cuántas cosas más, pero terminó por conmover al mundo entero con una mirada.
Con una canción. Con una ilusión vestida de negro acariciando las teclas de un piano que, de la manera más impensada, se transformó en protagonista de los Oscar 2019 gracias a ella y a Bradley Cooper. Sus detractores dicen que es sólo un manejo comercial. Que su documental es la excusa perfecta para incrementar su cuenta bancaria y nada más que eso. Que en realidad necesitaba justificar su cambio de imagen, mostrarse más humana, y que utilizó este recurso sólo para ganar más adeptos. Que a ella lo único que le importa es el éxito, la fama y el poder. Que vive victimizándose, que no hay que creerle, pero yo no estoy de acuerdo con eso. Y no estoy de acuerdo porque sé que estamos entrenados para etiquetar. Que nos adoctrinaron para resistirnos a los cambios propios y ajenos. Que es una lástima, sí, pero que nos enseñaron a esconder nuestras miserias y hacer foco en las llagas de los demás (y quizás por eso nos cueste tanto ser felices). La resistencia al cambio es un mecanismo de defensa heredado y adquirido. Es el premio y castigo que nos mantiene en nuestra zona de confort. Es lo bueno conocido y yo lo entiendo. Los entiendo. Pero Lady Gaga, aparte de ser una mujer talentosa, es un ejemplo de superación, y eso también es innegable. Y por eso la escribo, la describo y la festejo. No por Bradley, no. O mejor dicho sí, pero no sólo por eso. Sino por ser mujer y resiliente. Por animarse a ser diferente en un mundo que prefiere a los cobardes, combate a los valientes y aplaude con los ojos abiertos, el corazón cerrado, pero siempre de pie.
Texto: Luciana Prodan
Fotos: Fotonoticias
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