Navidad para encontrar el sentido

Que estas fiestas nos encuentren con el corazón abierto es el deseo de nuestra columnista, que pide un brindis para que el próximo año las ganas se hagan realidad.

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Las preguntas de nuestros hijos nos interpelan. Nos exponen, nos conmueven, nos vulneran. Nos ponen a prueba. Nos miran el alma y esperan, desafiantes, la respuesta que ellos, por algún motivo, vienen a buscar con la única intención de que les acariciemos los miedos. Eso me pasó hace dos días, cuando estaba intentando escribir esta columna navideña.

Eran las tres de la mañana cuando apareció Antonella, mi hija, escondida detrás de la puerta de mi habitación. De manera tímida, me preguntó si podía pasar y le contesté que sí. Entró casi en puntas de pie, despacio, sigilosa, como si el horario mezclado con su urgencia la hicieran sentir culpable. "Perdón por la hora, ma, pero no puedo dormirme. ¿Te puedo hacer una pregunta?" –me dijo–. "Claro, Anto" –le contesté–. Entró. La miré. No hablaba, pero no quise apurarle las ganas. A los pocos segundos, finalmente, se animó a susurrar el grito que le salía del alma. "¿Cuál es el sentido de la vida?" –me dijo–. Y después de preguntarme eso, amparada en el silencio que se adueñaba de mi asombro, agregó: "Porque la gente se la pasa hablando del sentido de la vida, pero nadie dice cuál es". Los segundos se hacían eternos. Ella me miraba, expectante. Juro que intenté encontrar un modo más romántico de contestarle, pero fue inútil. "La vida no tiene sentido, hija. El sentido tenés que dárselo vos. Esa es la responsabilidad y el desafío que tenemos todos" –le dije–. Las dos nos quedamos en silencio. "Gracias, ma" –dijo finalmente. Me abrazó y se fue.

Y entonces, todo lo que venía escribiendo fue a parar a la papelera de reciclaje. Ella con su pregunta me regaló las palabras que yo necesitaba encontrar. "La Navidad tiene el sentido que cada uno de nosotros quiera darle", pensé. Y es por eso (y porque perdí muchos años en darme cuenta) que hoy les escribo o, mejor dicho, les propongo vivir esta festividad que nos impone el almanaque de la manera más arbitraria, como otra posibilidad que nos regala la vida de encontrarnos con nosotros y con los otros.

Para perdonar y perdonarnos. Para escucharnos y escuchar a los demás. Para reconciliarnos, aunque sea por una noche, con todas aquellas personas que forman parte de nuestra vida y nos constituyen, al margen de cualquier creencia religiosa. Una noche. Una oportunidad. Unas horas en donde a pesar de los errores y los horrores cometidos todos tenemos la oportunidad de encontrarle el sentido a aquello que pensamos que no lo tiene. Un día que quizás nos brinda la posibilidad de recuperar aquel beso escondido. O de ir en busca de ese abrazo que se quedó partido y perdido en el tiempo. Les propongo, si me permiten, no dejar escapar la oportunidad de ser felices aunque sea por un rato, y que esta Navidad (o, mejor dicho, este día) nos encuentre a corazón abierto y sin tantas resistencias. Que nos relajemos. Que valoremos el hecho de estar vivos y que sea esa certeza la que se anime a brindar con nosotros y nos saque a bailar. Que las ganas se hagan realidad, eso les deseo. ¡Chin, chin! ¡Salud!

por Luciana Prodan
Facebook.com/LucianaProdan

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