La mirada de Dorothea Lange, una de las mejores fotógrafas del siglo XX

Es la mujer detrás de las imágene de una deslumbrante muestra que se extiende hasta el 30 de agosto en el Centro Cultural Borges. Retratos, paisajes, momentos... La vida según

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Parte de la exposición de
Parte de la exposición de Dorothe Longe en el Centro Cultural Borges hasta el 31 de agosto

Era, si quieren, una chica frágil. Flaquita, huesuda y nacida en ese espacio entre siglos (nació en el XIX, vivió en el XX) que marcó un giro en tantas otras cosas. Criada en una familia de ascendencia alemana en la que el arte y la literatura eran parte central de la vida, Dorothea Lange sufrió un terrible golpe siendo muy niña: se enfermó de poliomielitis. Estuvo postrada durante meses y quedó con enormes dificultades para moverse. Pero eso, lejos de detenerla, le permitió descubrir el carácter "pedagógico" de aquella enfermedad que –a fuerza de dejarla sin fuerza– la volvió más determinada, más constante, más disciplinada.

"Fue lo más importante que me sucedió. Me formó, me guió, me instruyó, me ayudó y me humilló", dijo de su polio que la hizo indestructible y la forjó –como se forja un arma– para lo que vendría no tanto después.
Quizá por eso cuando a los doce años su padre abogado hizo mutis por el foro y abandonó a la familia, ella decidió borrar el apellido paterno (Nutzhorn) y conservar el de su madre Joan, Lange. No tenía manera de saberlo, pero acababa de nacer una estrella.

Oscura, de las que alumbran lo que no luce. Lo que nadie quiere ver. Una artista que décadas más tarde recorrería los Estados Unidos en auto y con su marido para mostrar la cara más impresentable del sueño americano: la pobreza, la migración. El hambre. Pero falta tiempo para eso. Falta que Dorothea se mude desde su New Jersey natal a Nueva York, donde estudiará fotografía. Pasará por la Universidad de Columbia.

DE PRONTO, CRACK. No era ni fea ni linda: era, apenas, una chica delgada y de paso inseguro que comenzaba a hacer sus primeros ensayos fotográficos con los aparatosos equipos de entonces: cámaras del tamaño de un adoquín, teleobjetivos que parecían el fuelle de un bandoneón desplegado. Así se la ve en una de las fotos que le tomaron por entonces: en el techo de un auto, mirando. Eso parece haber sido su gracia: saber mirar. Ver a través de las cosas que todos vemos y detenerse justo en el momento milagroso en el que la verdad rompe el cortinado de las cosas y asoma.

Dorothea Lange en California en
Dorothea Lange en California en 1936

Luego de la universidad se mudó a San Francisco, abrió su propio estudio de fotografía especializado en retratos y durante un buen tiempo se dedicó a tomar imágenes de gente acomodada, la principal consumidora de ese tipo de trabajos: retratos de la opulencia, fotos a toda estola y joyería para mostrar y quedarse admirado de uno mismo.

Por esos días –ya veinteañera, ya casada– se dedicó también a viajar acompañada por su primer marido, el muralista Maynard Dixon, por los asentamientos de los pueblos originarios.

Ciudadanos de descendencia japonesa son
Ciudadanos de descendencia japonesa son vacunados y registrados para ser deportados hacia un centro de la War Relocation Authority (San Francisco, California, abril de 1942)

Sin embargo, con el famoso crack de 1929 (el desplome de la Bolsa de Nueva York) todo se precipitó. Dorothea decidió que lo que realmente le interesaba documentar no estaba en su coqueto estudio sino afuera. En la calle. Ahí, entre filas de desempleados, ollas populares y gente sin casa, la joven encontró otro universo. El real. Algo más auténtico y profundo que los maniquíes envueltos en pieles carísimas que había estado fotografiando hasta ese momento. A la calle fue entonces. Y nunca más volvió a soñar con ninguna felicidad bajo techo.

EN EL OJO DE LA TORMENTA. Esas fotos llamaron la atención de muchos colegas. Entre ellos, Paul Taylor, su segundo marido. No mucho después del desastre financiero que desató una ola de suicidios y de hambre, un desastre de otro orden vino a terminar de pintar un paisaje de pesadilla.

Y se llamó dust bowl (taza de polvo) porque, en efecto, varias zonas agrícolas de los estados de Texas, Nuevo México, Oklahoma y Kansas se vieron envueltas por sucesivas tormentas de polvo endemoniado. Sufrieron enormes sequías y una sucesión de huracanes de tierra. Esas tormentas terminaban sepultando no sólo haciendas y pueblos sino disparando la migración masiva: había que irse, salir disparado con la familia a cuestas, hacia el oeste libre de polvo y de amenazas.

Nubes de polvo en Texas,
Nubes de polvo en Texas, por  Dorothea Lange

Dorothea fue contratada entonces por la Agencia de Seguridad Agrícola junto con otros 38 fotógrafos para recorrer las áreas afectadas y registrar lo que estaba sucediendo. Además de ella, sólo había otra mujer en el equipo. Viajó durante cinco años en compañía de su marido. Tomó decenas, miles de fotos que, al verlas hoy, parecen venir con viento incorporado.
En una, un hombre camina con su valija por una ruta vacía; en otra, una mujer hace cola para recibir un bolsón de comida; en otra, una chica sentada sostiene su propia cabeza con una expresión tan triste y ausente que parece no estar realmente ahí.

Es que si algo define a las fotos de Dorothea es la ausencia. Todos sus personajes (niños, hombres, mujeres, gente de todas las edades y colores) parecen estar en un sitio prestado, lejos de sus casas y de sus propias vidas. Y la percepción no es errada precisamente porque lo que ella documenta es el momento en el que cada quien comenzó a ser otro, y en otro lado: el campesino que perdió su trabajo y huye con su familia rumbo a la nada; el hacendado ya sin hacienda; la abuela que terminó viviendo con su enorme familia en un campamento de carpas al costado del camino.

LA MUJER EN EL CAMINO. "Las mujeres de Dorothea Lange nunca se ven frágiles. Al contrario. Incluso en medio de toda esta desolación son mujeres fuertes", comenta Blanca María Monzón, la curadora de la muestra "Dorothea Lange: La fotografía como testigo incuestionable" (desde Alemania al salón 21 del Centro Cultural Borges).

Y escuchamos esta frase justo cuando estamos pasando frente a la más famosa foto de Lange, "Madre migrante", una de esas fotografías que mutan en clásicos. La imagen muestra a una mujer de edad indefinible, con cara preocupada y una corola de niños alrededor, uno a cada lado y –si se mira mejor– otro de meses, dormido y en brazos.

Cuando dio con aquella mujer, contaría Dorothea muchos años después, hacía varios días que viajaba en auto y tuvo el presentimiento de que debía seguir adelante. Entonces la vio, debajo de una carpa, sentada sobre un colchón y con siete niños rondándola.

La fotógrafa nunca atinó a preguntarle su nombre, pero quiso saber si habían podido comer algo. Le respondieron que unas verduras que encontraron en el campo y algunos pájaros que los chicos pudieron cazar. Nada más. Le tomó una, dos, tres fotos. La cuarta es la que las hizo famosas, a ella y a Dorothea, en todo el mundo y para siempre.

¿Por qué? Tal vez por todo lo que se compendia en esa imagen: la fragilidad, la desesperación, pero también algo parecido a la determinación en la cara de esa madre de siete chicos que tiene 32 años y parece de mil más. Tiene, también, una actualidad aterradora.

En 1941 Dorothea recibió nada menos que la prestigiosa beca Guggenheim y –tras el ataque japonés a Pearl Harbour– el gobierno le encargó documentar el traslado forzoso de miles de americanos descendientes de japoneses que fueron alojados en verdaderos campos de concentración en los Estados Unidos.

También esta serie de fotos tiene una vigencia asombrosa; retrata a decenas de nenas y nenes estadounidenses que –luego de haber prometido lealtad a la bandera norteamericana– fueron enviados a los campos y también a los hombres y mujeres en similar situación. Las imágenes son, en sí mismas, la certificación de la atrocidad y se parecen extrañamente a las tomadas este año cuando miles de niños inmigrantes fueron separados de sus padres y enviados a centros de detención.
Hoy el mundo derrumbándose de Dorothea Lange puede ser atisbado en el corazón de Buenos Aires. Pero tal vez lo mejor de esta muestra no sea lo que exhibe sino lo que esconde: la persona detrás de la cámara, el ojo y el corazón que miran. Los de una mujer que no dudó en contar a los gritos lo que toda una sociedad prefería callar

textos FERNANDA SÁNDEZ

fotos GENTILEZA CENTRO CULTURAL BORGES

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