El 6 de enero de 1994, en pleno campeonato nacional de patinaje artístico, la atleta olímpica Nancy Kerrigan salía de una práctica en el estadio Cobo Arena de Detroit, cuando un agresor la golpeó con un bastón telescópico en la pierna. Aunque no llegó a quebrarla, la lesión la dejó automáticamente fuera de la competencia y con serias posibilidades de perder su lugar en el equipo olímpico.
Lo inesperado y evidente del incidente en un ámbito tan conservador como el del patinaje artístico desató un escándalo que enseguida volcó las sospechas sobre la principal competidora del torneo nacional y compañera en el equipo olímpico: la patinadora Tonya Harding. Al parecer, los agresores estaban conectados con el guardaespaldas de Harding, su exmarido, Jeff Gillooly.
Sin Kerrigan en la pista y con todos los ojos encima, Harding se consagró campeona nacional en ese torneo y siguió su entrenamiento para los Juegos Olímpicos de Lillehammer, en los que también participaría Kerrigan si lograba reponerse.
Los meses previos a la competencia, la revista Time y los principales diarios del mundo le dedicaron sus portadas: nunca una disciplina como el patinaje había logrado semejante visibilidad. En cuestión de semanas, Tonya Harding se convirtió en una de las mujeres más famosas del mundo, aunque no del mejor modo. Esa historia de sospechas, fama repentina y condena es la que retoma veinte años más tarde la película I, Tonya.
A un mes de su estreno en Estados Unidos, la comedia dramática tuvo excelentes críticas y tres nominaciones al Oscar. Con Margot Robbie en la piel de Harding, Alison Janney en la de LaVona Golden, su madre, y Sebastian Stan como Jeff Gillooly, su exmarido, la película trata con humor negro y en un formato de documental ficcionado la historia de esta chica pobre del suburbio que se crió entre exigencias y maltrato y –un poco víctima de ese entorno– echó a perder una brillante carrera.
SAPO DE OTRO POZO. El alquiler de la pista, los entrenadores, el equipamiento, los trajes: el patinaje artístico es un deporte que tiene sus gastos, más si se quiere practicar profesionalmente. Quinta hija de LaVona Golden y primera de Al Harding, que Tonya mostrara esa devoción y habilidad para el patinaje a los tres años fue todo un sacrificio para sus padres. De los trajes cosidos a mano por LaVona a las horas de entrenamiento, toda la carrera de Tonya implicó un esfuerzo que su madre le hizo notar. Lejos de la figura contenedora, LaVona maltrataba y abusaba física y psicológicamente de su hija, que a los 15 años ya había abandonado el colegio para dedicarse exclusivamente al patinaje. Rebelde y desafiante como ninguna, entendió que el modo de imponerse era con grandes hazañas: en 1991 ganó su primer Campeonato de Estados Unidos de la mano de un triple Axel, una figura que ninguna mujer estadounidense había hecho hasta ese momento.
DEL SUEÑO A LA PESADILLA. Como suele suceder en la mayoría de las historias de entornos familiares complejos, un matrimonio a los 19 años fue el camino que Harding encontró para salir de la casa materna. La patinadora decidió casarse con Jeff Gillooly, un operario de cinta transportadora que poco después pasó a ser su manager. Golpes, malos tratos y varias idas y vueltas fueron parte de los tres años que duró el matrimonio.
En 1993, a los 23 años, Tonya ya estaba divorciada de Gillooly y entrenando para volver a las pistas después de una muy mala etapa. Cuánto de ese vínculo persistía al momento en que su exmarido craneó el ataque a Nancy es algo que nunca quedará del todo claro: la patinadora aseguró que no sabía nada del ataque. Su decisión de declarar ante el FBI contra su marido y guardaespaldas derivó en contraacusaciones de parte de Gillooly y entredichos que Harding debió aclarar y pedir disculpas por su complicidad en un hecho del que estaba medianamente al tanto.
Señalada y odiada por el público, la patinadora tuvo un mal desempeño en los Juegos Olímpicos de Noruega y entró en octavo lugar, contra una Nancy Kerrigan recuperada que logró la medalla de plata. Bella, elegante y heroica, su competidora representaba el triunfo del bien, mientras que a Tonya sólo le cabía el papel de la mala competidora derrotada y oscura.
De vuelta en Estados Unidos, el cuadro no hizo más que empeorar: la justicia la declaró culpable de obstaculizar la investigación y la sentenció a tres años de libertad condicional, 500 horas de servicio comunitario y una multa de 160 mil dólares. La condena se completó con la decisión de la Asociación Estadounidense de Patinaje Artístico de suspenderla de por vida y retirarle el título de campeona nacional.
Sin estudios, sin familia ni pareja, odiada por el público y sin poder patinar, a sus 23 años, Tonya Harding se encontró devastada. Intentó un tiempo con el boxeo, donde compitió sin demasiada trascendencia. Se casó y se volvió a divorciar. Trabajó arreglando autos y fue comentarista en un programa de televisión. Volvió a casarse y tuvo un hijo, pero nunca pudo ni acercarse a las pistas otra vez.
En una entrevista Harding habló sobre lo difícil que fueron todos estos años de condena social que incluyeron mudanzas, amenazas y escraches y una nueva vida con otra identidad –tomó el apellido de su actual marido, Prince–: "Me mudé de Oregon a Washington porque en Oregon eran idiotas. Los había decepcionado… ¿cómo se puede decepcionar a todo un estado? Un minuto: ¿cómo se puede decepcionar a todo un país?", dijo en una entrevista al New York Times.
"Fui una mentirosa a los ojos de todo el mundo, aún así, 23 años más tarde, finalmente van a cerrar el pico. Eso es todo lo que tengo para decir", concluyó. Culpable o inocente, queda en cada uno la decisión de creerle.
Textos L. Benegas (lbenegas@atlantida.com.ar)/ A. D'andraia (adandraia@atlantida.com.ar)
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