Pasaje a la pesadilla
por QUENA STRAUSS, periodista
Los buenos vecinos de las vacaciones son como los unicornios: no existen. Más allá de un cruce circunstancial (e improbable) con almas afines, lo más habitual es que tengas por vecinos a gente tan desagradable como la que rodea tu casa el resto del año.
Seres capaces de ponerse a correr los muebles a las tres de la mañana, de adoptar un gran danés al que dejan solo todo el día (y el llanto del perrito te lo tenés que fumar vos) o de poner la música a volúmenes estadio de Ferro.
Aderezarán todas estas delicias con sonoras peleas a los gritos entre él y ella, entre él con los chicos (y tienen cuatro) y entre él con el gran danés, que cuando deja de llorar por los ausentes ladra con ecos de dragón en el exilio.
Con un agravante: en vacaciones todo es más "relajado" y por eso el mal vecino vacacional da por sentado, por ejemplo, que si en Buenos Aires puede poner la música a las chapas, en el partido de la Costa puede subirla aun más.
O, para seguir adelante con el catálogo de tropelías, abusar de los factores agua y arena como nunca antes.
Entrarán pues chancleteando al edificio y cargando sobre sus ojotas y cuerpos todo un Sahara, pero también puede que se apersonen cual tritones recién salidos del mar y chorreando por los cuatro costados.
¿La frutilla del postre? Frutilla en realidad no es porque cerrarán la tarde friendo tortas fritas y poniendo de fondo el último de Tambó Tambó.
Si después de una experiencia como esa realmente volvés de tus vacaciones como nuevo, sabelo: te equivocaste de carrera, y en vez de Derecho, Artes o Psicología deberías haber viajado a la India a estudiar para faquir.
Buenos (y malos) vecinos
por LUIS BUERO, periodista
Yendo en pareja de vacaciones me han tocado en suerte las dos opciones exageradas: los malos y los buenos vecinos, todo en un mismo verano.
Empiezo por los primeros. En un edificio de la Costa Atlántica el dueño de un monoambiente contiguo al nuestro lo alquiló (a pesar de que el consorcio lo prohíbe) a diez personas, de las cuales dos eran adultos y los otros ocho eran niños de variadas edades. A los que se agregaron luego los suegros y algún animalito.
El resultado es ver un departamento siempre con la puerta abierta del que salían olores a comida, ruidos de todo tipo, discusiones que se desarrollaban en el pasillo… y olvidémonos de los horarios de siesta.
A acostumbrarse pues a ver chicos jugando al fútbol en el palier y puertas del ascensor que siempre quedan abiertas.
En la playa usaban la arena de basurero para sus choclos, y en la calle llevaban el audio de radio de la camioneta a todo volumen como bafle de un recital de cumbia.
El caso contrario me pasó poco después en las sierras; comiendo en el restaurante de un hotel iniciamos conversación con una pareja de hombres que se dedicaban al teatro y a la computación respectivamente.
Las afinidades surgieron de inmediato. Ellos tenían auto y conocían la ciudad y las excursiones. Mi mujer y yo, no. Así que en su pequeño Dodge recorrimos infinidad de lugares, almorzamos, disfrutamos del silencio de la montaña y del murmullo del agua que brotaba entre las piedras.
Y compartimos valiosas e inolvidables conversaciones. En síntesis, una de cal y una de arena. Utilizo esta frase para terminar aunque confieso nunca que supe cuál es la buena, si la de cal o la de arena.
Ilustración VERÓNICA PALMIERI
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