"Pato, a: Adjetivo. Carente de dinero". La entrada en el Diccionario Etimológico del Lunfardo le da la derecha a los que explican el nacimiento de su nombre como una muestra más del ácido humor porteño.
El Palacio de los Patos debía haber pasado a la historia como lo hicieron el Kavanagh o el Barolo, con el nombre de quien lo concibió d título: Palacio Chopitea, pero quiso el destino que la finalización del imponente edificio soñado por Alfredo Miguel Chopitea coincidiera en parte con la crisis económica que a finales de la década del '20 golpeaba las principales fortunas terratenientes del país.
Dicen las malas lenguas que, vistos en la necesidad de achicarse, muchos integrantes de las familias aristocráticas argentinas vieron en el fantástico edificio de renta una oportunidad de hacerlo sin perder glamour. Tanto así, que varios comenzaron a mudarse aún cuando aún no se había terminado de construir. Por eso, gracias al ingenio popular, el edificio todavía no había terminado de nacer cuando ya había sido bautizado para siempre.
Qué mejor palacio para aquellas aves de plumaje seco que querían seguir volando alto que este fiel ejemplo de las influencias dominantes de la arquitectura y los gustos de la clase alta porteña de fines del siglo XIX.
Alfredo Chopitea sabía lo que hacía. El único heredero de Rómulo Chopitea (un próspero estanciero descendiente de vascos), e Isabel Purcell (una maestra irlandesa contratada en Canadá por el gobierno de Sarmiento), había nacido en Uruguay en 1881. Educado en Canadá, de regreso en Argentina se dedicó a administrar campos de la familia, pero también a proyectar y construir casas de renta.
Edificó varias sobre la avenida Las Heras y alrededores, pero la que iba a cobrar más protagonismo era la que tenía reservada para la media manzana que había adquirido entre las actuales Ugarteche, Juan María Gutiérrez, República Árabe Siria y Cabello.
En su libro "Historia del Palacio de los Patos" (Ed. Dunken, 2002), el escritor Jorge Ercasi cuenta que durante un paseo por París, Chopitea quedó fascinado por un edificio y decidió que la siguiente construcción que pusiera en marcha tendría que parecérsele mucho.
Rastreó al arquitecto responsable de aquel diseño hasta dar con Henri Aziére y le encargó el proyecto. Sin viajar nunca a la Argentina, Aziére confeccionó los planos del edificio basándose en la información del terreno que le proporcionó Chopitea durante su único encuentro.
"Manuel Chopitea –el hijo de Alfredo– recuerda que estos planos los trajo su madre en un enorme tubo de hojalata, cuando ella y sus cuatro hijos volvían a Buenos Aires en el buque Andes, después de haber vivido cuatro años en Suiza a causa de una enfermedad de la señora Chopitea", cuenta Ercasi. Nelly Moss, la esposa del emprendedor, que había elegido el clima alpino para recuperarse de la tuberculosis, se instaló en Suiza desde 1922 a 1926 y a su regreso aprovechó para traer los planos terminados por el arquitecto francés. Pero su marido, al recibirlos, no iba a quedar conforme.
Una cantidad menor de departamentos de la que esperaba, unidades de mayor tamaño, y un patio central excesivamente amplio en detrimento de los laterales, hicieron que le pidiera a Julio Senillosa, reconocido arquitecto y, además, su primo, que modificara lo proyectado en Europa. Senillosa, quien antes de este encargo solamente iba a dirigir la obra, se encargó de aumentar el número de unidades al reducir su tamaño, cambió la distribución interior del condominio y aumentó la superficie dedicada a los patios. El resultado es el magnífico edificio de estilo francés que sobre un terreno de 4.439 m2 deja libres los cerca de 1.400 m2 que ocupan sus 9 patios. De bella armonía y perfecta simetría, la estructura fue construida por Negroni & Ferraris en cemento armado (la imagen del aviso de la constructora aparecido en la revista El Arquitecto Constructor en diciembre de 1928 mostraba la fachada del edificio de Ugarteche al 3050 en progreso).
Enmarcado dentro del estilo clásico academicista francés –que se había impuesto a partir de 1880 entre las clases altas porteñas, que se nutrían de las Beaux-Arts parisinas en sus vacaciones–, el edificio suma 144 departamentos de entre 2 y 7 ambientes, distribuidos en 6 cuerpos con planta baja y 6 pisos cada uno.
El elegante patio central, que puede verse desde la calle, tiene una superficie de 386 m2, que originalmente estaba cubierta por adoquines de madera. Está custodiado por un reloj de cuatro cuadrantes que, junto al buzón para la correspondencia (que tiene dos caras y contempla gavetas para cada departamento), es el emblema del edificio. A cada lado de ese patio principal se alinean cuatro patios interiores que unen los distintos cuerpos de departamentos, mientras otros cuatro patios internos proporcionan aire y luz a las unidades al contrafrente.
Vanos de medio punto que se alternan con otros rectos según un patrón simétrico, riquísimos trabajos de herrería, aberturas con vitrales que llevan incrustaciones circulares de vidrio multicolor, mosaicos que dibujan figuras geométricas y conectan las gruesas puertas de madera maciza, han sobrevivido hasta hoy, para deleite de quienes, como desde hace 86 años, habitan este portento de Buenos Aires, y los que se maravillan con su belleza imperecedera.
Texto: Marina Denoy.
Fotos: María Eugenia Daneri.
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