Cuenta Lucía Mallea que cuando cursaba la secundaria en un enorme colegio de la ciudad de Washington al que sus padres decidieron mandarla, lo que más esperaba era el momento de volver a Argentina. Hija mayor de una familia de diplomáticos, en su casa el arraigo no existía y lo único que se mantenía estable en el tiempo era la vida en Buenos Aires: esa familia y amigas que cada vez que volvía seguían ahí.
"Crecimos entre Montevideo, Río de Janeiro, Buenos Aires, Washington y Miami. La vida del diplomático tiene una parte muy linda que es ese intercambio cultural que te da residir en tantos países, que te enriquece y está buenísimo, pero también tiene mucho de sacrificio. Sobre todo en la adolescencia", se acuerda.
Una mirada de su casa sirve, según ella, para adivinar ese pasado nómade: ni un mueble heredado o antiguo, todas cosas lindas, pero simples de las que uno se podría deshacer rápido si tuviera que volver a empezar en un nuevo destino. De las porristas populares que no la integraban, a la hostilidad de ser latina en un país que no nos recibe con los brazos abiertos, sus recuerdos de la vida en Estados Unidos no son lo suficientemente gratos como para adivinar que años después se iba a casar con George Leamon, un politólogo norteamericano.
"Es una locura que yo, que me pasé la vida deseando volver, haya terminado casada con un yanqui. ¡Mis viejos no lo podían creer! Al final todos repetimos un poco nuestra historia", se ríe.
Montevideo, Nueva York, Chicago y Charlotte en Carolina del Norte son algunas de las ciudades a las que los llevó el trabajo de George antes de traerlos como expatriados a Buenos Aires, la ciudad que tanto le había costado dejar. Instalada hace ya dos años y con la certeza de que van a quedarse por lo menos dos años más, por primera vez Lu pudo armar como quería su casa y su empresa, una marca de papelería y productos de decoración para eventos a la que bautizó Wedding Factory.
"¡Para mí tener plantas ya es una locura! Imaginate que la planta implica un compromiso, no es como el platito que embalás y te llevás", explica riéndose. Alegre y colorido, bien a su estilo, el departamento en Palermo en el que viven es el lugar a su medida.
VIAJEROS DE FAMILIA. Lucía es la mayor de los cinco hijos que tuvieron Eduardo y Elena Mallea, un lugar –el de primogénita– que siempre es un poco más difícil y abre las puertas para los que vienen atrás. Entre las cosas que sufrió más por ser la primera, está esa caída de paracaidista que la llevó del Redbrick, un colegio muy chiquito en Buenos Aires, a la escuela pública de Washington.
"Cuando nos mudamos de ahí a Miami ya nos mandaron a un colegio privado, más chico. Los que sufríamos más esas cosas éramos mi hermano Rodrigo y yo", se acuerda. Lo gracioso es que así como Lucía se casó con George sabiendo que era muy probable que su vida no transcurriera en Buenos Aires, Rodrigo hizo la carrera de diplomático, Belén está de novia con un sueco, Mariano está con una colombiana americana y Angie es la única que por ahora no parece apuntar al desarraigo.
"Hay un punto en el que ese tipo de vida nómade se sufre, pero también está esa cosa de lo inesperado y la aventura de no saber qué va a seguir", reflexiona Lu. "Yo tenía un pacto con mis papás: ellos me habían prometido que quinto año lo iba a terminar con mis amigas de acá", se acuerda.
"Tuve mucha suerte con ellas, que son mis amigas hasta el día de hoy. Es difícil tener continuidad, ¡más antes que la comunicación era por cartas! En general, el que se va extraña y los que se quedan siguen con su vida", reflexiona. Para ella no fue así, y de ese grupo del colegio y su vuelta para quinto año con salidas de lunes a lunes tiene el mejor de los recuerdos. "¡Necesitaba ponerme al día! Quinto año y lo que duró la facultad fue salir como loca! Había que recuperar el tiempo perdido", se acuerda.
Recibida de intérprete y de comunicadora en la UCA, Lucía estaba de novia y trabajando cuando por casualidad conoció a su marido George en un viaje. "Yo me iba con una amiga a Nueva York y la convencí de que nos quedáramos dos días en una escala en el DF. Yo moría por conocer México, así que saqué dos noches de hostel ahí", se acuerda.
Recién llegado de una misión de peace corps, George también estaba parando en el lugar y cuando supo que las chicas irían a un barrio de Connecticut para albergarse en la casa de unos amigos de los papás de Lucía, él les ofreció el contacto de un amigo que casualmente vivía a una cuadra. Él las llevó a recorrer e hicieron varios programas juntos.
"Primero fuimos amigos: se armó un mail de los cuatro y charlábamos todos. Mucho más tarde fue cuando empezamos a hablar más y a darnos cuenta de que había algo entre nosotros", se acuerda. A raíz de esas charlas por skype, George arregló con el hermano de Lu y cayó de sorpresa a Cariló, en lo que fue el inicio de un romance, pero también de un poco de conflicto.
DARSE LUGAR. "A mí George me encantaba, pero yo no me quería ir; él no quería una relación a distancia y estaba estudiando en Nueva York. Con lo cual después de esa visita re linda, medio que cortamos", cuenta. Lo cierto es que poco después de haber hecho la racional, Lucía empezó a dudar, al punto que decidió sacar un pasaje, renunciar a su trabajo e irse tres meses para estar cerca. "El drama fue que me mandé y él medio que me congeló: no me contestaba los mails, ¡no me daba bola!", se ríe.
"En un momento dije 'basta', me fui y lo esperé en la puerta de la facultad en la que él estaba haciendo el doctorado", cuenta. Ahí empezó seriamente la relación que hoy ya es un matrimonio con dos hijos: Benjamín (3 años y medio) e Isabel (un año y medio). "Estando allá empezó la etapa de salidas y noviazgo más formal. Yo conseguí un trabajo en turismo de Argentina que me encantaba, y estuvimos allá hasta que a George le salió una oportunidad en Uruguay. Con propuesta formal y todo lo demás, nos casamos ¡tres veces! Y nos vinimos", resume. A esos tres casamientos (civil, casamiento en Carolina del Norte y otro en Argentina) les debe la idea de lo que hoy es Wedding Factory, una marca de papelería y productos personalizados para decoración de fiestas.
"Todo empezó porque yo vine a casarme acá y tenía una idea de hacer algo que todavía no se usaba en Argentina. Era la época en que te cubrían el techo de bolas de espejos y yo llegué pidiendo que sacaran todo", se ríe. Ese tipo de casamiento bien pinterest que hoy se ve tanto todavía no estaba instalado, así que tuvo que hacer todo ella, lo que terminó abriéndole un mercado. "Hicimos pines, un carrito de caipis en honor a mi familia carioca, kits de supervivencia para los invitados… Ahí me empezaron a pedir ese tipo de cosas", se acuerda. Casi por accidente y a la distancia nació una marca que hoy es un éxito y tiene miles de seguidores en Instagram (@weddingfactory).
"Mudarme acá fue fundamental para que creciera", confiesa. "Ahora que pude estar y ocuparme ¡no me cambio por nadie!", asegura. El anuncio de que renovaban su estadía como expatriados por dos años más fue fundamental para poder pensar a largo plazo.
"Yo tengo mi plan: quiero que George se haga un grupo de amigos increíble, tanto que le empiece a pesar como a mí no estar acá", dice con humor. Capaz no se equivoca. Ya hay varias plantas en la casa, que no es poco.
Texto: Lucía Benegas (lbenegas@atlantida.com.ar) Fotos: Fabián Usset
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