Una vez más, como todo seis de enero, hemos celebrado el Día de Reyes, o la solemnidad de la epifanía, para los creyentes. Fiesta religiosa que actualiza el momento en el que Dios se manifiesta a toda la humanidad representada en los magos venidos de Oriente. Los dones que ofrecen estos misteriosos viajeros que siguen la estrella, expresan la identidad del Niño que buscan adorar. En el oro lo reconocen como verdadero rey, en el incienso lo reconocen como verdadero Dios y en la mirra lo reconocen como verdadero hombre.
Ahora bien, la fiesta religiosa ha dado origen a un ritual familiar que fecunda el corazón de nuestros niños. Los zapatos, el pasto, el agua, algo para los reyes y una interminable noche en expectante vigilia de infantes que no pueden dormirse.
Uno de los hermosos dominios de la fantasía que, como firme fortaleza, aún resiste los embates de las pantallas, la tecnología y la inmanencia.
Como toda experiencia ritual, la noche de reyes es un símbolo en acción que permite a nuestros niños abrirse al mundo de lo trascedente. No se trata de una historia, de un juego o un engaño. Es la posibilidad de entrar en contacto con realidades existenciales tremendamente profundas. Se trata de volver a encender el asombro frente a una realidad misteriosa que nos desborda.
Los reyes magos nos permiten experimentar que hay personas que nos procuran el bien más allá de que no lo merezcamos. Que el mundo es mucho más amplio de lo que vemos y tocamos. Que hay alguien que nos conoce tanto que nos identifica con solo mirar nuestros zapatos. Que muchas veces un pequeño gesto de generosidad, como un vaso de agua junto a un puñado de pasto, regresa como un obsequio que lo supera desproporcionadamente. Que hay muchos niños pero cada uno es único e irrepetible. Que los que te aman siempre te buscan y te encuentran, y los regalos siempre llegan: a tu hogar, a la costa, a la montaña, a la casa de tu abuela, un día antes o después; pero siempre llegan.
Todo esto viven nuestros niños cada seis de enero.
Probablemente no lo entienden, pero lo viven, y eso basta. Tal vez el tomar conciencia del valor de este rito, nos permita a los adultos volver a mirar con asombro el mundo que nos rodea. Tal vez la fiesta de reyes tenga el cometido que asignaba Gilbert Chesterton a los cuentos de hadas: “Estos cuentos dicen que las manzanas son doradas, con el único fin de resucitar el momento olvidado en que descubrimos que eran rojas. Dicen que corren ríos de vino, para recordarnos, por un loco momento, que corren ríos de agua”.