Elogio de la miseria

La verdadera crisis de la política está centrada en el hecho fundamental de que la legítima expresión del poder ya no surge de ella. El poder real lo detentan los grupos económicos

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Javier Milei
Javier Milei

Me equivoqué y mucho al creer que la traición de Menem al peronismo era mayor que la del kirchnerismo. En rigor, ambas fueron traiciones a la política, y el radicalismo y el PRO terminaron transitando la misma senda. La Argentina resulta ser una amplia avenida de fracasos.

Menem representa al antiperonismo. Cuando él y sus funcionarios, en la desesperación por quedarse con lo que fuera, se repartieron hasta el ferrocarril, acuñaron aquella célebre frase “ramal que para, ramal que cierra”. Pero para la sociedad toda, el kirchnerismo, particularmente en su final, fue quizás más dañino, tanto que los trabajadores, los jóvenes, los humildes pasaron de verse expresados por el peronismo a considerarlo su enemigo.

Las razones son simples: el kirchnerismo, desde el punto de vista ético, careció de límites, y desde la visión política, extremó la defensa de los derechos humanos de una minoría– en sus orígenes y en sus principios, legítima- hasta convertirlos en consigna mayoritaria, sustituyendo así los verdaderos derechos, que para el peronismo, siempre fueron los sociales.

La Cámpora, como imagen invasora de los cargos, de los espacios de poder del Estado, generó una expresión absolutamente repudiada por la sociedad, y ese hecho concreto sigue siendo el conflicto que tantos tienen entre la lealtad a una causa, el peronismo, y el repudio por su tergiversación, el kirchnerismo. El conflicto entre ambos términos y ambas concepciones del mundo y de la vida sigue vigente. Es obvio que para los “gorilas” son lo mismo porque, en su esquemático imaginario, la peor versión de lo popular es siempre la que mejor lo expresa. A decir verdad, la peor versión del “gorilismo” es la que hoy nos gobierna, la que sólo piensa en hacer más dinero con dinero, en especular, entregar patrimonio, destruir la cultura, la ciencia, la investigación y la educación, en atacar a la prensa y a los artistas, con lo cual no hace más que expresar a diario su profundísima mediocridad.

Duele ver cuando, como reflejo de este conflictivo desarrollo de la historia, el gobierno empobrecedor de Milei y los suyos sigue teniendo altos números de adhesión, más allá de la escasa confianza que podamos depositar en los encuestadores. Lo imperdonable es que la desmesura del gasto público se haya convertido en una ilusión republicana o de justicia social -irrisorio, ¿no?-, en que gracias a su reducción, se produzca automáticamente una mejora para la clase trabajadora y para los más vulnerables.

¿Quién puede objetar la necesidad de aliviar al Estado de la burocracia que todos los gobiernos, sin excepción- también este-, han generado con nombramientos provenientes de influencias y conveniencias políticas? Pero también es indispensable comprender que ese gasto, aunque enorme e injusto, es nimio, comparado con la estafa que se lleva adelante mediante el juego de los bancos, las bolsas y las ganancias de los grupos económicos y su especulación. Cuando en una sociedad la renta de los inversores es más productiva que la riqueza y el trabajo, esa sociedad se manifiesta en su plena decadencia. Ya Martínez de Hoz, en su momento, pretendió convencer a la sociedad -y admitámoslo, en parte lo logró- de que el proteccionismo era sinónimo de atraso. Por ese motivo, me pregunto a quién debería admirar Milei realmente: ¿al Ministro de Economía de la Dictadura, a Menem y a Cavallo o al proteccionista Donald Trump? Sus alabanzas van dirigidas a todos por igual y no representan en absoluto una concepción de la economía similar. La idea de la muerte de la protección que implementan tanto Milei como quienes lo rodean es incompatible con el punto de vista del presidente estadounidense electo. Esta etapa de nuestro país se acerca más a una nueva fuga de capitales que a la voluntad de estabilizar un modelo de sociedad distinto.

La verdadera crisis de la política está centrada en el hecho fundamental de que la legítima expresión del poder ya no surge de ella. El poder real lo detentan los grupos económicos, y la política, los partidos, terminaron siendo simples marionetas manejadas por la desmesura de ese poder. Este es el resultado de la apuesta económica de Martínez de Hoz y Menem, pero también de quienes los sucedieron. La destrucción, vía importación, de lo poco, muy poco que nos queda de producción industrial expresa nuevamente la concepción que sostienen algunos de los grandes oligarcas: la Argentina posible no supera la mitad de los habitantes que hoy tiene. No es difícil ver que el admirado imperio estadounidense, siendo el más rico del mundo, arrastra en su seno las peores desventuras porque esa riqueza es el deslumbramiento de los vencedores, y su contracara, la miseria de los vencidos. La brutal diferencia con Europa es que la socialdemocracia y el social cristianismo, dos lúcidas versiones de integración, dieron lugar a sociedades dignas de ser vividas. Considerando su diversidad de matices, en todos los países europeos hay, sin embargo, un Estado más fuerte que los grandes grupos capitalistas. Ahí se encuentra la verdadera República, donde el poder político está por encima del poder económico. En la actualidad, entre nosotros, es sólo su triste expresión, no la de su versión productiva, sino la de lo peor de su mirada parasitaria.

Resulta lamentable que en esta curiosa historia que vivimos con el gobierno actual, se justifique el triunfo de Milei mediante el argumento de la ola mundial de las derechas, como si esa explicación pudiera suplir la imprescindible autocrítica que están moralmente obligados a realizar todos aquellos que ocuparon, o más bien usurparon el espacio de lo popular, tanto en el peronismo como en el radicalismo. Porque el triunfo de la anti política es la expresión más clara del fracaso de aquellos que se ocuparon de la política dejando de lado a la sociedad. De todos modos, el avance de la ultraderecha en el mundo es innegable.

Duele ver que, en los distintos espacios, no asomen aún las necesarias reflexiones que nos arranquen de la limitación de discutir números. La política no nos está ofreciendo la profesión de los estadistas, de aquellos hombres que nos devuelvan lo colectivo y la paz social. Mientras transitemos las divisiones -y Milei se especializa en alentarlas con su peculiar estilo vengativo, arbitrario y grosero- la opción será ocupada por dos lugares de la decadencia. Cuando logremos superarla, sólo entonces, se vislumbrará la posibilidad de un destino común compartido.

Este gobierno tiene una duración clara, el tiempo que necesiten los asalariados, los humildes y los jóvenes lúcidos para asumir que los ricos han decidido impunemente no hacerse cargo ni de la pobreza ni del trabajo de los ciudadanos. Este es el gobierno de la riqueza en su momento de plena impunidad. Lástima que esa conciencia, después de la última experiencia kirchnerista, se asuma con tanta lentitud.

Sin embargo, el resultado pronto quedará al desnudo, y la insensata esperanza puesta en la profundización de las penurias -sin advertir, naturalmente, que de eso se trata- no será el preludio de un futuro fracaso.

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