José Ortega y Gasset escribió en 1921 España invertebrada, un relato agudo de esa impotencia de nuestra Madre patria por encontrarse, por convertir sus diferencias en riqueza. La guerra civil - España, aparta de mí este cáliz del gran poeta peruano César Vallejo- y la triunfante y prolongadísima dictadura de Francisco Franco profundizaron esas antinomias hasta que, una vez muerto el dictador y durante el gobierno de Adolfo Suárez, finalmente los pactos de la Moncloa permitieron a los españoles iniciar un proceso de integración social y de democracia, cuya vigencia es un hecho. Nuestra sociedad, en alguna medida, podría asumir ese título, seríamos “La Argentina invertebrada”, un país donde los diversos sectores sociales, políticos, económicos no han logrado un encuentro, una síntesis y un rumbo que permitan recuperar un destino. Un destino cifrado en la esperanza de aquellos momentos en que fue posible, en que las condiciones para que fuéramos nación estaban dadas y había estadistas que las sostenían y hacían proliferar. Las dictaduras derrocaron a Yrigoyen, a Perón , a Frondizi, a Illia y a Isabel. Luego, vendrá la democracia en el 83 con Raúl Alfonsín, pero a lo largo de estos cuarenta años, los sectores se alternaron intentando imponerse sobre el resto. Ninguna concepción, ningún gobierno, ninguna voluntad política intentó una vertebración que nos permitiera dejar de ser enemigos para convertirnos en meros adversarios que debaten y se enriquecen con la argumentación y la opinión del otro, donde ninguna minoría o mayoría momentáneas pudieran arrasar con las opiniones del resto de la sociedad ni con sus logros y derechos adquiridos, lo cual es aún más grave.
El Santo Padre inicia el Año del Jubileo, una etapa de pacificación que convoca en Italia a innumerables visitantes y que, en rigor, para la Iglesia es un tiempo de perdón. Nuestro país atraviesa un momento de honda fractura, como nunca antes -considerando solo la segunda mitad del el Siglo XX y lo que va del actual-, desde los enfrentamientos que desembocaron en el Golpe del 55. Estamos en un período en el que la idea del presidente y sus colaboradores de todo tipo es terminar definitivamente con la libre expresión. Lo incomprensible es que se lo intente bajo un gobierno que dice hacer todo en nombre de la libertad, cuando lo que ella implica es el respeto por el pensamiento del otro, el camino hacia el fortalecimiento de una verdadera democracia y de los valores republicanos. Hoy estamos parados en la idea de un gobierno que enfrenta a enemigos que deben ser destruidos, formulación reiterada con insistencia y grotesca agresividad en los últimos tiempos, lo cual sólo ha producido un mayor empobrecimiento de todo orden en nuestra sociedad.
Los países que tienen un proyecto debaten, en las elecciones, los acentos más sociales o más capitalistas, pero no cambian el rumbo, no niegan el pasado, no intentan inventar para descubrir algo nuevo, no destruyen lo realizado hasta el momento si funciona bien. Es tan insensato como perjudicial despreciar la riqueza de nuestra propia historia, y hacerlo desde la ignorancia, funcionarios ineptos -y/ o malintencionados- mediante.
La experiencia actual es, de lejos, la más llamativa porque no sólo confronta con nuestro propio pasado, sino que procura encontrar un sistema hasta el momento no probado en el resto de la humanidad. Por lo demás, los fracasos fracturan a todas las fuerzas pues todos los partidos están soportando un alto grado de atomización, de desconcierto, de falta de cohesión.
La manida ilusión del rebote, los brotes verdes, la salida del túnel son todos clichés repetidos una y otra vez como promesa que se diluye y que, al postergarse, va debilitando al gobierno de turno, sin que se implementen defensa ni protección alguna de la producción y del trabajo nacional. Como existe en la totalidad de las naciones libres, el simple concepto de patria o colonia es hoy mucho más que una consigna, es la expresión más aguda del conflicto que estamos transitando, al parecer, sin percibirlo como tal, lo que lo torna más riesgoso. Las encuestas siguen reflejando el sacrificio que muchos hacen, esperando que se convierta en un logro, mientras que los que opinamos distinto somos marginados de los medios, ocupados solamente por los que alaban los supuestos aciertos de Milei.
Los grandes grupos económicos se van haciendo dueños de lo que hasta ayer constituyó lo productivo y, en lo comercial, la esencia misma de la clase media. Los fracasos de las opciones políticas pasadas no justifican la imposición del economicismo y del egoísmo por encima de las necesidades de la sociedad. Cuestionar al Estado es retornar a la selva misma, a la jungla de la cual los países desarrollados lograron salir hace mucho tiempo.
Nunca el nombre de la libertad impuso semejante dictadura del pensamiento político, nos recuerda a los peores fascismos y marxismos del ayer. La decadencia que conllevan el dogmatismo y la vocación autocrática trascienden la mirada sobre la que se asientan.
Con Milei, parece haber triunfado la concepción de que la libertad la ejerce el fuerte sobre el débil cuando la verdadera libertad es y debe ser protegida por el Estado en defensa de los más vulnerables. Estamos atravesando uno de los momentos más aciagos de nuestra historia democrática, necesitamos reencontrarnos en el diálogo, en el respeto por la opinión ajena, en síntesis en la esencia misma de la democracia que es mucho más vasta y rica que la solidez de una moneda o el valor de las acciones.