El gobierno de Javier Milei termina su primer año desde el fulgurante y sorprendente ascenso libertario al poder, dominando el centro de la escena y ostentando el rol gravitante en un sistema político en decadencia, cuya regeneración aún es un proceso plagado de interrogantes, con fronteras sumamente lábiles y contornos muy difusos.
Ante este terreno yermo, y conforme crecen la incertidumbre y el desconcierto, el Gobierno acelera, apalancado en los logros en el plano macroeconómico y financiero, y a la par que avanza no solo sobre los actores y principales resortes de un sistema político conmovido hasta los cimientos por el tsunami libertario, persigue el control de casi todas las áreas sensibles del Estado, y procura aprovechar su fortaleza actual para desarmar las amenazas más cercanas y obstáculos más incómodos.
Lo cierto es que después de haber “domado” la inflación y el déficit fiscal, cerrando además un año legislativo donde -contra todos los pronósticos dada su manifiesta minoría- cosechó más éxitos que fracasos, y manteniendo importantes niveles de imagen positiva, aprobación de gestión y una intención de voto que ya comienza a trasladarse a la “marca” libertaria, encara el próximo proceso electoral con una evidente lógica plebiscitaria.
La postal del siempre tórrido mes de diciembre es, sin dudas, inédita en la historia reciente. Si bien estamos lejos de ser aún un país donde la estabilidad sea duradera, el Gobierno puede jactarse de terminar el año con “pax social”, un panorama nada desdeñable y por cierto bastante poco habitual para una gestión no peronista y, más aún para una administración que no solo viene de llevar adelante el más brutal y rápido ajuste en la historia argentina, sino que no tiene reparos en evidenciar su falta de empatía con las expresiones populares.
Esta relativa calma reinante en la calle, que es interpretada con la ya tradicional euforia y triunfalismo oficialista como uno de los indicios del “cambio de época”, lo que habilita y alimenta la profundización de la tan mentada “batalla cultural”, habla más del hastío de una sociedad herida por el patrón de frustraciones acumuladas, que de los pretendidos logros del Gobierno. Una sociedad desconectada y apagada, que busca escapar de un pasado de promesas incumplidas y recurrentes frustraciones, pero que sigue más preocupada por su situación económica que por las cruzadas ideológicas y los discursos mesiánicos.
Por ello, si bien es cierto que el Gobierno desarticuló rápidamente los movimientos sociales y organizaciones piqueteras, y se benefició por la crisis interna y creciente fragmentación del peronismo -que mermó su capacidad de movilización-, el dato fundamental que explica esta suerte de pax social de fin de año, no es otro que el significativo y sostenido repliegue de la inflación.
Una batalla ganada en 2024, pero en el marco de una guerra sin cuartel. De hecho, Milei no solo anunció una merma del ya afamado crawling peg al 1% condicionada a la continuidad de la baja de los precios, en un evidente gesto tendiente a anclar expectativas inflacionarias, sino que al ver que las cotizaciones financieras de la divisa estadounidense amenazaban la también festejada “pax cambiaria”, impulsó la mayor intervención del Banco Central en los últimos meses. Para el Gobierno, todo esfuerzo es válido para proyectar la imagen de una inflación “derrotada”, más aún en el inicio de un año electoral en el que Milei buscará plebiscitar su proyecto.
Sin embargo, el atraso cambiario y el control del dólar, aunque son señales políticas del compromiso para mantener a raya la inflación, no solo podrían tener un efecto sobre la competitividad de muchos sectores productivos – que podría verse demorada aún tras la salida formal de la recesión-, sino también sobre el nivel de empleo. Aquí reside una encrucijada de difícil resolución para el gobierno: salir del cepo, liberar el tipo de cambio y devaluar podría dotar de mayor dinamismo a la economía y motorizar un mayor nivel de empleo, pero a costa de un impacto inflacionario. Y, en el altar del gobierno se pueden sacrificar muchas cosas, pero no la contención de la inflación, que es el “caballito de batalla” para las próximas elecciones.
Además, el optimismo del Gobierno por los pronósticos de recuperación económica no admite fisuras, lo que lleva tanto a ignorar cómo minimizar factores internos y externos. En lo interno, en el Gobierno confían en poder bajar finalmente a comienzos de año el ritmo del crawling peg y poder así terminar de “planchar” la inflación de cara al proceso electoral, en recuperar la racha compradora del Banco Central y el ritmo de emisión de bonos en moneda extranjera para abastecer la demanda de divisas del mercado e, incluso, en poder avanzar en el anunciado bimonetarismo, con el que pretenden facilitar que los dólares del blanqueo se vuelquen al consumo. Y, frente a los desafíos externos, como la crisis en Brasil, la caída de los precios de los commodities o los potenciales efectos del proteccionismo estadounidense, confían en que la conjunción entre la recuperación económica y la disciplina será el antídoto para exorcizarlos.
Lo cierto es que estas decisiones económicas y el optimismo reinante respecto al futuro precipitan y aceleran las definiciones político-electorales. No solo la pretensión de cambiar las reglas del juego electoral (PASO, financiamiento, ley orgánica de partidos políticos) o la voluntad de polarizar con el kirchnerismo, sino la firme decisión de mantener el oficialismo como una fuerza con identidad propia, uniformidad ideológica, estructura verticalista y sin compromisos coalicionales que restrinjan márgenes de autonomía para responder a los deseos de su líder ni condicionen la narrativa anti-casta. El panorama de la oposición, claramente, resulta funcional a este análisis.
Nada de esto implica afirmar que la elección ya está ganada, y mucho menos que los logros que se festejan en los círculos libertarios sean el inicio de un cambio cultural profundo e irreversible de una sociedad de una sociedad que, aún herida y hastiada ante los sucesivos fracasos de las últimas décadas, espera más soluciones concretas que profetas de una presunta felicidad futura.
Así las cosas, aún con las ventajas comparativas que tiene el oficialismo frente a adversarios que son percibidos por amplias franjas de la opinión pública como responsables de esos fracasos, y en un contexto caracterizado por el desempeño virtuoso de algunas variables macroeconómicas y financieras, el riesgo de la estrategia preelectoral del gobierno, más allá de los múltiples interrogantes que también subsisten tanto en lo económico, como en lo político y -cada vez más- en lo institucional, es a todas luces evidente.
Si producto de la impronta plebiscitaria el terreno de la contienda se traslada de la impugnación respecto al pasado a una disputa de sentido sobre el presente y las expectativas de futuro inmediato, el debate podría centrarse en una evaluación más exhaustiva de la gestión, con la posibilidad de ante ciertos problemas estructurales no resueltos un sector de la opinión pública comience progresivamente a percibir al gobierno no como una contundente respuesta a los fracasos del pasado sino como parte de la saga de frustraciones acumuladas. Y en ese marco, lo que hoy se perciben desde ciertos círculos del poder como daños colaterales o riesgos controlados, podrían convertirse en potenciales impactos en la línea de flotación del proyecto libertario.